martes, 9 de abril de 2024

Ser de incertidumbre

Los paquetes llegaron ayer como suelen llegar: arrugados y baqueteados, envueltos con una cinta adhesiva marrón que en algunos puntos había empezado a separarse ya, con los bastos cartones llenos de papeles pegados en los que constaba la dirección del remitente y del destinatario, y de la mano del repartidor de Honduras o Colombia, con gorra y mono azul, que me pidió el número del deneí y me indicó con un gesto de la cabeza que ya podía coger los dos pesadísimos bultos de la carretilla transportadora, aparcada en el descansillo, y meterlos en casa. Y así lo hice. En aquellos dos paquetes iba la obra de mi vida: los tres volúmenes de Ser de incertidumbre 1994-2023 que recogen (casi) toda la poesía que he escrito desde que empecé a darme a ella, a principios de los 90. No fue, pues, una llegada gloriosa, con fanfarria de trompetas y timbales, coronación de laurel y revuelo jubilar de musas, sino muy corriente, corrientísima: prosaica. Pero, no obstante su prosaísmo, me emocionó. Era una emoción tranquila —la de quien sabe que lo que hace tiene hoy una relevancia mínima para un número infinitesimal de letraheridos—, pero emoción al fin y al cabo. Por poco que seamos en este mundo —y, reconozcámoslo, no somos nada, como se decía antes en los funerales—, ver materializarse lo que ha justificado nuestra existencia, lo que ha dado respuesta —breve, frágil, incompleta— a la pregunta de nuestra razón de ser en el mundo (una pregunta que no tiene sentido que nos hagamos, pero que no podemos evitar hacernos; al menos, yo no puedo), alegra y tranquiliza. Pero me estoy poniendo filosófico y, peor aún, existencial. Y lo que quería contar en esta entrada era solo que los tres volúmenes de Ser de incertidumbre ya existen. Han visto la luz en la colección “PoesíaReunida”, de la editorial Dilema, dirigida desde hace algunos años por el poeta y crítico Antonio Ortega, y en la que han aparecido ya las obras de autores sobresalientes, como Miguel Suárez, Tomás Sánchez Santiago, Luis Suñén o Esperanza Ortega, entre otros. Los tres volúmenes de Ser de incertidumbre tienen títulos propios: “La respiración del mundo”, el primero; “La voz de la herida”, el segundo; y “La soledad”, el tercero. Y abarcan desde el que considero mi primer libro, Ángel mortal, hasta el último publicado hasta 2023, Hombre solo, aparecido un año antes. Fuera han quedado el primer cuaderno que publiqué, Razón de ser, en Salamanca y 1992, y que he considerado tan primerizo e ilegible como para excluirlo de la recopilación, y el último que ha salido de la imprenta, Poemas enumerativos, en la zaragozana Olifante, hace unos pocos meses, fuera ya del arco temporal que describe Ser de incertidumbre. El tercer volumen, “La soledad”, incluye, además de los tres poemarios publicados entre 2018 y 2023, un apartado con la poesía dispersa: poemas sueltos, circunstanciales, publicados en revistas o antologías; algo que, en cualquier caso, he practicado poco, porque, como he dicho en otras ocasiones, yo no escribo poemas, sino libros: me cuesta crear sin la apoyatura de una estructura orgánica en la que los poemas crezcan y se articulen— y la poesía inédita; otro con los prólogos y epílogos que he escrito para algunos de mis títulos; un tercero con los prólogos que han aportado otros autores a algunos poemarios (Rosa Navarro, Juan Manuel Macías, Jordi Doce, Tomás Sánchez Santiago); y, finalmente, una bibliografía. El conjunto está precedido por el luminoso prólogo del poeta, ensayista y profesor José Antonio Llera. El título no es más que mi definición del ser humano: una criatura signada por la incerteza (con la terrible excepción que supone la seguridad de morir) y el estupor, entregada a un tiempo —corto— de confusión y búsqueda de consuelo, pero que encuentra en esa misma incertidumbre su más honda razón existencial. Mientras escribo estas líneas de presentación, tengo los tres volúmenes a la vista en mi mesa de trabajo y, junto a la satisfacción por que existan, no puedo evitar sentir algo de pudor (no quiero decir “vergüenza”, aunque la vergüenza sea un sentimiento revolucionario) por haber escrito (y publicado) tanto. Son muchos libros, demasiados; y lo más preocupante es que todavía no se me han quitado las ganas de escribir. Pero si no se me han quitado, es porque tampoco se me han quitado aún las de vivir. Un escritor no es más (ni menos) que alguien que escribe. Y eso es lo que soy y, por consiguiente, lo que hago: escribir. A estas alturas de la vida, he orientado todo mi ser a la literatura: todo lo que hago, y siento, y pienso, nace y desemboca en la palabra. La palabra mueve mi ser, pero también lo recibe: soy un círculo verbal que va del yo al mundo y del mundo al yo. Pero otra vez me estoy poniendo metafísico, y no quería. Lo único que deseaba decir es que estoy contento por que todos esos libros que he escrito con esfuerzo e ilusión, pero echado al mundo como quien tira una botella al mar o da un hijo a la inclusa, todos esos libros en los que depositado angustias y esperanzas, júbilos y tristezas, todos esos libros que no son más que el fruto de una conciencia lingüística exacerbada y una pasión irredimible por el lenguaje, todos esos libros, decía, se hayan juntado ahora en una sola realidad que, para bien o para mal, me define y me explica.

