Así se titula la antología de poesía española que acaba de publicar la Universidad Iberoamericana Ciudad de México, coordinada y prologada por el profesor Joseba Buj, un escritor español —hijo de vasco y extremeña— que se estableció en México en 1999, y que allí viene desarrollando una notable labor intelectual y académica. Desencuentros en el último círculo, pulcramente editado, prolonga la noble tradición de la literatura española hecha en o por México, y que conoció su época dorada con la llegada al país, tras la Guerra Civil, de un nutrido grupo de escritores e intelectuales republicanos, que asentaron las letras españolas en tierras mexicanas y, desde allí, las afirmaron ante el mundo (y la propia España). José Bergamín fundó y dirigió la editorial Séneca, donde vio la luz Poeta en Nueva York; María Zambrano escribió y publicó títulos fundamentales de su obra, como Filosofía y poesía y Pensamiento y poesía
en la vida española, entre otros; Cernuda compuso también importantes textos críticos, como Estudios sobre poesía española contemporánea, y un libro mayor dentro de la obra magna que es La realidad y el deseo: Desolación de la quimera; y Manuel Altolaguirre, Emilio Prados, José Moreno Villa, Juan Rejano, León Felipe y Pedro Garfias, entre otros poetas, además de novelistas como Francisco Ayala y Max Aub, o poetas en catalán como Ramon Xirau o Agustí Bartra, enriquecieron en México la literatura española y contribuyeron a que se conociese mejor en América y el mundo. Algunas antologías de la poesía en español publicadas en México han sido fundamentales para el establecimiento —y la evolución— del canon en nuestra lengua, como Laurel, publicada en 1941 por la editorial Séneca, y cuyos antólogos fueron dos mexicanos, Octavio Paz y Xavier Villaurrutia, y dos españoles, Juan Gil-Albert y Emilio Prados, que, muchos años después, inspiraría Las ínsulas extrañas, publicada en 2002 por Galaxia Gutenberg, a cargo de otro equipo compuesto por los españoles José Ángel Valente y Andrés Sánchez Robayna, el uruguayo Eduardo Milán y la peruana Blanca Varela. Aparece ahora Desencuentros en el último círculo, que incluye a los siguientes autores: Marta Agudo (que, por desgracia, no ha llegado a conocer el libro: falleció en abril pasado), Julio César Galán, José Antonio Llera, Aurora Luque, Mario Martín Gijón, Antonio Méndez Rubio, Juan Carlos Mestre, Eduardo Moga, María Ángeles Pérez López, Javier Pérez Walias, Esther Ramón y Ada Salas. Predominan, pues, los escritores que cultivan una poesía inquisitiva, experimental, metafórica, heredera o prolongadora de las vanguardias —en algún caso más autotélica que referencial—, proclive a la celebración surreal o, por lo menos, incómoda con el dictado de la lógica común y el imperio de la narración. El arco temporal que describe este conjunto de autores va desde 1957, año en el que nace el sénior Juan Carlos Mestre, hasta 1979, cuando lo hace el más joven del grupo, Mario Martín Gijón: un periodo apretado y esencial en el desarrollo de la poesía en España. En lo personal, celebro figurar en un libro que es fruto, me consta, de una gran dedicación, en compañía de tantos amigos y poetas que admiro.
Este es uno de los cuatro poemas que he publicado en Desencuentros en el último círculo, perteneciente a Insumisión, de 2013.
ELOGIO DEL JABALÍ
“España es una viña devastada por los jabalíes del laicismo”.
