Estoy leyendo un monumental trabajo sobre la represión comunista de escritores y artistas, Escritores y artistas bajo el comunismo. Censura, represión, muerte, de Manuel Florentín (Madrid: Arzalia, 2023), un mamotreto de más de novecientas páginas, que resulta abrumador por la torrencial y detalladísima información que aporta sobre la persecución que sufrieron los creadores bajo los regímenes de Stalin, Mao y los, por desgracia, muchos adláteres que tuvieron en todo el planeta. Uno ya sabía de esta implacable e inhumana cacería, que afectó a miles de personas, en el marco de una represión sistemática y general, que supuso dolor y muerte para millones de seres humanos, pero la información que aporta Florentín da cuerpo —deformado por la tortura, eso sí— y color —rojo sangre— a esa noción abstracta: la de que la dictadura del proletariado soviética había causado una matanza como ninguna antes de su vigencia. Espanta conocer la brutal sofisticación de los métodos represivos utilizados, que no solo contradicen cualquier asomo de derecho humano, sino que exceden toda crueldad imaginable. Los soviéticos prolongaban arbitrariamente la reclusión en el gulag cuando el preso estaba a punto de cumplir su condena y, si por fin la obtenía, lo obligaban a mantenerse exiliado cerca de donde se encontrase el campo en el que hubiese cumplido sus trabajos forzados. También castigaban con la tortura, la cárcel, el hospital psiquiátrico, el destierro y la muerte a cónyuges, hijos, parientes y amigos de los condenados: a los cónyuges, aunque ya estuviesen divorciados de ellos; a los hijos, aunque fuesen menores de edad. Y, por supuesto, practicaban la damnatio memoriae con los creadores caídos: destruían sus originales, sus bibliotecas y hasta sus máquinas de escribir; los expulsaban de la Unión de Escritores Soviéticos, lo que significaba, en la práctica, condenarlos a la muerte por inanición; retiraban sus obras de librerías y bibliotecas, y prohibían que se publicaran durante décadas, y hasta que se mencionara el nombre del autor; y si alguien era descubierto en posesión de sus libros, o, peor aún, leyéndolos, también era enviado al gulag. Los chinos, proverbialmente sutiles en el arte de infligir dolor, añadían a lo anterior cobrarles a las familias de los ejecutados la bala que se había utilizado para matarlos. Leyendo la interminable relación de atrocidades que documenta Manuel Florentín, descubro una que, para mi sorpresa, me hace sonreír. Resulta que, en la Alemania Oriental, donde tan científicamente se imitaron los métodos del estalinismo, a alguien se le ocurrió, a principios de los 60, utilizar la poesía para reforzar los servicios de seguridad del Estado y combatir la disidencia. Y, así, empezaron a organizarse “veladas líricas” y actividades literarias para los “chekistas escritores” (la Cheka había sido la policía secreta bolchevique; en España supimos bien de su modus operandi durante la Guerra Civil), esto es, los miembros del Ministerio para la Seguridad del Estado, la célebre y tenebrosa Stasi, bajo las directrices de un mayor de la Sección Paramilitar del Regimiento de Guardias Felix Dzerzhinski, un tal Rolf-Dieter Melis. Sin embargo, esta sorprendente dedicación de un puñado de espías a la praxis poética fue ocasional y escasamente productiva. De suerte que la organización decidió profesionalizar el trabajo y crear el llamado Círculo de Escritura de Chekistas, que se reunió, desde la primavera de 1982 hasta el invierno de 1989, una vez al mes durante dos horas en una Casa de la Cultura, dentro de un recinto fortificado, en el distrito de Adlershof de Berlín. Los quince chekistas que participaron en este Círculo iban desde policías secretos en formación a soldados, guardias fronterizos y oficiales de propaganda. Las autoridades pudieron al frente de este singular taller de escritura creativa a Uwe Berger, un mediocre poeta que llevaba trabajando, como editor primero y como evaluador de manuscritos para editoriales después —una posición que le permitía liquidar de un plumazo a aquellos colegas que las autoridades considerasen problemáticos, opositores o adversarios, y también castigar a enemigos, recompensar a aliados y marginar a rivales destacados; la lista de sus damnificados es larga: Günter Kunert, Bettina Wegner, Sarah Kirsch, Uwe Kolbe, Monika Maron, Franz Fühmann y Lutz Rathenow, entre otros—, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y que fue un diligente colaborador de la Stasi desde 1970 a 1989. Berger trabajaba bajo la autoridad directa del generalmajor Paul Kienberg, jefe del Departamento Principal XX de la Stasi, responsable, entre otras amenas tareas, de asegurar la ortodoxia ideológica del aparato estatal y controlar la cultura (literatura y arte) y a la oposición. El excelente desempeño de Berger como evaluador de manuscritos y servidor de la Stasi no pasó inadvertido: lo hicieron miembro de la Junta Ejecutiva de la Unión de Escritores de la RDA, se le concedieron