Jaime Siles ha sido, y sigue siendo, uno de los poetas españoles más importantes del último medio siglo, adscrito en sus inicios a la estética novísima —su primer libro, Génesis de la luz, data de 1969—, pero fiel después, y siempre, a una poesía sensual e intelectual al mismo tiempo, crisol de lo clásico y lo experimental. He coincidido con él en varios encuentros literarios, y siempre me ha parecido una persona lúcida y cordial, un autor entregado a la verdad de la poesía y admirador, además, de algunos de mis poetas de cabecera, como Manuel Álvarez Ortega y Vicente Aleixandre. Se jubila ahora como catedrático de Filología Latina de la Universidad de Valencia, y varios de sus colegas, singularmente Marco Antonio Coronel Ramos y Ricardo Hernández Pérez, han tenido la feliz idea de homenajearlo con la publicación de un libro, al que han dado el título de Jaime Siles. Un poeta para la vida, una vida para la poesía (Madrid: Olé Libros, 2023), en el cual colaboran casi noventa escritores, entre los que se cuentan algunos de los más destacados poetas de la actualidad, de varias generaciones, estéticas y países, como Antonio Colinas, Luis Alberto de Cuenca, Vicente Molina Foix, Alejandro Duque Amusco, Jordi Doce, Diego Doncel, Lorenzo Oliván, Gabriel Insausti, Guillermo Carnero —que epilogó aquel temprano Génesis de la luz—, Antonio Carvajal, José Corredor-Matheos, Antonio Domínguez Rey, Ángel García López, Juan Antonio González Fuentes, Nuno Júdice, Javier Lostalé, César Antonio Molina, Vicente Luis Mora, María Ángeles Pérez López, Jenaro Talens o Javier Velaza, entre otros. El volumen se divide en cinco secciones: un amplio estudio introductorio, a cargo de Henry Gil, uno de los mayores especialistas en la obra de Siles, unas lecturas silesianas, en las que figura el trabajo con el que me he sumado a este homenaje, unas semblanzas, unas notas literarias y unas voces poéticas, y cuenta asimismo con la participación de críticos prestigiosos, como el propio Henry Gil, Francisco Javier Díez de Revenga, Ángel Luis Prieto de Paula, Pedro A. González Moreno, Fanny Rubio o José María Balcells, también entre otros. Ha sido un placer hacer honor a la amistad y la admiración que siempre he sentido por Jaime Siles y participar en este espléndido homenaje con el trabajo —una glosa de su poema «Líquida lengua», perteneciente a Música de agua, con el que ganó el Premio de la Crítica del País Valenciano y el Premio Nacional de la Crítica— que transcribo a continuación:
Al resplandor de ti, de mí, de todo
cuerpo en el aire ardido que no soy,
arden las voces, unifican, queman
luz exterior que invade el firmamento.
En lenta espuma a tu color se funden,
noche, teñido espejo de otra claridad
más anterior aún, más transparente.
Líquida lengua que lame toda luz,
termina el mar en ti, termina el mundo.
Este poema forma parte de la sección quinta y última, titulada «Final», de Música de agua, que Jaime Siles publicó en 1983 (Madrid: Visor). Se compone de nueve versos de arte mayor: siete simples, endecasílabos; y dos compuestos: un alejandrino (el sexto) y un dodecasílabo, integrado por un pentasílabo y un heptasílabo (el octavo). Los nueve son blancos.
El poeta apostrofa a la noche, como revela el alejandrino. Los pronombres personales y adjetivos posesivos —«ti», «tu»— remiten a esa entidad personificada, que escucha, impasible, radiante, las palabras que la envuelven. La noche es un personaje destacado en Música de agua, cuya cuarta sección, titulada «Lectura de la noche», incluye los poemas «Tinctus colore noctis», «Economía de los cambios nocturnos», «Sub nocte» y «La tierra de la noche». Su primera aparición en «Líquida lengua», en el verso inicial, configura una paradoja: «Al resplandor de ti». La noche resplandece. Esta paradoja se enmarca en una larga tradición literaria que hace de la oscuridad luz: «oscuridad como luz», dice el salmista; y desde entonces una sucesión de poetas ha recreado, en todas las lenguas, esa antítesis fundacional, que busca propiciar una concordia oppositorum: la reducción de las fracturas del mundo; la reconciliación de las cosas contrarias e incomprensibles; la recuperación de la armonía amniótica, de la beatitud mítica en la que vivíamos antes de nacer, antes de sabernos sujetos a la muerte.