Benedicto XVI, Obispo de Roma, Vicario de Cristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Príncipe de los Obispos, Pontífice Supremo de la Iglesia Universal, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolitano de la Provincia Romana, Siervo de los Siervos de Dios, Padre de los Reyes, Pastor del Rebaño de Cristo, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano y, hasta 2006, Patriarca de Occidente [Joseph Aloisius Ratzinger, Inquisidor General entre 1981 y 2005]
Ha venido a restaurar la viña devastada por los jabalíes. A mí me gustan los jabalíes: su salvajismo sin ambages, su ferocidad rectilínea, su despreocupada aceptación de lo que son; y me gusta su cabeza, sola o cubriendo una rebanada de pan con tomate. Los recuerdo en Azanuy, cuando los cazadores los traían de la sierra, abatidos, y los colgaban de un gancho en la calle, a la puerta de sus casas, para que admiráramos su proeza. Allí se quedaban los suidos, flojos como títeres sin hilos, con la cabeza derrengada y un boquete en la tripa, circundado por una sangre que olía a romero, y el morro entreabierto, por el que asomaban los berbiquís pavorosos de los colmillos y el triángulo rusiente de la lengua. Y yo sentía, en aquella fuerza descabalada, la representación de mi propio fracaso: la vulnerabilidad de los músculos y las justificaciones, la endeblez de cuanto edificamos para protegernos, el esqueleto de la nada. Los jabalíes devastan los sembrados, es cierto, pero solo para alimentarse o esconderse: su acción es individual, o, a lo sumo, familiar; lo cultivado, en cambio, exige el sacrificio de muchos, no siempre partícipes de su provecho, y se alimenta de mierda, y estraga la tierra que lo amamanta. La voracidad del jabalí no es superior a la de la viña: aquel come para sobrevivir, en una tarea exigua y singular; esta esquilma el suelo, consume recursos y esperanzas, e irroga a la naturaleza los perjuicios de la explotación intensiva, y a los hombres, los de la propiedad privada. El jabalí es lo entero, lo beato, lo axiomático: el jabalí se comporta como un cerdo, porque es un cerdo: no lo disimula, a diferencia de la viña, que procura una devastación más sutil: la que se camufla en arquitectura; la que justifica una ebriedad metafísica. La viña es lo alquímico, el artefacto, lo dual: lo que desmineraliza lo real, la solidificación de una entelequia, el bálsamo de la borrachera. Los jabalíes consumen lo que ven: vides, batracios, planetas. Y lo hacen hincando el marfil negro de sus incisivos en la carne del aquí, en la evidencia de los pámpanos que cuelgan o del sufrimiento que nos ahoga, de la tierra que se traga los cadáveres y la lluvia, o de la ausencia que se traga a los hombres. Las viñas crean el fantasma del orden, el alivio sonámbulo de que haya fruta o vino, la ceguera deliberada de que las estrellas envejecen, y los afanes son insignificantes, y lo eterno, provisional. No hay jabalíes ensoberbecidos por la humildad, ni partidarios de una eternidad insoportable [«Rechaza otro existir, tras consumida / mi ración de este guiso indigerible. / Otra vez, no. Una vez ya es demasiado», escribió felizmente Fonollosa], ni catecúmenos de laboriosos mistagogos: sus misterios son los de la viña, los de la vida. El lenguaje de los jabalíes es un lenguaje cazcarriento, engualdrapado de pelo, sin otro propósito que el de ser jabalí, con la debilidad propia de su vigor irracional, con la tragedia de tener cuatro patas y una muerte, con el dolor de las pezuñas cuando huye y el placer del falo cuando se aparea, es decir, cuando se asegura de que haya más devastadores de viñas, menos códigos sembrados, menos refutaciones de que el hambre es solo necesidad de energía, y el corazón, un músculo momentáneo, y la trascendencia, una invención del miedo; y de que el infinito existe, y se llama jabalí. El jabalí no se compadece: actúa, según lo que perciba, con toda su irrelevancia y su grandeza, con su plenitud y su animalidad. El jabalí no atribuye significados morales a los hechos de la naturaleza, ni, por lo tanto, cercena la vastedad de lo posible con la chirla de sus limitaciones. El jabalí no establece metáforas maniqueas, ni se pronuncia contra otros hijos de la creación, ni otorga carácter objetivo a la presencia de un mal que solo existe en su conciencia. El jabalí no banaliza el amor, generalizándolo industrialmente. El jabalí es paciente, no tiene envidia, no presume ni se engríe; no lleva cuentas del mal, porque no