Camino de la Galería de las Colecciones Reales, junto a la fea catedral de la Almudena, en Madrid, paso por delante de la no menos fea sede del Ejército del Aire y del Espacio, pero no puedo dejar de apreciar la vibración lírica de su nombre: ejército del aire y del espacio. ¿Un enjambre de abejas que oscilase por un prado podría considerarse un “ejército del aire y del espacio”? ¿O una lluvia de estrellas que atravesara el firmamento? ¿O las gotas de un melancólico aguacero? Un poco más allá, experimento la sensación contraria: me cruzo con el autobús número 1, cuyo destino es la plaza de Cristo Rey —junto a la que, de hecho, estoy—, y soy incapaz de apreciar ningún eco místico o poético en ese nombre, Cristo Rey. Desde que, en la facultad de Derecho, a principios de los 80, me persiguieran —a mí y a otro rojos indeseables— algunos vándalos, fieles de Blas Piñar, enarbolando bates de béisbol y botellas de champán (y no para que brindáramos con ellos), al grito de “¡Viva Cristo Rey!”, soy incapaz de oír este nombre sin sentir un escalofrío, o más de uno. Aún de camino al nuevo museo, paso junto a un edificio esquinero con un bonito templete, uno de cuyos bustos, con la nariz rota, parece la cabeza de Charles Laughton. Justo debajo de la egregia figura, un joven encorbatado y muy gesticulador grita al móvil: “¡Que se joda! ¡Pues se queda sin casa!”, y yo me asombro de la ligereza, y acaso la perfidia, con que algunos resuelven los asuntos inmobiliarios. Llego, por fin, al Palacio Real, frente a cuya entrada —vigilada por cuatro guardias reales, dos a pie y dos a caballo, con sus uniformes rojiazules y, los jinetes, con sus lanzas rematadas por banderines rojigualdos— se amontonan los turistas y, en general, personas que hacen fotografías. Qué obsesión en todo el mundo por retratar a los soldados de juguete que decoran las sedes de la realeza. Encuentro otros dos guardias reales montados en la plaza que separa el Palacio Real de la Almudena; uno es un cabo, y está más gordo de lo aconsejable: su caballo ha de sufrir. Lucen todas sus galas decimonónicas, y hasta esbozan una sonrisa para salir más favorecidos en las fotos con que no dejan de ametrallarlos los turistas que los rodean. No lejos de ellos, montan guardia también uno que ha plantado unos enormes muñecos de Homer, Bart y Maggie Simpson (Marjorie no está) con la esperanza de cosechar algunas monedas por semejante despliegue de imaginación, y otro que fotografía a los turistas detrás de unas figuras de cartón sin cabeza que representan a toreros y flamencas. Todo valleinclanesco, como debe ser. Accedo, por fin, al multipremiado edificio que alberga las Colecciones Reales, obra de Tuñón y Mansilla, y empiezo a bajar, porque eso es lo que se hace nada más entrar: bajar por unas rampas hasta los diferentes niveles con los fondos de la colección. (Dejo atrás un caso de injustificada discriminación: la señorita de la entrada sonríe y da la bienvenida a todo el mundo que pasa, pero a mí no. ¿Qué me habrá visto para limitarse a escanear con la maquinita el código de barras del tique y no decir ni una palabra?). En la planta primera (esto es, la menos 1), se encuentran los bienes de la dinastía de los Austrias. Sobre todo, hay tapices, muchos tapices. Dado el origen alemán del linaje, es lógico que sea así: en Flandes, el tapiz era entonces uno de los mayores símbolos de poder, y una pieza artística de primer orden, que se tejía muy ricamente. Llaman también la atención las armaduras de hombres y monturas: vemos la testera y la silla de montar de Felipe el Hermoso, y también esas mismas piezas y el arnés de Carlos V en la batalla de Mülhberg (que tantas veces hemos visto en el óleo celebratorio de Tiziano); cerca, se alza la armadura completa del emperador, lujosa pero más bien pequeña: no debía de ser muy alto (a diferencia de Felipe el Hermoso, que era un mocetón), y