En el prólogo, José Antonio Llera ha escrito:

[La poesía de Eduardo Moga es la] extenuación de la nada que somos y, a la vez, necesidad apremiante de nombrar el mundo, como los cronistas de Indias, un mundo que se desborda permanentemente delante de nosotros. Existencialismo es un término que le cuadra, pero que también se antoja insuficiente y vago. No hace falta decir que esta poesía nos golpea en la frente con el reloj de arena barroco, con la vanitas (“el desatino del nacimiento” se dice ya en la primera página). Sin embargo, si hablamos únicamente de existencialismo, creo que decimos poco. Para mí, la poesía de Eduardo es sobre todo una poesía fenomenológica. Primero porque arranca de una conciencia encarnada, porque explora los abismos de la identidad a partir de sensaciones que recibe un yo absorto. Sensaciones corporales y viscerales. Se piensa a partir del cuerpo, que también es observado, pensado como viviente, entre los alquitranes vinosos de la soledad: “Lo que soy / crece en este cuerpo individual, / abastecido por un corazón escéptico / cuyo destino es la ceguera”. Luego es cierto: poseemos cuerpos y actuamos a través de ellos, en sus frágiles corazas resuenan los sonidos y estallan los colores. No se trata de máquinas que registran sensaciones. El cuerpo dice la existencia. Abrimos los ojos y hurga en nuestra carne la espátula de la luz. 

Y en “Una poética y algo de historia”, el epílogo que escribí para El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014), digo esto:

La lectura de algunos de los grandes del siglo de plata español me llevó a la escritura. Así ha sido siempre: la literatura es mimética: escribimos porque hemos leído y queremos proporcionar a los demás el mismo placer que nosotros hemos sentido, o, dicho con algo menos de candor, porque queremos que nos vean a nosotros igual que como nosotros vemos a los autores que nos han complacido. La literatura, en general, y la poesía, en particular, nos ofrecen dos posibilidades que de otro modo son inalcanzables: la de colmar los vacíos de nuestra personalidad con el reconocimiento de los demás, y la de vislumbrar, aunque raramente y con grandes dificultades, pero vislumbrar en alguna ocasión, la lógica de todo: de sustraernos, por un momento, a la convicción de que nada de lo que nos constituye, o de lo que nos sucede, tiene un sentido global, de que es, solamente, un amontonamiento de episodios contingentes, atravesados por el azar, cuya única conclusión es la muerte. En cuanto al primer punto, no tengo ninguna duda de que la literatura es, para el escritor, esencialmente terapéutica, aunque no pueda limitarse a ser curativa: su pericia ha de intervenir, y con firmeza, para que lo que se transmita al lector no sea esa dolencia, sino literatura. Muchos han dicho, y yo quiero recordarlo aquí, que las personas felices no escriben: se limitan, en efecto, a disfrutar de la felicidad. Si alguien se enfanga durante años, acaso durante toda la vida, en una tarea tan desesperantemente solitaria como escribir, para la que cuenta con tan pocos estímulos materiales, y que nunca ofrece la seguridad de que lo escrito valga la pena, es porque tiene una necesidad muy profunda que satisfacer, o una herida muy profunda que restañar. (...) En cuanto a la posibilidad que la poesía nos ofrece de otorgar un sentido cabal a esta realidad sin sentido que es la existencia, se me antoja indudable. Es, siempre, una percepción subjetiva, pero no por ello menos inobjetable que una categoría objetiva, o que un axioma. Uno se encierra en la cápsula de la creación, se dispone ahí como un erizo, hacia adentro, mirando hacia el reverso del yo, hacia sus profundidades o superficialidades, como en otro útero —el útero de sí mismo—, y se abandona a la inteligencia de lo caótico, de lo que emerge, a veces, con suerte, una visión arquitectónica, una armonía de resultados. Para hacerlo es menester que haya una vibración de conciencia, que se materializa en un tono: algo íntimo —pero nunca solipsista: algo que responde a los estímulos proporcionados por nuestra mirada al mundo— suena como un diapasón, tenue quizá, pero cierto, y nos indica el camino, que es el camino del ritmo, pero también el del descubrimiento. Es informe todavía, pero sugiere veredas, alumbramientos. Su desarticulación se ordena mediante intuiciones. Y las palabras que uno dicen ayudan a decirlo: a que se revele, a que uno sepa qué se estremece ahí, antes de la inteligencia, o construyéndola. Como ha escrito Antonio Gamoneda, yo solo sé lo que digo cuando lo he dicho. Y eso que por fin aparece en la página, y que empuja, a su vez, a nuevas expresiones —la palabra tira de la idea—, se revela atravesado por una urdimbre de sentido, antes que de significado, de la que, si me hubieran preguntado antes de escribir, habría respondido que no me sentía racionalmente capaz. El tapiz semántico, cuando se ha obrado con fortuna, resuelve las disyunciones, salva las distancias, renueva lo pretérito, anula el miedo: todas las contradicciones, aunque afloren a docenas en el papel, son ahora concordancias, porque se ha entrevisto un espacio en el que no hay muerte, ni desvalimiento, ni mezquindad. En realidad, hemos transitado por él, breve pero infinitamente, desasidos de la carne y sus servidumbres, alejados de lo frágil, robustecidos por la levedad. Y el poema es su testimonio.

