Durante el confinamiento —aquel periodo, ¿os acordáis?, en el que no podíamos salir de casa, porque había un virus asesino por las calles que nos roía los pulmones si lo hacíamos; ha pasado mucho, mucho tiempo de eso, pero yo aún conservo un vago recuerdo—, uno de los trucos que empleé para no asfixiarme en casa fue salir a comprar el periódico, una excepción a la obligación de permanecer encerrados: se consideraba que leer la prensa y estar informado de todo lo relativo a la pandemia constituía un derecho esencial, del que no se podía privar a los ciudadanos. (Yo, antes de que el coronavirus despertase el caos, ya salía todos los días a comprar El País, pero hacerlo como beneficiario de una excepción legal a la mortífera situación en la que nos encontrábamos le daba a aquella tarea rutinaria un extraño aire de aventura). Así pues, todas las mañanas me encaminaba al quiosco más alejado de mi casa, para así andar más, que era uno, muy chiquito, en el centro de Sant Cugat. Allí me encontraba con un genuino búnker antivírico: con un gran cartel en la puerta que establecía la prohibición de que entrara en el local más de una persona; una enorme caja de cartón, adosada al mostrador, que separaba obligatoriamente aún más a los clientes de los vendedores; y un aparato purificador del aire, que, según el mismo artilugio anunciaba, exterminaba todos los bichos que hubiese en el aire, incluyendo a los seres humanos, si se ponía a la máxima potencia. Atendía el quiosco un matrimonio. La señora parecía un buzo: se cubría con dos mascarillas, guantes de látex y un abrigo capaz de desafiar al invierno siberiano; el señor iba menos protegido, pero había desarrollado la habilidad de devolverte el cambio en la mano desde una prudentísima distancia de seguridad, esto es, no te lo dejaba entre los dedos, sino que te lo lanzaba desde la línea de 6,25, y la mayoría de las veces acertaba. Pese a las dificultades de comunicación que causaban aquellas medidas draconianas, enseguida comprobé que la mujer era mucho más parlanchina y, pese a todo, amable que el hombre, que, a veces, ni siquiera respondía a los buenos días (aunque hay que reconocer que aquellos días nunca eran buenos) ni a las gracias que se le daban luego de que acertara con el cambio en la canasta de la mano. Aquella pareja ilustraba inmejorablemente una de las principales diferencias psicológicas entre los sexos: ella gestionaba el malestar hablando, y él, callando. Cuando la pandemia cesó, no dejé de ir a aquel quiosco —el sufrimiento une mucho— y hoy sigo haciéndolo todos los días. El local ya no es una trinchera antivírica, sino que ha recobrado su antigua condición de local modesto, familiar, de barrio, en el que sobrevive eso antaño tan accesible, pero hoy casi imposible de encontrar ya en las ciudades: la prensa escrita. Además de periódicos, el quiosco vende chucherías, juguetes, material de papelería y hasta algunos libros. La señora se ha despojado —hace poco— de su abrigo siberiano y el señor ya no tira de tres, sino que se ha acercado al aro y ahora juega en la pintura. A veces, incluso, las yemas de sus dedos rozan la mano del cliente: lo nunca visto. Pero el cambio más visible, respecto de aquellos tiempos infaustos en los que, enmascarillados, nos conocimos, ha sido la confianza que me tienen. Convertido en uno de sus más fieles parroquianos —yo persistiré en la anticuada costumbre de comprar el periódico hasta que la Parca venga a buscarme, y no abandono la esperanza de que Pedro Botero venda la prensa en alguna de sus calderas: al fin y al cabo, también él necesita estar informado de quién merece estar a su lado en el inframundo—, me reconocen ahora como interlocutor privilegiado y me hacen, gozosamente para ellos, destinatario de sus muchas tribulaciones. Sobre todo, la señora, cuyo nombre desconozco, pese a nuestra acendrada amistad. Resulta que tiene a su anciana madre muy enferma, y ha de cuidarla todos los días, un esforzado menester para el