además no le protegía los pudenda, apenas cubiertos por una muy traspasable redecilla. Descuella asimismo la armadura ecuestre de Felipe III, aquel rey pasmado que quería pero al que no le dejaban ver desnuda a la reina, según Torrente Ballester, y promotor de la rarísima Pax Hispanica, el periodo de paz que se vivió durante su reinado, entre 1598 y 1621; y digo “rarísima” porque desde 1492 hasta 1660 España estuvo prácticamente siempre en guerra: había un imperio que defender. Pronto reparo en los libros expuestos en las vitrinas, en los que muy poca gente se detiene, y admiro los manuscritos de la Historia general de las cosas de la Nueva España, de Bernardino de Sahagún, la Historia general y natural de las Indias (partes I y II), de Gonzalo Fernández de Oviedo, y la Relación de Michoacán, atribuido a Jerónimo de Alcalá. Pero la mejor pieza es, sin duda, la editio princeps de la primera parte del Quijote, la impresa por Juan de la Cuesta en 1605, que descansa, en un expositor único, al pie de sendos retratos de Felipe III —bajo cuyo reinado se publicó—, su esposa, doña Margarita de Austria-Estiria, y la hija de ambos, Ana María Mauricia de Austria y Austria-Estiria. Cuando estoy examinando el Quijote, un rebaño de turistas, pastoreado por una guía, se arremolina frente a los cuadros y me rodea. La guía perora sobre Felipe III y su augusta familia, y señala, perspicazmente, que algunas de las joyas que lucen las damas de los cuadros han sido utilizadas también por doña Sofía y por Letizia —así, sin el “doña” delante—, lo que suscita murmullos de admiración entre el público. Sin embargo, no dice ni una palabra del libro que tenemos todos delante, y se me ocurre que la situación refleja bien el estado de las humanidades y, en general, los intereses de la sociedad en nuestro país. Escapo de la melée y prosigo la visita. El arte está muy bien representado en esta planta: aquí están el famoso retrato de Isabel la Católica, de Juan de Flandes, y un políptico de este mismo artista, con quince escenas de la vida de Cristo para uso devocional de la reina; los conocidos retratos al óleo de Carlos V, de Juan Pantoja de la Cruz, y de Felipe II, de Antonio Moro; la Alegoría de la Santa Liga, de El Greco; un Cristo crucificado de Tiziano; un espectacular Caravaggio: Salomé con la cabeza del Bautista, fechado en 1607, en el que a la decapitadora Salomé le asoma un pecho muy blanco que la radical oscuridad circundante vuelve luminoso; y varias piezas de Luca Giordano, José de Ribera y Velázquez: de este, un retrato minúsculo del Conde-Duque de Olivares, de 1638, en que el valido luce mostachazo, prominentes mofletes (él no pasaba hambre, como muchos españoles) y una expresión pícara, y un Caballo blanco sin jinete, con las manos alzadas y, en mi modesta opinión, un tanto desproporcionado: con la cabeza muy pequeña. En la cartela que informa sobre un lienzo de Andrea Vaccaro, Descanso en la huida de Egipto, observo una falta de ortografía: Descanso en la huída (sic) de Egipto, dice. Quien ha descansado en este cuadro, ha sido el encargado de Patrimonio Nacional de redactar o supervisar la información. Además de los cuadros, por todas partes nos acompaña el lujo: yelmos con incrustaciones de oro, suntuosas sillas de montar, conspicuos relojes (incluyendo un curioso reloj-candil), preciosos relicarios —el de San Jerónimo es una geoda de cristales morados—, biblias ilustradas, mapas, sagrarios, un encantador espinario, atribuido a Guglielmo della Porta, y una delicadísima corona de la segunda mitad del siglo VII, perteneciente al tesoro visigodo de Guarrazar. Casi toda esta riqueza, que subrayaba por contraste la miseria en la que vivía España, pese a ser un imperio, durante el reinado de los Austrias, proviene de América, cuya conquista supuso un flujo incesante de metales preciosos y recursos materiales, que, no obstante, se