jueves, 4 de abril de 2024

Surco, más y mejor

Hace exactamente un año apareció el número 0 de una nueva revista de poesía, Surco. Cuadernos de Poesía, publicada en Sevilla por el fundador y director de la editorial Hojas de Hierba, Antonio Lopez Cañestro. En una entrada de este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2023/04/surco.html), saludaba yo aquella aparición, y elogiaba el carácter duro de la revista —solo en papel, con un diseño que aunaba clasicismo y modernidad, carácter exclusivamente poético y contenidos por completo alejados de las modas o la banalidad— en estos tiempos líquidos y licuefactores. Ve ahora la luz el número 4 de la publicación. Su continuidad confirma la consolidación del proyecto, algo particularmente meritorio, como digo, en una época en la que lo digital, aunado con lo frívolo, prevalece hasta casi asfixiar otras formas de hacer cultura, o, por lo menos, las empequeñece o confina en los márgenes menos frecuentados de la literatura (y de la atención social). El número contiene, como todos los anteriores, una interesante variedad de propuestas, entre las que destacan las voces de autores hispanoamericanos, de gran calidad, pero poco conocidos todavía en España: lo abre una breve pero sustanciosa reflexión de Imre Kertész sobre “El intelectual superfluo”, casi un pleonasmo en nuestra época. En la sección central dedicado a la creación poética, encontramos a los argentinos Hugo Mujica, Florencia Lobo y Yamila Transtenvot, a la uruguaya Laura Cesarco Eglin y al español Carlos Jiménez Arribas, un magnífico poeta, escritor y traductor que ha estado apartado de la primera línea de la poesía durante demasiados años, y que celebro vuelva a la brega creativa. La sección “Magnum Opus”, que pretende profundizar en la obra de un autor, está dedicada a otro argentino, Lucas Margarit, con poemas de tres de sus libros: Bernat Metge, Telesio y Monteverdi (uno de los de este último se abre con unos versos del gran Arnaldo Calveyra: “No supe que estaba triste hasta que me pidieron que cantara”; los epígrafes dicen mucho del gusto y la sensibilidad de quien los consigna). La sección “De Profundis”, por su parte, es un tributo al poeta venezolano Reynaldo Pérez Só, recientemente fallecido —en 2023—, uno de los grandes nombres ocultos de la poesía de su país, que le rinde su compatriota, la también poeta Edda Armas. Los poemas que ilustran el desempeño de Pérez Só pertenecen al poemario Para morirnos de otro sueño. En el apartado de traducción conviven el francés Roger Gilbert-Lecomte, sabiamente traducido y presentado por Julio Monteverde; la gallega Lara Dopazo Rubial, que traduce sus propios poemas; el catalán Francesc Parcerisas, cuyas cinco hondas y delicadas piezas —características ambas, la hondura y la delicadeza, de toda su poesía— he vertido yo al castellano; y, finalmente, Miren Agur Meabe, de cuya presentación me he encargado asimismo yo (reproduciendo el artículo “Un libro, una vida” con el que saludé la publicación en castellano del libro con el que ganó en 2022 el Premio Nacional de Poesía, Cómo guardar ceniza en el pecho), y cuyos poemas, escritos originalmente en vasco, ha traducido también ella misma. La última sección, “Entrada de carruajes”, recoge una conversación entre Allen Ginsberg y Ezra Pound, puesta por escrito por Michael Reck y traducida por Carlos Martínez Arribas. Mi principal contribución al número, además de la traducción de Parcerisas y la presentación de Meabe, ha sido un extenso artículo —o breve ensayo— sobre la poesía de la escritora malagueña María Victoria Morales, que fue otra creadora escondida, pero de una voz poderosísima, y buena amiga mía hasta su fallecimiento en 2016: “Poesía que estalla. Sobre la obra poética de María Victoria Morales”. Siempre he pensado que la poesía de María Victoria merecía una atención que la crítica no le había prestado ni antes ni después de su muerte, en parte por sus pocos libros (cinco), precariamente publicados, pero también por su personalidad insumisa, refractaria a la contemporización y el autobombo, un tanto ácida. Ojalá este análisis y celebración de sus poemarios, que me alegro mucho de que Antonio López Cañestro haya acogido en Surco, contribuyan a la recuperación de su figura o, al menos, a que el olvido no la consuma tan deprisa como nos consume a todos. Digamos, por último, que las ilustraciones de este número de primavera de Surco siguen, como los contenidos, en la línea feliz de los anteriores, desde la de cubierta, Le Tour du Monde, un lienzo de unos niños que juegan en un aula, del francés André Henri Dargelas, que reproduzco más abajo, hasta las impresionantes fotografías de Bukowski y Ginsberg que ilustran la conversación entre ambos. 

