Ya no se escriben cartas. Los medios digitales de comunicación han acabado con ellas. Primero, el correo electrónico, que, obstante, todavía recordaba, en parte, al viejo arte epistolar: si uno quería —aunque pronto estuvo mal visto porque consumía demasiada atención—, podía redactar correos largos y morosos. Pero luego, aplastantemente, el guasap y toda la cohorte aledaña de mensajería inmediata. En el lapso de unos pocos años, apenas entrado el siglo XXI, se finiquitó un arte que había existido, y producido grandes obras literarias, durante muchos siglos, si no milenios. Yo era un gran aficionado a escribir y, sobre todo, a recibir cartas. Pero era consciente de que, para que pasara lo segundo, debía aplicarme a lo primero: era una conditio sine qua non, un quid pro quo, un do ut des, y basta ya de latinajos. Así, desde mi infancia me recuerdo escribiendo cartas a diestro y siniestro, y recibiendo también muchas. Las fui guardando en cajas a lo largo de los años y hace unas semanas me dio el volunto de poner orden en ellas, como parte del deseo de poner orden en mi vida, una tarea en la que ando afanado ya varias temporadas. Recuperé las seis cajas, seis, que acumulaba en las profundidades de un armario remoto y me zambullí en aquel mar de celulosa vieja. Y tan abisales eran las aguas que aún no he salido de ellas, pero ya estoy empezando a cartografiar los fondos marinos. Me ha sorprendido —y conmovido— comprobar la capacidad de evocación que tienen las cartas, todas sin excepción, aun las más lacónicas o groseras. Quevedo escribió que, leyendo, escuchaba con los ojos a los muertos. Con nada es esto más cierto que con las cartas. Al releerlas, la voz de quien nos las ha enviado se hace presente con una fuerza inusitada, y también su cuerpo, y la persona toda. Nuestro remitente, acaso olvidado o muerto, se yergue ante nosotros como el genio de una lámpara de papel que hubiéramos frotado con los ojos. Leo las frases escritas por personas muy distantes y el papel parece tener labios, y pupilas, y piel; y huele: no solo el de las cartas de algunas mujeres (y hombres) que cumplían con el encantador rito de perfumar los pliegos, sino el de todas. Veo con los oídos y oigo con los ojos a quien las ha compuesto: sus gestos, sus muletillas, el color del pelo, los zapatos que gastaba. La memoria es un gigantesco archivo la mayoría de cuyos fondos están escondidos, pero que se abre, accionado por el resorte de la lectura, cuando nos asomamos a esta tinta fósil, a esta vida muerta. Entonces la melancolía y el asombro por albergar tantos recuerdos que ya no sabíamos que poseíamos se disparan. Me resulta inverosímil y enternecedora la importancia que mis interlocutores y yo dábamos a cosas que, vistas hoy, a tantos años de distancia, no tenían ninguna: la energía que les dedicábamos, las ilusiones que depositábamos en ellas, los esfuerzos que invertíamos para que se cumplieran, o para celebrarlas. La inmensa mayoría de esas cosas ya no existen: pasaron hace mucho, o no significaban nada, o nunca llegaron a darse. Solo una puede decirse que ha perdurado en algunos casos: la amistad que revelan. Con un puñado de mis corresponsales —con mis muy queridos Juan Luis Calbarro o Tomás Sánchez Santiago—, la tenacidad epistolar ha sido paralela a la continuación de la fraternidad. De ambos conservo docenas de cartas y tarjetas, siempre llenas de palabras amables y divertidas, de humanidad y calor (también el de las discusiones), y, en el caso de Juan, de innumerables pullas a cuenta de nuestro antagonismo futbolístico (él, fanático de ese equipo lamentable que es el Real Madrí, Madrí, Madrí, en México se piensa mucho en ti, y yo, fiel al rutilante Barça, aunque este no sea el año más esplendoroso de nuestra historia) y político. Me ha sorprendido comprobar la cantidad de cartas que guardo también de gente a la que he olvidado hace mucho y que nunca tuvo una gran incidencia en mi vida (ni yo en la de ellos, desde luego). Pero, durante un tiempo que en ocasiones fue largo, mantuvimos un diálogo intenso y supongo que