martes, 3 de octubre de 2023

Elogio del ateo

                                                      Señor, Señor, ¿por qué consientes que te nieguen ateos?
                                                                                        MIGUEL DE UNAMUNO, «Salmo I»
  
                                                                                                   Soy ateo, gracias a Dios.
                                                                                                                    LUIS BUÑUEL

Elogiar al ateo es elogiar al mundo entero: todos, aun los más devotos, somos ateos. El fanático de Jehová lo es de Osiris y de Thor; el de Alá, de Júpiter y Afrodita; el de Jesucristo, de Manitú y Belenos. El ateísmo une a todos los habitantes de la Tierra en un credo benéfico y común. No obstante, solo aquel que no deposita sus ansias de pervivencia en ningún rincón del panteón universal de divinidades lo es con todo merecimiento. El ateo es paciente, afable, no tiene envidia, no presume ni se engríe, no es maleducado ni egoísta, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra con la injusticia, sino que goza con la verdad. Nunca ha habido una cruzada de los ateos, ni un auto de fe a cuya leña prendieran fuego, ni un índice ateo de libros prohibidos, ni una yihad atea. El ateo es manso y valiente: cuanto más manso, más valiente. El ateo no entrega su confianza a una instancia superior, ni su razón a una entidad incomprensible, sino que se confina en el recinto humildísimo de su juicio y entre las frágiles paredes de la mortalidad, y ahí espera, con tristeza, que todo esto pase. El ateo sabe que al hombre lo constituye la incertidumbre y se abraza a ella con temblor de neonato, pero con resolución de criatura concebida para la lucidez. Hay que reunir mucho coraje para existir solo, para existir sin consuelo. El ateo no espera que nadie le dé las respuestas a las preguntas de la vida: las busca él, torpe, confuso y, ciertamente, solo. Y tropieza y cae, porque tropezar y caer son las respuestas a las preguntas de la vida, pero lucha asimismo por levantarse, torpe, confuso y solo; y a veces lo consigue. Mientras tanto, ve a su lado a quienes siguen de pie, aferrados a la fe como los borrachos a las farolas. El ateo, en su poquedad, es también más animoso que el agnóstico, que no se atreve a reconocer sobre Dios lo que reconoce sin titubear sobre gnomos, gorgonas o unicornios. El ateo no es gregario: siente la punzada del miedo, pero se niega a restañar esa herida con la asunción ciega de una doctrina y, aún peor, de la interpretación de esa doctrina que haga una reata de clérigos. El ateo no puede admitir que un ser omnipotente, omnisciente y eterno haya necesitado crear el mundo y le haya obligado a experimentar el dolor de la enfermedad, la agonía de la vejez y el espanto de la muerte —de la extinción de la conciencia— sin otra razón que su poder ni otro fundamento que su señorío. Si hubiera Dios, sería el inventor de la destrucción y el mal: de la erupción de los volcanes, de la expansión de la peste, del estallido de las guerras. Por fortuna, no lo hay. Solo hay naturaleza. El ateo lo sabe, o cree razonablemente saberlo. El ateo se aviene a ese conocimiento como se aviene al conocimiento de que las vacas no vuelan, de momento, o de que no hay hombrecillos verdes en Marte, también de momento. (Dos más dos son cuatro, hasta nueva orden, dijo Einstein). El ateo, no obstante su ateísmo, cree en el más allá. Pero ese más allá está dentro de sí y de sus semejantes: en el bosque riguroso del espíritu, que es parte del cuerpo. Ahí, dentro, encuentra el formidable impulso de la fraternidad y el espacio redentor de la creación. El más allá del ateo es el más acá: más acá de la piel, más acá de los sentidos, más acá de la soledad. En ese océano encuentra al prójimo, que no es alguien separado por las creencias, sino unido por la fugacidad. El ateo se esfuerza por que no lo engatusen y por encontrar en cada paso que da, vacilante, la fuerza necesaria para dar otro, no menos dubitativo. La andadura acabará, de eso no hay duda —de momento—, y el ateo se verá abocado al destino de todos, y en ese paso final concurrirá con los creyentes, que acudirán reconfortados, persuadidos de que el viaje, alabado sea Dios, continúa. Pero, si continúa, lo hace en la nada de la que provenimos, en la nada que, pese al relámpago infinitesimal de la conciencia, somos.

7 comentarios:

  1. Magnífico, racional, eficaz, demoledor

    ResponderEliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Eduardo, estos temas me cansan. Aplaudo como lo expones, te lo aseguro, pero no me interesa lo más mínimo.
      Ah, perdona las dos erratas del anterior comentario. Cosas del teclado, va a su bola.
      Besos a montones.

      Eliminar
  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  5. Admirable exposición, con prosa concisa y exacta, de cómo la razón se encara con una realidad ingrata: intenta comprender, cambiar lo susceptible de cambio y asumir lo inevitable, sin fantasías narcotizantes.
    Todo ello conlleva el coraje, nada desdeñable, de lidiar con el propio terror y con la angustia de la visión de una eternidad sin nosotros.
    Un abrazo y reiterado testimonio de admiración.

    ResponderEliminar