que, como pasa en tantas familias, no cuenta con la ayuda de sus hermanos. Un buen día, por casualidad, la señora debió de decir algo sobre el estado de su madre y observó que yo la escuchaba con atención, mirándola a los ojos, como hago con todo el mundo, y puede que hasta le contara algo de mi propia historia de hijo que hubo de cuidar a su madre, aunque yo no tuviera más ayuda que ella, porque no tengo hermanos. Aquel momento, que se pierde en las brumas postpandémicas, resultó ser el principio de una gran amistad. Desde entonces, apenas hay día en que la señora no me informe de los pormenores de la situación de su madre y de su propio desempeño como cuidadora, entre los que brillan con luz propia los detalles sobre los hábitos higiénicos de la progenitora y su irremediable tendencia a ensuciarse toda, así como los desaguisados administrativos para que le reconozcan a la anciana un grado de dependencia suficiente como para exonerar a los hijos de sus desagradables obligaciones de asistentes sociales y enfermeros. En su caso, como en el de mi propia madre y el de tantos ancianos en España, la Administración sigue el principio de actuar con la mayor lentitud posible, con la esperanza de que la muerte la exonere a ella de la desagradable —y cara— obligación de cuidar de sus mayores. En la letanía diaria de amarguras de la que soy oyente, en la que participan una hermana escurridiza, médicos sin empatía, funcionarios parsimoniosos o ambiguos, un negocio que hay que atender, hijos que están estudiando y no pueden distraerse, y políticos que ojalá críen un cáncer de testículos, recuerdo una vez en que la quiosquera se echó a llorar. Fue un llanto breve pero con fundamento. Yo no recuerdo haber llorado por la demencia y el desmoronamiento de mi madre. A veces, la quiosquera se apiada de mí y me pide permiso para ponerme al día, y yo se lo concedo siempre, claro. No he dejado de escucharla ni de mirarla a los ojos, aunque la que me cuenta sea una historia que ya conozco y, a menudo, me carcoma la impaciencia por leer las noticias del día. Y mientras ella habla, orbita a su alrededor el marido, que corrobora o glosa alguna observación con firmeza masculina y espíritu aledaño. Solo lo he visto reírse una vez —carcajearse, de hecho—: cuando anuncié el modo que tendría yo de ahorrarles a mis hijos el trabajo por el que su mujer estaba pasando, la solución romana, consistente en llenar una bañera de agua tibia, meterse dentro y cortarse delicadamente las venas de las muñecas con una hoja de afeitar: un sistema rápido e indoloro que solo tiene el inconveniente de ponerlo todo perdido y de imponer a los deudos la desagradable obligación de sacar de la bañera el cuerpo desnudo, ensangrentado y desmadejado del suicida. Otro personaje que nos acompaña a todos en los psicodramas geriátricos que se desarrollan diariamente en el quiosco, es un sujeto anónimo que casi todas las mañanas está presente, y que he llegado a preguntarme si no vivirá ahí, como un barfly, pero de la prensa. Lleva siempre una gorra de visera y las manos en los bolsillos, donde a veces suena el entrechocar de llaves y monedas. Da unos pasos arriba y otros abajo del pequeño recinto, y siempre opina, opina sobre todo: unos días las víctimas de sus perspicaces apostillas son los políticos, cómo no, y otros la gente en general, torpe, aborregada, insapiente. “La gente” es, en la boca de algunos schopenhauers de chichinabo, un concepto filosófico. Este hombre engorrado y engorroso es uno de esos vecinos, ya jubilados, que no tienen nada mejor que hacer que entretener a la singüeso con los de la tienda, donde nunca hay mucho trabajo, ni muy intenso. Las horas pasan para todos, entre desgracias de padres, sufrimiento de hijos, gente de pelo blanco, como yo, que aún vienen a comprar el periódico, y jóvenes que entran para comprarle una mochilita al hijo, porque la que tenía se le ha roto, si será trasto.
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