dilapidaban en las guerras de religión, las necesidades defensivas del imperio y el boato de la monarquía y las clases privilegiadas, y apenas beneficiaban a la población. La conquista también conllevó un mar de males a las tierras y los pueblos conquistados, por más que el hiperventilado nacionalismo español de ahora haya hecho de combatir la leyenda negra una de sus causas más señeras y no deje de invocar las bondades de la presencia española en el Nuevo Mundo. Pero los españoles no fueron a América para ser buenos y misericordiosos, como no lo han hecho los súbditos de ninguna metrópoli: fueron allí para ganar fama, tierras y riqueza, y bien que lo hicieron, aunque de poco aprovechara a los que se quedaron en España (y, a menudo, tampoco a los conquistadores). Me despido de la planta de los Austrias que me han suscitado estas incómodas reflexiones admirando un cuadro de Carlos II adolescente, de Juan Carreño de Miranda, en que el enfermizo monarca, con el que se extinguió la dinastía, aparece pálido, prognático y luctuoso; los testamentos de Felipe II y del propio Carlos II; y una impresionante carroza negra de Mariana de Austria, la esposa de Felipe IV, en madera de nogal y palosanto, ebonizada, barroca, con el interior de terciopelo con hilo de plata, que sugiere pensamientos aún más lúgubres que los antes esbozados. El único contrapunto de color, que se agradece, lo aporta una escultura, El arcángel san Miguel venciendo al demonio, de Luisa Roldán, que parece una falla. La segunda planta (la menos dos) exhibe las colecciones de los Borbones, que accedieron al trono de España, en la persona de Felipe V, después de que Carlos II muriera sin herederos y la dinastía francesa se impusiera en la sangrienta Guerra de Sucesión. Es lógico, pues, que un espectacular Felipe V a caballo, de Louis-Michel van Loo, nos reciba al iniciar el recorrido. (Entiendo menos por qué se expone en esta sala un cuadro de Carlo Maratta, Lucrecia dándose muerte, en el que la santa, para defender su honra, se clava un puñal en un seno desnudo, que, por su fecha de composición, 1685, debería estar con los Austrias). También el hijo de Felipe V, Carlos III, aparece, un poco más adelante, en todo su esplendor —con fastuosos ropajes de armiño y oro—, en un retrato de Anton Raphael Mengs; un esplendor que desmiente, o al menos matiza, una nariz descomunal. En cambio, el hijo de este, Carlos IV, retratado por Goya, no destaca por su grandeza, sino por su gordura y su fealdad, y aún menos su mujer, María Luisa de Parma, que parece una cacatúa (no lejos de la cual encontramos a Manuel Godoy, pintado por Joaquín Fuza, con quien la reina intercambió, al parecer, algo más que despachos oficiales). Tan poco atractivo debía de ser el rey que Juan Bauzil lo pintó de espaldas en 1818 (así se titula el cuadro: Carlos IV, de espaldas): solo se le ve la cabeza, de color pajizo y con una coleta en la que se ha anudado un lazo negro, por detrás. El lujo que se despliega en las salas es, otra vez, apabullante: hay tibores chinos de la primera mitad del siglo XVIII, rasos de seda de Antonio Gómez de los Ríos con episodios del Quijote (en el palacio del duque, el manteo de Sancho Panza), un altar portátil de 1734, sillones y muebles de todas clases, siempre riquísimos, vajillas finas, chinerías exquisitas, arcabuces, arquetas, cristalerías, porcelanas, espejos, palanquines y un largo etcétera de objetos que demuestran la opulencia de la corte española. Me detengo especialmente en el gabinete musical, que reúne un arpa de pedal, un pianoforte vertical, otro de teclas historiadas (que tenían que destrozar los dedos) y, lo más raro, un quirogimnasio, una pequeña tabla con diferentes mecanismos, diseñada para que los pianistas ejercitasen los dedos. En esta planta de los Borbones hay menos libros que en la de los Austrias, y eso me desilusiona. No obstante, me