jueves, 25 de abril de 2024

Algunos aforismos (III)

(Una llamada científica a la rebelión)
Que los cuadros alfanuméricos se insubordinen; que la tabla periódica de los elementos mezcle los símbolos, intercambie las masas atómicas y modifique las configuraciones electrónicas; que las ordenadas y las abscisas permuten sus papeles sin respeto por la jerarquía establecida.

Ablablanzarse: lanzarse contra algo o contra alguien sin dejar de hablar.

Es miserincordioso: se empeña en compadecernos cuando solo queremos que nos deje en paz.

Las funciones corporales son independientes del estado del cuerpo e indiferentes a él. El de un moribundo sigue sudando, como si hiciera ejercicio por el parque, y expeliendo gases. Y sus pequeñas heridas cicatrizan. Y siente sed. Y le pica la espalda. Y puede que hasta tenga una erección o se humedezca. Se sabe de personas que iban a ser ejecutadas al amanecer y no pudieron evitar quedarse dormidas esa noche. Los tuvieron que despertar para la ejecución.

En el colegio deberían enseñarse algunas asignaturas lamentablemente ausentes de los actuales planes de educación. Sugiero algunas:
1ª. Aceptar la derrota (dada su importancia, podría impartirse en dos cursos: Aceptar la derrota I y Aceptar la derrota II)
2ª. Conocernos transitorios, insuficientes y falibles.
3ª. No solo vivo yo (y los míos) en el mundo: el otro también existe.
4ª. El insólito placer de no tener razón.
5ª. El yo es una pesada carga. Cómo desuncir el yugo (o yogo).
6ª. El ocio creativo: trabajar menos (o nada) y disfrutar más (o siempre).
7ª. Aceptar la muerte (esta materia podría formar parte de Aceptar la derrota II, y también podría constituir el corolario de Conocernos transitorios, insuficientes y falibles. Habría que perfilar su encaje en el plan de estudios).

Desenterrar el asombro con ojos prensiles, que escarben y acaricien.

Encerrarse libera.

Caminar adentra.

Tenía el corazón ignífugo.

Odiar obstruye. Pero si es a José María Aznar, Isabel Díaz Ayuso o Raphael, desatasca.

La inelegancia es inmoral.

La chica sentada a mi lado en el tren mueve nerviosamente la pierna, durante todo el viaje, mientras mira el móvil; su temblor se me transmite y me irrita tanto que me cambio al asiento de enfrente, que ha quedado libre. Pero el hombre que ocupa ipso facto el que acabo de dejar vacío también mueve la pierna, y, además, luce un bigote que parece una oruga procesionaria, emite un extraño carraspeo gutural y hiede a tabaco. No sé por qué me empeño en olvidar que las cosas siempre pueden empeorar.

Todos los deportes son estúpidos, pero algunos lo son con ahínco, fervorosamente: el bádminton, por ejemplo, que consiste en golpear con unas raquetas escuálidas un volante —una pelotita con alas— por encima de una red elevada; o el curlin, en el que se trata de lanzar unas piedras de veinte kilos de peso y dar con ellas en una diana pintada en una superficie de hielo, para lo que otros jugadores barren vigorosamente, con unas escobillas parecidas a las del váter, el hielo por el que se desplazan; o el golf, cuyo objetivo es meter, de uno o varios garrotazos, una pelota diminuta en un agujerito a cientos de metros de distancia. Por no hablar del rugby o el hockey subacuáticos, del sepak takraw —un voleibol que se juega con la cabeza y los pies, muy popular en el sudeste asiático—, del extreme ironing, en el que gana el que es capaz de planchar perfectamente una prenda de ropa en la situación más difícil, como colgado de la pared de una montaña o cayendo en paracaídas, o del  buzkashi, que se disputa en Afganistán y las estepas del Asia Central, en el que dos equipos de jinetes luchan —literalmente: todos los años hay docenas de heridos y algún muerto— por llevar una cabra sin patas ni cabeza al otro extremo de un campo de dos kilómetros de largo.

Adolf Hitler era abstemio, vegetariano, amante de los perros, cariñoso con los niños y no fumaba: un modelo de comportamiento para las generaciones actuales. Winston Churchill, en cambio, bebía antes de desayunar y seguía haciéndolo todo el día —llegó a dar algunos de sus más célebres discursos perceptiblemente achispado—, fumaba unos habanos descomunales, atribuía su longevidad a no haber practicado nunca deporte y no se privaba de insultar —muy británicamente, eso sí— a quien creyera que se lo mereciese, que era casi todo el mundo. Un mal ejemplo, en definitiva, para nuestros jóvenes.

Me gusta descubrir lo sagrado en las cosas insignificantes, experimentar la epifanía de lo trascendente en lo cotidiano, hallar sentido en el desecho y la escoria, pero más me gusta encontrar un billete de veinte euros olvidado en un bolsillo. 

(Un microrrelato)
Se quitó la vida porque la mujer a la que amaba no contestaba a sus cartas. Pero había escrito mal su propia dirección y las respuestas le llegaban a un vecino. Su amada y el vecino se casaron y se fueron de luna de miel a Sri Lanka.

Tras la lluvia, la transparencia pesa.

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