conoce el mal: porque el mal no le ha sido impuesto; el jabalí no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad de su ser devastador, de la viña devastada, de su saludable devastación. Y no tiene miedo: reacciona, pronto al combate o a la huida, sin considerar la humillación del premio ni la desproporción del castigo, sin reconocer siquiera la infamante existencia de un juez. El jabalí no reprende, no adoctrina, no episcopa, porque el tiempo es esa viña que devora, el presente de esa viña mortal, que enciende de vida sus entrañas. El jabalí no se engaña, ni obedece, ni se transustancia: solo mastica los granos de uva con la certeza de que ese alimento es su presente y su eternidad. El jabalí no ha sido domesticado, ni conoce la afrentosa logomaquia de la enología, ni bebe de otro cáliz que el cáliz de su pecho ancho, y su falo incisivo, y su irreprochable fragilidad. El jabalí, a diferencia de la viña, depende de sí, de la astucia con que sobrepuje al viticultor, sin su salmodia agropecuaria. La viña, en cambio, late con una armonía impostada: la del designio, el mismo que impele a los teólogos y a los chamarileros. Es reconfortante embutirse en la coraza del orden, inocularse razón. Pero es la razón de los manicomios, adicta a las benzodiacepinas eucarísticas, como si la realidad fuera algo distinto de lo que podemos aprehender, como si la locura necesitase de una exégesis que la atemperara, como si debiéramos aplaudir que, en lugar de un roble, o un volcán, o nada, haya ingeniería, o arcángeles, o vida. Los jabalíes observan un comportamiento sociable, que incluye relaciones intergeneracionales solidarias, como que los escuderos, los ejemplares jóvenes, acompañen a los macarenos, los más ancianos del grupo, para aprender de su experiencia, a cambio de sus cuidados; los jabalíes son afectuosos y abnegados con su prole; aman a las jabalinas con denuedo, hasta olvidarse de comer; entierran semillas y esponjan el suelo al hozarlo, en busca de tubérculos o lombrices, favoreciendo que se humedezca y, por lo tanto, que germine; ayudan a controlar las poblaciones de roedores, insectos y larvas perjudiciales; y mueren con violencia, y hasta con crueldad, a manos de los cazadores, muchos de los cuales son católicos. Los jabalíes son moralmente superiores a los católicos, que abandonan a sus mayores en asilos pestilentes o en gasolineras de autopista, maltratan a sus hijos o sus mujeres, y cometen adulterio o fornican con rameras o compañeras de trabajo. Los jabalíes no solo comen las uvas de las viñas: son omnívoros, más aún, son teófagos, y en esto se equiparan a los católicos: devoran todos los signos de la creación y, con ellos, al creador mismo. Los jabalíes decoran con sus cabezas —esas que previamente nos han proporcionado la gloria de su embutido— los vestíbulos de los viticultores, y nos miran, desde su altura asesinada, con el estupor glaseado de sus ojos de cristal y su lengua equilátera. ¿Por qué?, parecen preguntar, ¿por qué cultiváis estas viñas obstinadas, que no tenemos más remedio que devastar, que os enajenan, recluyéndoos en la quimera de una vida perdurable, en el redil de la obediencia al padre, con su abominable amor —que os ha condenado a la enfermedad, a la vejez y la muerte—, envileciéndoos de simetría y de trabajo, llenándoos de esperanzas inverificables, confinándoos en las fronteras artificiales de la viña o en la viña sin huríes de ultratumba? Los jabalíes no se dejan sobornar: no esperan retribución por devastar la viña. Lo hacen porque han de hacerlo, porque no saben hacer otra cosa, porque es propio y encomiable y natural que un jabalí devaste las viñas, aunque no sepa que lo hace, ni por qué: esa ignorancia también es el jabalí. Él morirá, la viña morirá, morirán también el viticultor y los nietos y los tataranietos del viticultor, todo acabará muriendo en un aquelarre inconcebiblemente devastador de acontecimientos siderales, indiferentes a los jabalíes y a las viñas que hayan devastado, como la conclusión previsible de este transcurso sin otro sostén que la inestabilidad, sin otra certidumbre que el hombre y el hambre, que el fuego y la extinción.
Coda
Durante siglos, la Iglesia ha sido el jabalí que devastaba la viña de la libertad de conciencia y el espíritu crítico. [Aún hoy, hinca todo lo que puede las pezuñas en el predio de la ciudadanía]. De haber vivido entonces, habría compuesto un elogio de la viña.
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