Este poema, “[Soy un hombre que escribe...]”, pertenece al último libro recogido en Ser de incertidumbre, y me parece especialmente adecuado para ilustrar esta entrada:

Soy un hombre que escribe.
Otros reparan coches. O instalan cuartos de baño. O venden cosas
por teléfono. Yo escribo.
Lo hago aunque
esté resfriado o se me haya marchado
el alma, como un gato en celo.
Escribo a pesar de las innumerables razones
para no escribir.
Escribo porque la gata tiene los ojos verdes.
Escribo porque los árboles se desequilibran con el viento
y la gente anda por la calle como si fuesen a algún sitio
y el tiempo gotea de los tejados
y yo respiro en este cuarto forrado de libros
                                                                                  y silencio.
Escribo porque amanece. Porque anochece.
Escribo porque la soledad me muerde las entrañas
y el raspar del lápiz en el papel
me acompaña en este baldío
en el que he levantado mi casa.
                                                         Escribo porque se caen las letras
de mi nombre, y yo las junto en la página, y luego las miro,
asombrado de que digan cosas que no comprendo, pero sigan siendo
mi nombre.
                     Escribo porque llueve. Porque me protege de la lluvia.
Porque así escucho a todos
y no escucho a nadie.
                                       Soy un hombre que escribe
cuando las plantas saltan de los tiestos y bailan
en el comedor.
                           O cuando el silencio me levanta
de la cama en la que no puedo dormir
y deambulo por la casa, manchando con la tinta de mi sombra
la página del suelo
y las guardas taciturnas de las paredes.
Otros beben para olvidar. Yo escribo para recordar.
No quiero ser oído; quiero clausurarme,
como se clausuran las ruinas en lo hondo del bosque,
como se acoraza de espinas el erizo,
                                                                   como se recluye el anacoreta
que repudia la palabra, salvo la que pronuncia en la estancia escondida,
donde ningún eco ni glosa pueden menoscabarla.
Escribo en los supermercados, en los cementerios,
en las oficinas de Hacienda,
en los museos,
en los burdeles.
                             Escribo sin otra pretensión que no morir
o, si es inevitable, que no aborrecer la muerte.
Escribo para que los perros no gruñan,
para que no chisporrotee el mal,
para que a la gente no se le caiga la nariz ni se le despiece el sexo,
para que, cuando me derribe el ventarrón del desamparo,
la intemperie a la que me arrastre no sea lunar,
para que no cesen Bach ni Juan de Yepes,
para que no.
                       Escribo porque me complace tener manos.
Soy un hombre que sueña, que caga,
que se duele de la alegría y se regocija con la tristeza,
que escribe.
                      Y que se pregunta a dónde va
eso que escribe, qué sinrazón lo alumbra o amortaja, cuántas
manos lo leen. Lo escrito ¿cuándo es?
Escribo compadecido de mí, huido de mí,
poseído por mi hambre y mi sombra,
diciendo verdades absolutas, mintiendo irrefutablemente,
desollándome con cada sílaba,
                                                        bebiéndome las tildes,
asomado al balcón de esta nada en la que habito,
purulento, lastimoso, inquieto
como una lagartija.
                                      Escribo para atenuarme
y encenderme. Pero no proyecto luz,
sino una blanca negrura. Escribo aterido: las palabras
me dan un calor susurrado, que nunca conduce, empero,
a la hoguera del grito.
                                         Escribo abrasado: decir
me orea, como orea la brisa
al ahorcado.
                       Cuando escribo, me ronda otro insomnio,
en cuyo seno descanso, febril.
No soy pacífico cuando escribo: aspiro a quebrar
los límites. Pero no sé cuáles son, ni dónde están, ni si hay
límites.
              Escribir me lleva al otro lado. Pero en el otro lado
también estoy yo. Y miro a quien escribe —me miro—
como si practicase una alquimia inversa,
como si el sortilegio que invoco
fuera un maleficio.
                                   Cuando escribo, me escribo.
Y escribir me borra.
                                     No quiero que mis hijos escriban,
porque escribir encarcela como el amor
o el alambre de espino.
Escribir no extiende la dicha, ni salva.
Escribir es una rueda que gira
sin otro designio que girar. Escribir
es un relámpago estéril.
                                             Yo soy un hombre que escribe
porque no sabe hacer otra cosa. Porque escribir es
lo único que soy, mientras haya luz, y el vacío acucie,
y los días se sucedan.
                                        Y sigo escribiendo, empujado
por un desconcierto que arrecia: transcurre el cuerpo,
el horizonte doblega al sol,
la noche desgozna al horizonte,
                                                          y yo no dejo de andar,
acompañado por este primitivo bastón con el que soporto
la pesadez de las horas embarradas de tiempo
y el resultado incierto de esta minuciosa evisceración.
Escribo mientras la gente se muere a mi alrededor.
Mientras yo mismo me muero.
Escribo asediado por el ocaso
de los cuerpos que he amado
y de los libros de este cuarto
silente.
             Escribo porque he cometido
la insensatez de nacer y debo acatar la indignidad
de morir.
                 Escribo acariciado por lo que me falta
y consolado porque, escribiendo, simulo una lengua hacedora,
que acrece la realidad con una realidad que no existe.
Al escribir, asumo el riesgo de perder
no solo la vida que aún se me ofrece, sino también
a los pocos que me aman todavía. Las horas escritas son horas arrebatadas
al vidrioso esplendor de la mortalidad.
                                                                        ¿Escribir
represa la sangre que ha circulado por las venas
cuando se escribía? ¿Y refleja el brillo de los ojos,
o su tiniebla? ¿Se deposita el semen que expulso, y que preservará
mi nombre, en los nombres
que escribo?
                       Escribir es un pájaro que escapa,
una mano que se abre, pero que no contiene nada,
la helada que vemos cuando nos levantamos por la noche
y nos asomamos al silencio del mundo por una ventana negra,
mientras nos tomamos un vaso de agua fría.
                                                                                   Escribo porque sí,
porque no,
                     porque es el fuego que me forja
y el metal forjado, que descansa, tras la fragua,
en un rincón polvoriento de la fundición.
Soy un hombre que escribe.
Soy un hombre
que.
        Soy un.
Soy.
        Que.
Hombre.
Un.
       Soy.
Escribe.