El hecho de la luz —de la noche que es luz— recorre el poema: es su columna vertebral. En la primera parte —hasta el verso cuarto—, cobra dureza: alcanza los extremos del fuego. El aire ha ardido y las voces arden también, y queman «luz exterior». La sinestesia del «aire ardido» y la políptoton de los versos segundo y tercero —«ardido»/«arden»—, remarcadas por la homofonía de los grupos /air/ y /ard/, intensifican la quemadura: la consunción, pero consunción sanadora, a que conduce esa voz que proclama la negrura de la noche, que es a la vez fulgor. Los versos no se interrumpen: fluyen abruptamente, empujados por el encabalgamiento y las enumeraciones: preposicionales —«de ti, de mí, de todo cuerpo»— y verbales —«arden», «unifican, queman»—. En un lugar axial, un verbo revelador: «unifican», que afirma un anhelo existencial: la voluntad de superar las fronteras que establecen los ciclos del tiempo y las realidades del mundo. El arder en el que todo se consume, y a la vez renace, aúna las horas, los aires y los cuerpos, los resplandores y las voces, las luces y los cielos, la noche y el mar. «Líquida lengua» se inscribe en un ciclo temprano de la producción de Jaime Siles (Música de agua incluye poemas escritos entre 1978 y 1981), emparentado con la estética novísima, para la que las palabras encontraban en sí mismas —no en los hechos ni en los caracteres; no en los asuntos a los que remitieran, si es que remitían a alguno— la justificación y el fulgor necesarios para constituir el poema. Pese a su mucha sensualidad, y pese a referirse a realidades reconocibles —la noche, la luz, el firmamento, la espuma, la lengua, el mar—, no hay en esta composición descripción ni acontecimientos, no hay narración ni personajes: apenas sabemos —o intuimos— que quien nos habla en el poema contempla un mar nocturno y se siente interpelado por las luces y la oscuridad que lo rodean; y que canta ese paisaje, que es también, quizá, el paisaje de su conciencia. El poema es solo una eclosión verbal, sostenida por el ritmo, por la delicada materialidad de sus accidentes y por la reverberación del espasmo psíquico —el asombro ante la grandeza del mar y de la noche, y el anhelo de reconciliarse con un mundo inabarcable— que la ha alumbrado. Y también por la elipsis, un mecanismo capital en la poesía del silencio —cuyo influjo se percibe en «Líquida lengua» y, en general, en Música de agua—, para la que lo no dicho, pero sí sugerido por la arquitectura musical del poema o el austero mosaico de lo ya enunciado, adquiere tanta capacidad de significación como la propia materia lingüística. Las imágenes que conforman el poema son sutiles, pero también cósmicos, juegos de espejos; y no es casualidad que este término, «espejo» —una superficie donde cabe todo; un agua detenida que acoge todas las formas de la luz—, asome en «Líquida lengua». Una luminosidad, a veces escarpada, lo recorre: no alberga objetos, sino fosforescencias, que se proyectan en todas direcciones; un brillo tintado de negrura empapa los versos. La selección léxica lo corrobora: los vocablos que remiten a la luz, en cualquiera de sus manifestaciones, cosen «Líquida lengua»: «resplandor», «aire ardido», «arden», «queman», «luz» (que aparece dos veces), «color», «teñido espejo», «claridad», «transparente». También contribuyen a la sutura algunos mecanismos sonoros, como la aliteración de /or/, cuya oxitonía sugiere un aterciopelado redoble: «resplandor-exterior-color-anterior».
En la segunda mitad del poema, otro verbo asoma muy pronto para subrayar el espíritu unitivo que lo impregna: «funden». Todo se anuda, pues, con esa noche en cuyo color, en el azogue de cuyo espejo, confluyen la oscuridad y una claridad «anterior y transparente», metáfora de otro estado, de una existencia distinta, acaso más benigna. Si en la primera parte despuntaban los elementos ígneos, en esta destacan los elementos líquidos, cuya fluidez simboliza tanto la fusión a la que se alude como la simbiosis resultante, apaciguadora: la «lenta espuma», la tinción del espejo, la «líquida lengua que lame toda luz» y el mar del último endecasílabo. La aliteración del penúltimo verso —de una consonante, precisamente, líquida, /l/—, reforzada por la posición siempre inicial del fonema, subraya esa licuación en la que se cifra la pacificación del ser: «líquida lengua que lame toda luz». La homogénea sonoridad del verso —todos los acentos recaen en la primera sílaba— y la sinestesia de una lengua que lame algo que no puede ser lamido, porque no pertenece al mundo del tacto, la luz, remacha la gravedad significativa del pasaje. El último verso, bimembre, articulado mediante la repetición de «termina», y apenas posterior a otra bimembración —«más anterior-más transparente»—, cierra el círculo abierto con la observación deslumbrada de un resplandor tumultuoso. Aquí acaba el proceso de fusión: el mar, esa lengua infinita que absorbe toda luz, se vierte en la noche y es, a su vez, absorbido por ella; y así también el mundo. En la noche, donde conviven el resplandor y la tiniebla, metáforas acostumbradas del bien y el mal, del dolor y el placer, de la vida y la muerte, se deposita todo, como en un gran regazo que acogiese los fenómenos del cosmos y las vicisitudes del ser; y en la noche cesan: ya no hay mar, ni tierra, ni palabra, ni yo. Es una conclusión apacible. El hermanamiento deseado.
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