alegra encontrar un ejemplar de la Constitución de 1812, la primera norma fundamental de inspiración liberal y, en un sentido lato, democrática de nuestro país, aunque durase tan poco. La liquidó Fernando VII, aquel rey de pene muy grande, cerebro muy pequeño y moral más pequeña todavía, de quien se ha traído a la sala el llamado coche de la Corona Real, por ostentar en el techo eso: una gigantesca corona real. El vehículo, construido hacia 1830 con todas los adelantos de la técnica —tiene doble suspensión, por ejemplo—, luce en las portezuelas diez figuras de mujer que representan las virtudes de la monarquía. Pero, al contemplarlas, yo me pregunto: ¿qué virtudes? Fernando VII no demostró ninguna con su pueblo, sino solo desprecio y tiranía. Su hija, Isabel II, se muestra sosteniendo un abanico en una fotografía coloreada de 1872, y no puedo dejar de pensar, una vez más, que la estirpe borbónica no ha sido especialmente agraciada por la madre naturaleza: Isabel andaba sobrada de kilos y no era lo que se dice muy galana, aunque sí, se conoce, muy fogosa. Y su marido, el escuchimizado rey consorte Francisco de Asís de Borbón, que aparece pintado por Federico Madrazo, no parecía capaz de aplacar esa fogosidad, lo que le mereció las crueles burlas del pueblo. Quizá explique las generosas hechuras y los ardorosos impulsos de Isabel II que fuese atetada por una robusta ama de cría, Francisca Ramón, a la que pintó Vicente López Portaña como reconocimiento de su meritoria labor. En el cuadro, la tal Francisca aparece ataviada con sus ropas tradicionales de pasiega o vasca, porque, al parecer, las nodrizas de palacio eran, sobre todo, pasiegas o vascas, a las que se consideraba mejor dotadas por la naturaleza para amamantar a los hijos de la aristocracia. De los últimos miembros de la dinastía borbónica antes de llegar a la familia ahora reinante, Alfonso XII y Alfonso XIII, me quedo con un elegante retrato a caballo del segundo, de Ramón Casas, y otro de su bella esposa, Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la reina Victoria, que, según se nos dice, era una apasionada lectora (en una vitrina se exponen varios libros de su biblioteca, llena de clásicos ingleses: Robinson Crusoe, Peter Pan, Orgullo y prejuicio, y también de un sorprendente Epithalamion and Amoretti, de Eduard Spenser) y que debió de preguntarse muchas veces qué hacía casada con el rey de un país que celebraba su boda tirándole no arroz, sino una bomba al carruaje en el que viajaban. Pero, en fin, Victoria Eugenia era inglesa y, por lo tanto, estoica. Y por eso aguantó con tanta discreción el interés de su esposo por la pornografía y sus incontables infidelidades (e hijos bastardos), amén de su lamentable desempeño como monarca. Una de las pocas cosas buenas que hizo Alfonso XIII fue crear una Oficina de la Guerra Europea en el Palacio Real, cuya misión era localizar a civiles y soldados apresados o desaparecidos en la contienda, y que recibió más de 200.000 solicitudes (aunque no se especifica cuántas atendió). De la encomiable labor de esa Oficina consta en la exposición una carta de Miguel de Unamuno, de 1916, en la que pregunta por el paradero de dos vecinas de Lille, en Francia. Por desgracia, las colecciones reales llegan hasta aquí: el reinado y derrocamiento de Alfonso XIII. Nada hay de los reinados de Juan Carlos I ni de Felipe VI. Puede entenderse que los bienes de este no se consideren todavía históricos, pero no tanto que los del rey emérito hayan quedado excluidos de la exposición. En cualquier caso, al salir de la Galería, me resarzo de esta moderada y algo morbosa frustración atizándome en Casa Nicasio un castizo menú, consistente en una sopa de pollo con verduras, una cinta de lomo con huevo y patatas fritas, y un pionono de Santa Fe que están para levantar a un muerto.
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