En la joven editorial sevillana Hojas de Hierba, capitaneada por el infatigable Antonio López Cañestro, acaba de ver la luz Americaneando. Un viaje por los Estados Unidos después de Trump, el libro que recoge mis aventuras, si es que las puedo llamar así, en ese país durante el verano de 2022. Articulado en forma de diario, cuento el periplo que me llevó de Nueva York a San Francisco, pasando por Chapel Hill, en Carolina del Norte; Atlanta, en Georgia; West Palm Beach, en Florida; y Hastings, en Nebraska. En cada uno de sus lugares vive algún amigo o amiga míos, españoles o estadounidenses (la amistad con estos se remonta a varias décadas atrás, cuando nos conocimos en el colegio donde fui estudiante de intercambio en el curso 1979-1980, en Atlanta), y resulta que a mí me gusta viajar, pero más me gusta vivir —o, por lo menos, residir algún tiempo, aunque sea breve— en los sitios a los que viajo. Los amigos desempeñan, pues, un papel especial en estos recorridos: me permiten sentir la ciudad o el pueblo de otro modo, como algo más cercano, más mío; como parte, en efecto, de mi vida y no solo de mi condición de viajero (o, mucho peor, de turista). Mi aproximación a lo que he visto ha sido tanto crítica como cordial, porque los Estados Unidos, con todos sus defectos, pero también con todas sus virtudes, forma parte de mi ser; yo me siento un poco estadounidense, como me siento un poco londinense, y un poco emeritense, y un poco sancugatense, además de europeo, español, catalán y barcelonés. Esto de las identidades es acumulativo, al menos en mi caso, y no excluyente; aunque también es un poco pesado. En el viaje narrado en Americaneando, cuento algunos episodios de los que me enorgullezco, como la asistencia, en compañía de mi gran amigo Juan Luis Calbarro, que también andaba por Nueva York en aquellas fechas, a un acto público de desagravio a Salman Rushdie por el atentado que sufrió a manos de un islamista, celebrado en agosto en la Librería Pública de la ciudad. Y otros más íntimos y fetichistas, como sendas visitas a dos librerías míticas: la Strand, también en Nueva York, y la City Lights —la de los beat—, en San Francisco, además de otra a Connemara, la edénica finca en la que vivió sus últimos años y murió el gran Carl Sandburg. En Carolina del Norte, conocí la capital del pueblo cheroqui en los Apalaches y una ciudad, Asheville, fundada por uno de los muchos españoles con yelmo que merodeaban por el sudeste del Norte a principios del siglo XVI; en Atlanta paseé por los aromáticos barrios de mi adolescencia y recordé mis muchas inquietudes e ilusiones, que ahora me parecen como esas fotografías viejas, amarillentas por el tiempo, cuyas caras nos resultan ya difíciles de reconocer; en Florida lo hice por delante de Mar-a-Lago, la finquita de Donald Trump en la que escondió los secretillos nucleares que había robado de la Casa Blanca cuando lo echaron, por fin, del Despacho Oval; y en Nebraska, di una conferencia sobre mis traducciones de poetas norteamericanos en la Universidad de Hastings —gracias a la amistad del poeta, ensayista y traductor Pedro José Vizoso—, rodeado de campos de cereales y depósitos de munición de la Segunda Guerra Mundial. Estoy muy satisfecho con la edición, que incluye un anexo de fotos en color de mi expedición, hecha con el esmero habitual de Hojas de Hierba, aunque no sé si estarlo con el subtítulo del libro —exclusiva responsabilidad mía—, porque quizá, y por desgracia, no haya todavía un “después de Trump”, algo que yo daba por supuesto (pensamiento desiderativo, supongo) cuando escribí Americaneando. Ese gran hombre que es Donald amenaza con volver a presentarse a las elecciones presidenciales, aunque haya afirmado hasta quedarse ronco que el sistema electoral estadounidense es un engaño, y el responsable de que no haya disfrutado (y, con él, el pueblo americano) de un segundo mandato. Y, pese a las numerosísimas causas judiciales de todo tipo que lo persiguen (fraudes empresariales y fiscales, persecución a mujeres, sobornos, manipulación, coacciones, intentos de subvertir el orden constitucional y un largo etcétera), parece tener el camino despejado para que lo nombren, otra vez, candidato republicano, e incluso para ganar la presidencia. Yo hago votos por que así no sea.
Esto cuento en la entrada correspondiente al 16 de agosto de 2022, en Nueva York:
TIMES SQUARE es el epicentro de la vorágine neoyorquina. Un alud de anuncios y coches galvaniza a una multitud efervescente. En las esquinas de las calles, los letreros dicen: «Pedestrian flow zone. Keep moving» [‘Zona de flujo de peatones. No se pare’]. Más que un flujo, es una riada. El tránsito reproduce el deslizamiento lento pero apabullante de una colada volcánica. En el centro de la plaza, unos saltimbanquis negros, callejeros pero profesionales, han improvisado un espectáculo para aligerar el bolsillo de los turistas. Haciendo unas vistosas piruetas y bailando un giróvago breakdance, han conseguido abrir un hueco en la masa y atraer la atención de los transeúntes. El que lleva la voz cantante se sitúa en el centro del momentáneo calvero y empieza a señalar a algunos incautos. Entre ellos, yo. Cuando me señala con el dedo, miro a mi espalda, buscando a otro señalado. Pero soy yo. Podría negarme a colaborar —aún no sé en qué, pero seguro que en nada bueno— y escabullirme entre el gentío, pero varios centenares de ojos se han clavado ya en mí y siento la opresión de la opinión pública. Qué vergüenza, defraudar tantas expectativas. Cuando accedo a acompañar al volatinero jefe hasta el centro de su mundo, reparo en que todos los candidatos a ser desplumados nos parecemos: somos altos y blancos, y varios también canosos. La blancura de los obstáculos contrastará con la agilidad oscura de quienes los superen. Nos dispone en fila, muy pegados unos a otros, y nos pregunta de dónde somos: italianos, ingleses, alemanes, holandeses y un español. Luego nos dice que, si no colaboramos, lo pasaremos mal. Colaborar quiere decir darles dinero, quod erat demonstrandum. En los años setenta estos mismos titiriteros, o sus padres, me habrían atracado a punta de navaja. Hoy, más sofisticados, despliegan un elaborado procedimiento para ganarse los garbanzos. Mis compañeros aflojan la mosca: hay quien les da hasta veinte dólares. Mi óbolo es solo de tres, que entrego no sin resistencia: me disgusta ser extorsionado en público. Los saltimbanquis bromean a cuenta de mi tacañería y el jefe me pone aparte, junto con otros dos que tampoco han contribuido con largueza. Nos obliga entonces a agacharnos y nos administra el castigo: uno de los suyos brinca por encima de los tres, haciendo un mortal, y aterriza limpiamente tras el italiano, que aún ha sido más rácano que yo. Los ohs de asombro y el aplauso duran lo que tardan los titiriteros en deshacer el círculo y desaparecer entre la muchedumbre, en busca de otro lugar o de otro momento para ejercer la redistribución de la riqueza.
En la página web de Hojas de Hierba Editorial se encuentra toda la información sobre el libro:https://www.hojasdehierba.es/producto/americaneando-eduardo-moga/
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