La inveterada cantinela de que la poesía no sirve para nada —aunque digo mal: no es inveterada; durante milenios, hasta casi nuestros días, la gente no ha dudado de que la poesía fuera una de las actividades más útiles para la comunidad: nos religaba con la naturaleza, con los dioses y con nosotros mismos— siempre me ha parecido una pamema (DRAE: “melindre, fingimiento, hecho o dicho fútil o de poca entidad”). La poesía, contra lo que suele creerse, sirve para muchas cosas. En primer lugar, desde luego, para que el poeta no se muera, tanto en sentido real como figurado. No pocos han eludido el suicidio o mitigado el efecto de las bombas que caían a su alrededor pergeñando versos. Y muchos han evitado con la poesía morir en vida: convertirse en dimisionarios de la existencia, en zombis que atienden las obligaciones cotidianas, pero que han perdido la risa, el brillo en la mirada y el placer de respirar. También hay aquellos para los que la poesía constituye una salvación menor pero suficiente: los que la practican porque les entretiene. No hay que desdeñar este ocio taumatúrgico y hasta redentor: encontrar una actividad encomiable para distraer el pánico hasta que la Parca venga a buscarnos no es asunto menor o, como diría nuestro añorado Mariano, es asunto mayor. Pero, más allá de los efectos terapéuticos que pueda tener en algunos individuos la infinita tarea de juntar palabras para encontrarle otro (o algún) sentido a la realidad y a nuestro estar en ella, la poesía posee utilidades universales, más aún, posee virtudes pedagógicas: enseña cosas, que nos pertrecharán para afrontar las aristas de una existencia ineludiblemente hostil.
Por ejemplo, la poesía nos sirve para comprobar que el lenguaje pelea por la justicia y daña a los poderosos, como demuestra el «Epigrama contra Stalin», del ruso Ósip Mandelshtam: «(…) Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos, / y sus palabras como pesados martillos, certeras. / Sus bigotes de cucaracha parecen reír / y relumbran las cañas de sus botas. // Entre una chusma de caciques de cuello extrafino, / él juega con los favores de estas cuasipersonas. / Uno silba, otro maúlla, aquel gime, el otro llora; / solo él campea tonante y los tutea. / Como herraduras forja un decreto tras otro: / A uno al bajo vientre, al otro en la frente, al tercero en la ceja, al cuarto en el ojo. / Toda ejecución es para él un festejo / que alegra su amplio pecho de oseta» (traducción de José Manuel Prieto). Claro que también puede servir para que el tirano satirizado se revuelva y te mande al gulag, como le pasó a Mandelshtam. Pero esto solo prueba la fuerza que atesora la poesía y la virulencia con que puede herir al mal.
La poesía sirve igualmente para expresar lo que no puede ser expresado de otro modo y para burlar así, a menudo, la censura social o las constricciones de la realidad. Federico García Lorca, a quien los falangistas mataron por republicano, señorito y maricón (por la última de cuyas razones le metieron dos tiros en el culo, cuando ya estaba muerto), escribió, poco antes de que lo asesinaran, los maravillosos Sonetos del amor oscuro, que no se conocieron hasta 1986, con los que expresaba el amor y el deseo que sentía por otro hombre (u otros hombres), pero que no podía declarar abiertamente en su vida ni en su literatura: «(…) La aurora nos unió sobre la cama, / las bocas puestas sobre el chorro helado / de una sangre sin fin que se derrama. // Y el sol entró por el balcón cerrado / y el coral de la vida abrió su rama / sobre mi corazón amortajado», escribe en el soneto «Noche del amor insomne».
La poesía hasta sirve para enseñar y aprender ciencias, que son la mejor manera de conocer la realidad. Quevedo compuso un poema al oro; Juan Ramón Jiménez, a una gota de ácido nítrico; César Vallejo, a la fosforescencia; Gabino-Alejandro Carriedo, a la teoría del hierro; Clara Janés, a la amatista; Rafael Pérez Estrada, al aguamarina; Aníbal Núñez, al cuarzo; Lucrecio, a la naturaleza de las cosas; Neruda, al átomo; Ángel Guache, a la ley de la gravedad; Vicente Huidobro, al tiempo-espacio (Juan Ramón también tiene dos fundamentales poemas en prosa titulados así, Tiempo y Espacio); Joaquín María Bartrina, a la electricidad; Aurora Luque, a la velocidad de la luz; William Ospina, una oración de Albert Einstein; Vicente Luis Mora, un soneto matemático; Enrique Morón, odas a los números; y Ada Salas, un poema al círculo: «Exactitud del círculo. / Perfecta equidistancia / en torno a un centro. / Aguja del compás que se desliza / y traza // la forma inexorable de la espera».
La poesía sirve, en fin, como dijo Oscar Wilde, «para ser bella». Y quizá esa sea su mayor utilidad.
[Este artículo se publicó en Educational Evidence. Revista Internacional sobre Evidencias Educativas el 30 de abril de 2024: https://educationalevidence.com/la-poesia-es-con-mucho-la-mas-util-de-las-artes/]
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