esperanzado. Pero esperanzado ¿de qué? No lo sé. Me imagino de que aquellos intercambios nos dieran más vida, más posibilidades de reír, más nosotros. También hay cartas que ya no sé quién me envió. Las guardé sin el sobre, la firma es ilegible y el contenido del texto no contiene nada que me revele al autor. Esas cartas flotan en el proceloso piélago de mi correspondencia como pecios a la deriva, como barcos fantasma solo habitados por una tripulación de espectros. He reservado un archivador especial para las cartas insultantes y las de rechazo de los editores. Las primeras son pocas, pero de las segundas conservo un buen puñado. Entre las cartas groseras, destacan dos de sedicentes escritores, que, curiosamente, coinciden en la razón por la que me escriben: había publicado sendas críticas en las que ponía bien a sus libros. La primera, de un expresidiario a quien le había molestado que dijera que algunos aspectos de su poesía me parecían epigonales del realismo sucio predominante en aquellos años (y que amenazaba con partirme la cara, amén de prohibirme volver a mencionar públicamente su nombre); la segunda, de un poeta molesto por que le hubiese atribuido el error de equivocar la autoría de unos versos, aunque este no manifestaba ningún deseo de calentarme las orejas, sino solo de que publicara una rectificación en la revista donde había aparecido la crítica. En cuanto a las cartas de rechazo de los editores, son bienes preciados. Yo no he hecho como Stephen King, que durante algún tiempo las ensartaba en un clavo que tenía en la pared, ni como Bukowski, que las coleccionaba en una caja de zapatos y sobre las que de vez en cuando, entre botella y botella de whisky, pergeñaba un poema. Pero las atesoro con avaricia, como recordatorio de la vanidad y la estupidez humanas. Las suyas y las mías. Un apartado especial de la correspondencia la constituyen las cartas que parecen amistosas, pero no lo son: aquellas que, con unas formas melifluas o engañosamente corteses, ocultan el interés, el desprecio o incluso la enemistad, como varias de un poeta al que le birlé uno de los muy pocos premios literarios que he ganado en mi vida y que nunca me lo ha perdonado, aunque en las cartas que me dirigió se mostrase obsequioso y formal; o como las del escritor provincial, apenas conocido cuando las redactó, pero que luego se ha subido al carro desbocado de la fama, que me pedía favores, o difusión, o reseñas, cuando creía que yo proporcionárselos, y que luego, una vez montado en el dólar, ha dejado de pedírmelos y nunca se ha ofrecido a dármelos. Las cartas más dolorosas no son estas, por supuesto, sino las de los amigos y los amores muertos, que también van siendo ya unos cuantos. Cuando las leo, el amigo resucita. Y yo siento una punzada de nostalgia y de anticipación de mi propia muerte. Imagino entonces cuando yo me haya ido y algún amigo lea lo que le escribí. ¿Sentirá lo mismo que siento yo ahora o me habrá olvidado? ¿Verá mi cara, mis virtudes y mis defectos como ahora mismo veo yo los de Luis Javier Moreno, o Luísa Vilalta, o Daniel Riu Maraval, o Diego Jesús Jiménez, o Jesús Hilario Tundidor, o Marta Agudo, o Ana Santos, o Antonio Fernández Molina, o Manuel Álvarez Ortega, o Willy McKey, o María Victoria Morales, o Arnaldo Calveyra, o Pedro Luis Cano, o Rafael Guillén, o Jordi Royo, o Eduardo García, o Angelina Gatell, o se preguntará quién demonios era aquel Eduardo Moga que le había mandado tanto papel, sobre el que ha caído tanto polvo? Los amores también siguen ahí, en el sarcófago del sobre, sutilizados, empalidecidos, febrilmente acidulados por el tiempo, pero aún vibrantes en las fibras últimas de la memoria, emanando lo mucho o poco o nada que fue, pero también todo lo que habría podido ser de no haberse interpuesto aquella distancia que justificaba, y exigía, las cartas, las queridas cartas, las devastadoras cartas.
Yo también te quiero. Hala Madrid.
ResponderEliminar(Preciosa entrada).
Repito: Es un gustazo leerte. Un beso grande 😘😘😘😘
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