Transcribo el poema “Retrat del poeta” (‘Retrato del poeta’), de Francesc Parcerisas, con mi traducción:

Xiula el vent, l’aigua s’ha glaçat
a les canonades, neva.
Fa hores que és fosc
i es formen caramells de gel
a les teulades.
Que n’és, de bo, tancar el llibre,
bufar la bugia que crema sobre la taula
i, a la claror de la llar de foc,
arraulir-se al llit, sense sorolls,
per no desvetllar el son d’aquest cos jove
que ja fa estona que descansa, pur.
Ara, colgat sota les flassades, tanca
els ulls i rememora aquest dia
no gaire diferent de tots els altres.
Frueix d’aquest petit moment de plaer
que tot s’ho val, abandonant la mà
sobre un pit que sospira, adormit,
la cara en la tofa flonja dels cabells.
¿Serà així, la mort?
¿Benvinguda com aquesta son que et pren,
dolcíssima, sense retrets ni greuges,
agraint només els dons incommensurables de la vida?
¿Serà així que, en el camí de la fosca,
anirem a l’encontre de la llum?

Sopla el viento, el agua se ha helado
en las tuberías, nieva.
Ha oscurecido hace horas
y se forman carámbanos
en los aleros.
Qué agradable, cerrar el libro,
apagar la vela que arde en la mesa
y, a la luz del hogar,
acurrucarse en la cama sin hacer ruido
para no despertar a este cuerpo joven
que hace mucho que descansa, puro.
Ahora, arrebujado en las mantas, cierra
los ojos y recuerda este día,
no muy distinto de los demás.
Disfruta de este instante de placer,
merecido, con la mano abandonada
en un pecho que suspira, dormido,
y la cara en la blanda espesura del cabello.
¿Será así la muerte?
¿Bienvenida como este sueño que te transporta,
dulcísimo, sin reproches ni agravios,
agradecido por los dones inconmensurables de la vida?
¿Será así como, camino de la oscuridad,
iremos al encuentro de la luz?

Y también el principio de mi trabajo sobre María Victoria Morales:

