Ever tried. Ever failed. No matter. Try again. Fail again. Fail better.
Samuel Beckett, Worstward Ho!
Se repite mucho la frase de Samuel Beckett, aunque mutilada: «Fracasa más. Fracasa mejor». Pero induce a sospecha que quienes más la repitan sean los que llenan sus arengas de palabras aborrecibles como «resiliencia», «empoderar» o «motivacional». Los campeones del éxito reivindican el fracaso como los jipis de los sesenta se colgaban atrapasueños al cuello o se vestían con túnicas azafrán. Sin embargo, no hay que degradar al fracaso a ruedecilla de la opresiva maquinaria del orden y la exacción productiva para que todo gire en un frenesí de beneficios empresariales y monstruosa banalidad, sino tenerlo por un valor preciado por sí mismo, que nos enfrenta a nuestra calamitosa condición, que nos obliga a mirarnos a la cara y reconocernos humanos, es decir, falibles, transitorios, inciertos, perecederos, irredimibles. El fracaso nos concierta con el humo, no con las máquinas que lo producen. El fracaso es nuestro corazón que se eleva y, de repente, cae en la misma tierra desde la que se ha elevado, en la misma tierra que somos. (Cae en el pozo turbulento del café con leche que desayunamos, en el grumo seminal que expulsamos al lavamanos, en la menstruación carmesí que se traga el desagüe). Con el fracaso no nos rendimos, somos: un deshielo candente, un lugar sin nombre, un vilano que desaparece en la conjura de las cosas quietas. Somos eso que se derrumba cuando nos enderezamos, y el olor de nuestra piel cuando nadie la toca, y la vida que queda en nosotros cuando hemos muerto. El fracaso nos abrillanta las entrañas y saca lo mejor de nosotros, lo que se desvanece aunque abramos mucho los ojos, lo que grita piedras. El fracaso nos enciende, pero con un fuego benigno, porque no disiente de la noche que cae ni del día que tristemente amanece. No se puede amar el fracaso, pero rebosa de amor, como una serpiente que sisea o un niño que pide agua. Todos necesitamos ser lo que somos, y el fracaso obra que lo seamos. El fracaso nos revela de qué color tenemos los ojos, y de qué pie cojeamos, y con qué mano cogemos el pan; y también que nunca nadie podrá salvarnos. El fracaso pronuncia nuestro nombre como quien formula un ensalmo, con una reverencia teñida de sobrecogimiento. En el páramo que es el fracaso hallamos, si sabemos mirar —si no fracasamos en mirar—, el oasis de nuestro cuerpo, con la fronda de los órganos atravesada por el simún, con la poza cristalina de la muerte, en la que bullen los zapateros, con el ulular afilado de los búhos y el revoloteo funesto de los buitres. Ese cuerpo también fracasará, aunque ahora ondee, amarrado al asta de los huesos. De hecho, ya está fracasando, aunque el viento le acaricie todavía el lomo con una mano cortada. El fracaso imbuye todas las cosas: el reloj que se para y el tiempo que no se para, el teléfono que suena y el teléfono que no, el sueño viscoso de la bonanza que se aleja y la pesadilla extenuante de la calamidad que se acerca. El fracaso nos unce a nuestra piel y nos unge de dolor. No hay nada tras él; tampoco debajo. El fracaso es algo redondo que nos colma: se derrama en el tórax y ocluye la imaginación. Y no nos perdona: nos respeta lo suficiente como para afirmar sin tapujos su presencia. El cuchillo que nos clava nos atraviesa gloriosamente, como una lengua muy dulce que lamiese el hígado y el sueño, el ano y los años. Con el fracaso crecemos, pero no para obtener mejores resultados, ni para que nuestra mierda sea más lustrosa, ni para poseer una casa en la que se amontonen los murciélagos, sino para tenernos a nosotros mismos, para fortificarnos en la derrota y en la certeza de que habrá una derrota mayor, que será irreversible. Hay que fracasar más y fracasar mejor, sí, pero privando a esos términos de su denotación cuantitativa: no denotación, sino detonación. Hay que fracasar porque así estalla nuestro ser, y ese estallido nos construye. Hagamos caso a Beckett: «Fracasemos otra vez. Otra vez mejor. O mejor, peor. Fracasemos peor otra vez. Aún peor. Hasta enfermar del todo. Vomitemos del todo».
Estremecedor. ¡ Qué gusto leerte, Eduardo!
ResponderEliminarUn abrazo enorme.