Alteri vivas oportet, si vis tibi vivere.
SÉNECA, Epístolas morales a Lucilio, XLVII, 5
El infierno son los otros, dijo Sartre, que no era un hombre de sonrisa fácil. Tenía razón, pero solo la mitad de la razón, porque los otros son también el cielo, si es que hay cielo. Cuando tenemos sed y alguien nos da un vaso de agua, es el otro el que nos lo da. Y cuando tenemos sed de cuerpo y alguien nos da a beber el suyo, también es el otro el que nos lo da. Cuando alguien muere, es el otro el que nos descubre el tamaño de nuestro amor (o de nuestro odio) y la maravilla de seguir vivos. Y cuando somos nosotros los que morimos y alguien nos sujeta la mano, o nos acaricia la frente, o nos besa en los labios, es el otro el que nos consuela del abismo de morir, de la soledad inconsolable de la muerte. El otro es cuanto nos excede y nos recluye: el frío ennegrecido de la tormenta y la negrura caldeada de la intimidad, el oleaje del silencio y la marea de las multitudes, lo que sucede con sangre y lo que adviene con tinieblas. Pero el otro es también la cercanía incomprensible y la vastedad al alcance de la mano. El otro no es solo el que lee estas líneas, si es que las lee alguien; también es el que me permite escribirlas. Hablo porque otro me escucha. Sufro porque otro me duele. Amo porque otro asiente al amor. Soy porque otros son. Yo soy el otro. Sin su respiración, me ahogaría. Sin su enemistad o su indiferencia, la amistad no existiría. Lo que soy, lo soy porque alguien me sabe, porque alguien me dice; porque se opone a mí y, al oponerse, me afirma. Ser es acercarse al otro: acercarse a uno mismo. Cuando le doy un vaso de agua a quien tiene sed, yo bebo esa agua. Cuando ofrezco mi piel a otra piel, me envuelvo en la mía, y cuando permito que la atraviese y que acceda a lo que está más allá de la piel, es mi carne la que me penetra, la que me constituye. La palabra, sin el otro, es solo ruido: un crepitar hueco. El recuerdo, sin el otro, es aire, fuga, nada: una nada menesterosa que zarandean los vientos y consume el silencio. Digo mi nombre y, si nadie me mira, si nadie lo oye, el otro que soy desaparece, y con él desaparezco yo. Para crecer, no solo he de ser yo, sino también otros, muchos, todos, aunque yo sea muy poco, o nada. Para liberarme de la exasperante atadura de la individualidad, que lo corroe todo, necesito el hervor de lo ajeno, de lo que me circunscribe y, al mismo tiempo, me impulsa; también de lo desconocido, de cuanto me arrastra al lugar que no sé, al yo que no poseo. El otro se introduce en mí y, una vez dentro, me mira con mis ojos. Y en esos ojos veo ciudades, reconozco a hermanos, saludo hecatombes, convivo con bestias. En sus pupilas se dibujan las fronteras de la conciencia, esas lindes bastardas por las que transitan los proscritos y en las que encuentran refugio los desamparados. Decir yo es decir tú, o él, o nosotros, o nadie: pero siempre algo fuera de uno, dentro de uno, que nace en los demás, que muere en todo: en sí. El otro es el que nos lleva de la mano hasta nuestro centro, aunque solo seamos arrabal, y el que alumbra, con la vara de zahorí de su alegría o su desconsuelo, la corteza que nos contiene. El otro es nuestro corazón y el corazón del mundo.
"La prueba de un mérito extraordinario está en ver que aquellos que más lo envidian se ven obligados a elogiarlo". La Rochefoucauld.
ResponderEliminarGozas del prestigio, aún no de la fama; te falta la popularidad, no la grandeza.
No me cabe duda, Eduardo, de que tu inverosímil fecundidad imaginativa es aviso del genuino talento.