María Victoria Morales era una poeta singular. Todo poeta lo es, supongo, pero ella reunía algunas características que la particularizaban aún más. Había nacido en Málaga en 1953 en el seno de una familia republicana, y crecido «cuando todavía la posguerra empedraba la vida y las lentejas», como dice en una carta que me dirigió el 29 de marzo de 2003. Quizá por eso, y tras licenciarse en Geografía e Historia (aunque habría preferido la bioquímica y la neuropsiquiatría, según dice también), a principios de los años setenta decide abandonar España y refugiarse en aquel Londres que era paradigma de libertad y hasta de locura. La joven poeta experimenta casi todo lo que podía experimentarse en aquella capital de la música y el teatro internacionales, del debate y las protestas políticas, de los pubs ruidosos y el hash a buen precio en los tugurios del Soho, de los jóvenes airados, los sex shops y las tribus urbanas de las que había tanta noticia en España como de los pueblos salvajes de Papúa-Nueva Guinea. Se le ofrece entonces una beca de investigación en la Universidad de Oxford, pero ella decide volver a su ciudad natal.  A su regreso, pasa dos años ejerciendo oficios diversos, incluyendo la crítica de arte, y acaba por hacerse profesora de instituto. Se dedicará a la enseñanza hasta que, por sus problemas de salud —varias depresiones y el síndrome de Forrestier, una enfermedad degenerativa de la columna—, se jubila anticipadamente y fallece en Málaga en 2016. 
Yo la conocí en los primeros años de este siglo, gracias a la mediación del poeta y editor Sergio Gaspar, a quien María Victoria había hecho llegar un libro, Mâtrka: del decir de la luz, para que considerara publicarlo en su sello, DVD —de cuya colección de poesía yo era entonces codirector—. Sergio, que se esforzaba por crear lazos entre los poetas, advirtió semejanzas en nuestras poesías y la remitió a mí. María Victoria me escribió entonces una carta, fechada el 10 de marzo de 2003, en la que se presentaba, y que dio inicio a una larga amistad. La conocí en 2004 en Málaga, donde ella vivía y donde el Centro Cultural Generación del 27 me había invitado a leer unos poemas. Le pedí a María Victoria que presentara mi lectura, y ella lo hizo con amabilidad y diligencia. La visité después en su casa, cuyas paredes recuerdo tapizadas, de suelo a techo, de dibujos y cuadros, prueba de su indeclinable pasión por el arte y también recolección de aquellos años en los que se había dedicado profesionalmente a la crítica de pintura. Era una mujer arrolladoramente inteligente, pero también delicada y escuchadora. La lucidez y la ternura se aliaban en una personalidad inquieta, fiel a sus amigos y entregada al pensamiento y las artes. María Victoria me presentó en aquellos días a otra persona de gran calado humano e intelectual, Pedro José Vizoso, hoy profesor en una universidad de Nebraska, con quien trabé, como con ella, una amistad perdurable. Con María Victoria me mantuve algunos años en contacto epistolar y por teléfono, en conversaciones siempre cordiales e iluminadoras, pero la distancia se impuso entre ambos cuando me fui a vivir a Londres, la misma ciudad a la que ella se había escapado de joven, huyendo de un entorno sórdido y hostil. Perdimos entonces la conexión y luego, por Pedro, supe que había fallecido, tristemente con solo sesenta y tres años.
María Victoria Morales fue siempre una gran lectora, cuya transformación en escritora se produjo en los primeros años ochenta. En 1982 destruye todo lo que ha esbozado hasta ese momento y compone los dos primeros libros que considera aptos para publicar. Ambos vieron la luz una década después: Bathing —en realidad, una plaquette de cinco poemas— se publicó en el Ateneo de Málaga en 1992,  y Batiburrillo, en la editorial Endymion —la que hacía aquellos libros vigorosamente anaranjados— en 1993.  Su tercer libro, Aularium, iniciado también en 1982 pero concluido en 1984, apareció en los Cuadernos del Sur. Publicaciones de la Librería Anticuaria El Guadalhorce, de Ángel Caffarena, asimismo en 1992.  Rerum et musicae, escrito en 1992, se publicó en la colección de poesía de la editorial Libertarias Prodhufi en 1994, y, finalmente, su último libro, Las aguas que suben, que abarca poemas escritos entre 1992 y 1996, pero ampliamente corregidos hasta su publicación —María Victoria era una correctora obsesiva de sus versos; en sus cartas cita a menudo a Quintiliano como inspirador de su pulsión por corregir—, lo hizo en la colección «Ancha del Carmen», del Ayuntamiento de Málaga, en 2006. A fecha de hoy, existe una página web sobre María Victoria, pero incompleta, insuficiente y probablemente abandonada. En su «Obra publicada» —que se presenta bajo el necrófilo título de «Columbario poético»— no aparecen las cubiertas ni de Bathing ni de Rerum et musicae, que apenas se mencionan en una escuetísima «Bío». Y en el apartado de «Obras inéditas», se relacionan cuatro, Planto, Collar de Hathor, Pteroentha Zerá y La rosa de los vientos, pero solo se transcriben cinco poemas de la primera, que la página web indica escrita en 2002, cuando, según indica la autora en las cartas que me dirigió el 18 de septiembre de 2003 y el 13 de junio de 2007, Planto se compone de veintitrés poemas, escritos en 1998. Por otra parte, la correspondencia de María Victoria Morales tanto conmigo como con el poeta y escritor José Ángel Cilleruelo revela que trabajó en muchos otros proyectos de libros (Non sense: animales sagrados [que estuvo a punto de publicar en una conocida editorial madrileña, pero cuyo editor se desdijo del compromiso adquirido en el último momento], Vademécum de las estrellas, Frutos de Eros, Imago vitae, imago mortis, Mâtrka: del decir de la luz [el libro que ofreció a DVD, también sin éxito], La piedra y el hueco, La sed, Ventana a la luz), de los que incluyó algunos poemas en sus cartas, pero de estos tampoco se habla en su página web, aunque es muy posible que la poeta los desechara o incluso destruyese —y en alguna de sus misivas así lo confirma, por ejemplo, de Vademécum de las estrellas, que afirma haber abandonado—. Que María Victoria Morales empezara a publicar tardíamente, con casi cincuenta años, que sus libros viesen la luz siempre en colecciones locales o en editoriales capitalinas pero excéntricas, de escasa e irregular distribución (y en ediciones poco cuidadas, con demasiadas erratas), y que aún hoy buena parte de su obra siga siendo desconocida, autoriza a considerarla una «poeta secreta», como hace Dináh Torrevejano en quizá el único estudio aparecido hasta el momento sobre su poesía, «Sobre la naturaleza de la creación poética. Bathing, de María Victoria Morales». No obstante, a la vista de las continuas quejas de la poeta en su correspondencia por las dificultades que encontraba para publicar sus libros y la falta de recepción crítica de los que sí conseguía dar a conocer, cabe dudar de que, como sostiene Torrevejano, María Victoria Morales cultivara esa condición de escritora secreta y mucho menos que se sintiera a gusto con ella. (...)

2 comentarios:

  1. Querido Eduardo. Soy Teresa Domingo. Conocí a María Victoria Morales cuando me envió, hace muchos años años su libro Las aguas que suben. Lo leí y me entusiasmé. Le envié un comentario
    detallado de cada uno de sus poemas y se lo envié, añadiendo un libro mío de poesía, El gravitar del agua. Ella me respondió con una crítica de cada poema mío y su número de teléfono. Por timidez no la llamé y luego me he arrepentido. Ahora me entero por tu entrada que murió hace ocho años. Era una gran poeta y espero que sus libros se reediten y ocupe el lugar que tanto se merece.

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