varios premios literarios con una jugosa dotación económica y, en 1982, el mismo año en que se puso en marcha el Círculo de Escritura de Chekistas, la Stasi le agradeció los servicios prestados con la medalla de plata de la Hermandad en Armas, un honor militar generalmente reservado a miembros en activo de las fuerzas armadas. Su trabajo como informante, además, era muy lucrativo: recibía un generoso estipendio por cada reunión que celebraba con sus superiores y por cada informe que entregaba. Pero volvamos al singular Círculo de Escritura que se había creado. El Estado pretendía dos cosas con él. La primera era, con la guía de un comunista culto y devoto como Berger, enseñar a los aguerridos miembros de sus cuerpos de seguridad a escribir, sobre todo poesía, para acendrar su lealtad a los principios del marxismo-leninismo, su entrega a la patria socialista y su adhesión inquebrantable a los dictados del SED, el Partido Socialista Unificado de la República Democrática de Alemania. Ello les daría más armas para discernir quiénes eran leales al régimen y quiénes disentían de él (una disidencia que podía manifestarse en un brindis contra Lenin o un chiste sobre Honecker), y para luchar contra los desafectos. Pero el Círculo tenía un segundo objetivo, más sutil: conocer, por lo que llegaran a escribir, el estado de las almas de “los poetas informantes”, las dudas que pudiesen albergar sobre las actividades que realizaban y la rectitud del Estado al que servían, los miedos y tribulaciones que pudieran debilitar el alto cometido que tenían encomendado. Se trataba, pues, de que el Círculo también sirviese para vigilar a los vigilantes (quis custodiet ipsos custodes?), para que no desfallecieran en sus tareas, y para detectar ese desfallecimiento, si ocurría. Y ahí Berger volvía a desempeñar un papel capital, porque no solo enseñaba a rimar y metaforizar, a conocer la tradición literaria y la retórica —además, claro está, de los principios del marxismo-leninismo que no podían faltar en ninguna obra literaria—, sino que también, informante siempre —estaba en su naturaleza—, informaba sobre sus alumnos: espiaba a los espías. Y, de hecho, tuvo que hacerlo desde el primer momento, porque pronto empezaron a considerarse sospechosos. Se conoce que aquellos musculosos funcionarios aprendices de literatos, de pronto seducidos por las posibilidades expresivas y de autoconocimiento que les ofrecía la poesía, se dieron a componer poemas y relatos que no gustaban nada a quienes los habían llevado allí. Florentín pone el ejemplo de unos versos escritos por el agente “Felix Dzerzhinski”: “Un egotista / enamorado soy. / Quiero que seas mía / solo mía / y espero que nunca / seas colectivizada”, que, en efecto, no parecen revelar a alguien entusiasmado por la propiedad pública de los medios de producción. Otro alumno, Gerd Knauer, escribe un poema sobre un sueño en el que vuela una cometa que se escapa y “se dirige a la libertad”, una imagen alarmante, impropia de alguien que estaba encargado, precisamente, de que nadie escapara del paraíso socialista. El alumno más aventajado de Berger fue un tal Alexander Ruika, un mero soldado conscripto, cuyo talento lo tenía admirado, pero también inquieto. No obstante, lograron evitar que la poesía arrastrase a Ruika a la disidencia captándolo también a él como informante —la Stasi hacía ofertas que no se podían rechazar— y encomendándole la esforzada tarea de reunir información sobre otro escritor, Gert Neumann, cerrajero de profesión, cuyas obras de ficción y de poesía eran “como habitaciones cerradas cuyas llaves se hubieran perdido”, tan crípticas que ningún crítico podía descifrarlas, y tan preocupantes para la Stasi que también reclutaron a la madre y a la esposa de Neumann para espiarle. Es maravilloso, pese a todo, que la poesía consiguiera transformar, siquiera transitoriamente, a aquellos oscuros servidores del Estado en seres que pensasen, que explorasen, que vacilasen, que se expusieran, que fueran libres (con la íntima, pero asimismo prohibida en la RDA, libertad de la poesía), y también que el experimento durara casi ocho años, hasta poco antes de la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento de los regímenes soviéticos. El Círculo de Escritura de Chekistas es una nueva demostración de que la poesía es utilísima: por una parte, el Estado la consideraba un arma eficaz para luchar contra el imperialismo capitalista y la oposición interna, aunque el tiro le saliese por la culata; y, por otra, se demostró capaz de modificar la sensibilidad y el espíritu de aquellos terribles agentes, formados para la sumisión y la violencia, aunque no saliera de aquel taller, que se sepa, ningún nuevo Rilke, ningún nuevo Hölderlin. Todo esto lo cuenta, como nos dice Florentín, Philip Oltermann en The Stasi Poetry Circle (Londres: Faber & Faber, 2022), un libro que, escandalosamente, no ha sido traducido todavía al español.
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