¡Que se calle todo el mundo! Con este ruido no puedo ser.
Cuando gritamos «¡que se calle todo el mundo!», nunca nos consideramos a nosotros mismos incluidos en la orden.
El sentido crítico es imprescindible, pero también los terraplanistas se enorgullecen de ejercerlo; la libertad de expresión es indispensable, pero ampara tanto al hombre sensato como a fascistas, teócratas y conspiranoicos, entre otras sectas de la sinrazón. Se debería atender más a lo que pensamos que a la capacidad de pensar; se debería prestar más atención a qué decimos que al derecho a decirlo.
Muchos descansan felices, como los vampiros o los monjes medievales, en el ataúd de sus certezas.
Las mujeres están librando una ardua y desigual batalla para que se les reconozcan los mismos derechos que a los hombres en el fútbol y, en general, en el deporte profesional. Y están ganando: ya juegan a las mismas estupideces que ellos, ya hablan tan mal como ellos, ya dicen las mismas tonterías que ellos. La igualdad es esto: que se pueda ser tan idiota como los demás, tenga uno el sexo o el color de piel que tenga.
La cabeza de algunos está llena de ideas como esos cubos de granito con los que se construyen las escolleras.
Dos gorriones que bebían en un charco han echado a volar, y al charco parece que se le hayan saltado los ojos.
El desamor exilia.
Una vez amé tanto que me quedé tonto.
Qué delicia la orina eyaculada por ella, el semen que labra su camino de cera por los muslos estremecidos, el sudor que se abraza a los pliegues de la vulva, llagada por la lengua. Las suciedades del sexo son exquisitas.
Se elogia constantemente la superación que demuestran los grandes deportistas capaces de batir marcas inalcanzables, los minusválidos que consiguen medallas en los juegos paralímpicos, la gente que sacrifica años de vida para conseguir uno o muchos récords Guiness. La única superación que no me parece una estupidez, sino algo digno de admiración y elogio, es la de la madre soltera que se levanta todos los días a las seis de la mañana para trabajar en una fábrica de conservas, o el minero que desciende todos los días a la negra oscuridad de la mina para picar piedra y desafiar a la silicosis y el grisú, o la de la anciana que vive sola con una pensión exigua y que, a pesar de sus muchos achaques, se obliga todos los días a bajar y subir las escaleras de su casa sin ascensor para comprar legumbres y un poco de pollo en el DIA. Pero de estas nunca habla nadie, ni se ensalzan en la televisión.
«No caigáis en manos del capitalismo», leo en un pasquín callejero. Que es como decirles a las sardinas que no caigan en manos del océano.
Nadie a quien no le haya picado rabiosamente un testículo en una entrevista de trabajo sabe lo que es el sufrimiento.
Vuelve a merodear por los medios de comunicación la atroz idea de retrasar la edad de jubilación (hasta los setenta y dos años, sugieren algunos desalmados). Se ahonda así en la tendencia que en España inauguró, hace dos legislaturas, el gobierno conservador de Mariano Rajoy, al aumentarla desde los sesenta y cinco hasta los sesenta y siete años —contrariamente a lo vivido desde el nacimiento de la Revolución Industrial (o del Neolítico), que consistía en adelantarla—, y yo me siento como un corredor de maratón exhausto al que torturan retirándole una y otra vez la línea de llegada cuando está a punto de alcanzar la meta.
Los despertadores, como el tabaco, deberían venderse con un lema que dijese: «El despertador mata».
Oda al trabajo
Me voy.
Ser funcionario, en España, se considera una bendición. Pero también puede ser una condena. Uno marca en la pared de la vida un palote con tiza por cada día desperdiciado en la oficina.
Con razón los funcionarios pertenecen a las clases pasivas.
La patria no es solo el último refugio de los canallas, sino también el primero de los idiotas.
No advierto en los manifestantes del fascio actividad cerebral ninguna, solo actividad testicular. Rezar el rosario no puede considerarse actividad cerebral.
El sentimiento de pertenencia a una comunidad supone para muchos no solo la adhesión a cualquier desatino que la corrobore, sino también la oposición a cuanto la impugne o menoscabe, incluyendo la segunda ley de la termodinámica, el principio de exclusión de Pauli o el álgebra.
El león es llamado con mucha propiedad el rey la selva: como todos los reyes, no hace nada, duerme casi todo el día y solo sirve para garantizar, con un espermatozoide, que su linaje continúe.
¿Tienen los extraterrestres libre albedrío?
Dios por dios, cuatro.
Cojonudos!
ResponderEliminarMuy buenos. Con ese toque de humor tan necesario en nuestros días.
ResponderEliminar¡Sublime, Eduardo, sublime! 👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏❤️
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