6 comentarios:

  1. Te felicito y me alegro. Hace un tiempo pensaba que publicabas tanto que te acercabas a publicar demasiado. Ya no lo pienso. Una tarde me sacaste de mi error en el Velódromo. Me alegro de que publiques. Tanto y mucho.

    ResponderEliminar
  2. Diego Murillo Algaba9 de abril de 2024, 13:15

    Enhorabuena por tú poesía (casi) completa. Seguro que los próximos poemarios serán muchos y de igual o mayor excelencia. Un abrazo

    ResponderEliminar
  3. Enhorabuena, Eduardo. Como amiga letraherida y cómplice celebro la llegada de tu Poesía reunida. Que la vida te siga abocando a la escritura (y la escritura a la vida). Un abrazo

    ResponderEliminar
  4. Enhorabuena, querido Eduardo, por tanta generosidad y entrega a esta hermosa tarea de la escritura.
    “Sí, poeta: el amor y el dolor son tu reino”. Vicente Aleixandre
    Un fuerte abrazo

    ResponderEliminar
  5. Comprendo tu emoción, Eduardo. Esa misma emoción la sentí yo al ver publicado mi primer libro de poesía el mes pasado, Autobús nocturno, accésit al Premio Vitruvio de Poesía 2023. Soy asiduo lector de tu poesía desde hace muchos años y te doy la enhorabuena por la publicación de toda tu poesía recopilada.¡Felicidades!

    ResponderEliminar
  6. Nada que decir que no se haya dicho. Me alegro infinito por esa reunión de tu poesía en esos tres tomos con los que sin duda me haré.
    El poema es magnífico, como tantos otros que has escrito, y sin duda dice mucho de ti, de tus porqués.
    Enhorabuenísima y abrazote grande.

    ResponderEliminar