Vivimos como espeleólogos: adentrándonos en la oscuridad, tanteando, aferrándonos a lo que nos rodea, arrastrándonos por pasillos que no llevan a ninguna parte, yendo al fondo.
Se empieza por matar al padre, luego no se le encuentra sentido a la vida, y acaba uno viendo la televisión y saliendo del baño sin lavarse las manos.
Uno busca lo absoluto y solo encuentra pelusas debajo de la cama.
Grafiti carcelario
Preso en el cuerpo, preso en las ideas, preso en la ciudad, preso en el sueldo, preso en la soledad, preso en la familia, preso en la flaqueza, preso en la respiración, preso en el yo, preso en la mortalidad, preso en la muerte, preso en la nada.
Hay muchas otras circunstancias en las que se puede aplicar la famosa exhortación de Beckett —fracasa más, fracasa mejor—: haz más el ridículo, hazlo mejor; pierde más la vergüenza, piérdela mejor; muérete más, muérete mejor.
Atisbamos la eternidad esperando a que el microondas acabe de calentar la leche.
El acúfeno no deja de decirme cosas al oído.
El insomnio nunca duerme.
La soledad lame los entresijos del ser como la lengua del perro los recovecos de los huesos.
En todos vive un terrorista escondido, que acumula ira por las cosas que nos oprimen y el sufrimiento que nos causan. Siempre estamos a una distancia asombrosamente corta de cruzar el semáforo en rojo, de tirar los papeles al suelo y de matar a nuestro vecino con un cuchillo de cocina.
Todo padre condena a muerte a sus hijos.
Nunca he sentido la necesidad de trascender ni de contar con el amparo de la trascendencia. Me espanta la muerte y no renuncio a la pasajera inmortalidad que puedan procurarme los pobres libros que he escrito, pero no recuerdo haber necesitado creer en algo ajeno o superior a mí, ya se llame Dios, civilización extraterrestre, energía cósmica o cualquier otra cosa que induzca a pensar en un ser o unos seres personificados, en una realidad objetivamente existente que, desde las alturas o el más allá, nos cree, juzgue, guíe o condene. Solo existimos el yo y el mundo, y ambas entidades son lo bastante enigmáticas como para atraer toda mi atención y mi interés más sincero. La única realidad en la que creo es la que se deriva del permanente diálogo que sostienen la conciencia y la naturaleza. Las instancias sobrenaturales a las que tantas personas necesitan aferrarse para sobreponerse a la perplejidad de estar vivas y al pavor de tener que morir no son más que el ardid que urde la conciencia para hacer frente a la aspereza de lo conocido y a la enormidad de lo desconocido.
(Epitafio)
Lo peor es el picor de espalda.
En el tren, rodeado de gente que dormita o que mira el móvil, veo que una mujer está leyendo el Libro del desasosiego, de Pessoa. Cuando la miro a la cara, ella me mira también. Ha visto que ando con En las cimas de la desesperación, de Cioran. Nos sonreímos.
Cuando un amigo llora al teléfono por algo que has escrito, es que lo has escrito muy mal.
El aforismo ennoblece la ideúcha.
Un pedo solitario, frágil, desconcertado ante el mundo, temeroso de Dios.
Esta mierda de perro, que no he visto aún, me llama, está llamándome para que le dispense la plena caricia de mi pisada.
Conmueve el amor a los animales de quien tiene un escorpión de mascota, o alimenta a su boa con ratones vivos, o empapela un barrio entero de pasquines porque se le ha perdido un agapornis.
Cada vez que se enteraba de que a algún amigo le había ido bien, se le inflamaba un testículo.
Conócete a ti mismo, pero sin exagerar.
Conócete a ti mismo y luego arrodíllate y pide perdón.
También en las aguas fecales se refleja la luna.
Aguas oscuras, quietas. Si las despiertas de una pedrada, se estremecen como la coraza escamosa de un dragón.
La imaginación en estado quimicamente puro.
ResponderEliminarY el segundo de ellos, "Se empieza por matar al padre...", un delicado tributo al admirable Thomas de Quincey.
No descarto otros guiños literarios que me hayan pasado desapercibidos (los explícitos Pessoa y Cioran aparte), ya que el autor, con su delicadeza --por otra parte, brutal cuando la brutalidad se requiere-- orilla con elegancia los territorios de la pedantería.
Una felicidad leerle.
José Carlos Gallego