Sufro un choque cultural —¡quién me lo iba a decir, a estas alturas!— al llegar a Madrid. Juan Luis Calbarro, que me ha de recoger en coche para ir juntos al acto de homenaje a Marta Agudo en Getafe, pero que viene con retraso, me ha pedido que lo espere en el bar “El Brillante”, donde se sirven, según él, los mejores bocadillos de calamares del mundo. Así lo hago, pero, como aún faltan veinte minutos para que llegue, decido aprovechar el tiempo, calmar el hambre y comprobar si lo que se dice de sus bocadillos es cierto, y le pido uno a uno de los camareros, que parece un sargento de alabarderos. Antes de que haya acabado de decir “un bocadillo de cala...”, el hombre suelta un hachazo gutural con acento de Lavapiés, “¡Marchando uno de calamares!”, a otro mesero que trastea varios metros más allá. “Espere, espere —le digo, algo azorado—, quería saber si hay de varios tamañ...”. “¡Anula! ¡Un mini de calamares!”, vuelve a vocear el barman —aunque llamarlo barman se me hace raro—, adelantándose a mi pedido. Este tipo no está por hostias. Si pregunto por los tamaños, es que no quiero el más grande. “Sí, eso —musito—, uno pequeño. Y una cañ...”. Para entonces, el camarero ya está tirando la cerveza, que luego me tirará, literalmente, por la barra, desde un par de metros de distancia, hasta dejarme el vaso justo delante de los labios. El hombre tiene la puntería de un petanquista experto o, mejor aún, de un lanzador de curlin. Y, al cabo de pocos segundos, me deposita el mini de calamares delante de los morros. Los calamares están ricos, pero el conjunto me sabe seco, aunque eso me pasa siempre que como bocadillos fuera de Cataluña: no entiendo por qué no le ponen tomate y aceite al pan, con lo fácil que es y lo mucho que mejora el condumio. A mis pies, en un receptáculo corrido, se acumulan las servilletas sucias y los restos de bocatas de los parroquianos: la mierda del local, vaya, a la vista de todos. Como antiguamente.
Asisto al acto de homenaje a la poeta Marta Agudo, fallecida hace un año, que ha organizado este jueves la Fundación de Poesía José Hierro, de Getafe, con la que Marta colaboró ampliamente y del consejo de dirección de cuya revista Nayagua era miembro. Participamos veintiocho poetas. Cada uno lee poemas de Marta durante tres minutos. Nadie hace comentarios, dedicatorias ni glosas: salimos al escenario de la sala de actos, recitamos y nos volvemos a sentar. En el lugar, y en nuestras conciencias, solo resuena la voz de Marta, que es de lo que se trataba. Leemos con el trasfondo de una hermosa fotografía de la poeta proyectada en la pantalla del escenario, y acompañados, en diversas pausas, por los acordes de piezas que le eran queridas: una sonata de Mozart, With or Without You, de U2, Canción y danza, de Frederic Mompou, y, final y apoteósicamente, Como una ola, de Rocío Jurado. Heterogéneo, pero coherente con su personalidad, irónica, delicada y arrolladora a la vez. Entre los poetas, Amalia Iglesias, Julia Piera, Miguel Casado, Olvido García Valdés, Julio Mas Alcaraz, José Antonio Llera, Olga Muñoz Carrasco, Alejandra Domínguez, Miguel Ángel Muñoz Sanjuán, Antonio Ortega, Rosana Acquaroni, Edmundo Garrido, Guillem Vallejo, Juan Luis Calbarro, Javier Lostalé, Jordi Doce —compañero y marido de Marta, que hace las lecturas de bienvenida y despedida—, Paula Doce y Julieta Valero, eficaz coordinadora del acto, junto con el propio Jordi. La misma Marta lee uno de sus poemas en un video que se proyecta al final de la celebración. Su recuerdo no es recuerdo todavía, sino presente intenso, de carne y palabra, de amistad honda y admiración cabal. De amor, que es de lo que se trataba.
Carlos Jiménez Arribas me ha citado en el restaurante El Quinto Vino, cuyo paronomásico nombre me predispone en favor del lugar. No obstante, compruebo que algunos comportamientos del servicio en Madrid —por lo menos del servicio de los establecimientos más tradicionales— son ya hábitos. Cuando el encargado nos sirve los chupitos, Carlos empieza a decir: “Pero, por favor, ¿podría ser sin...?”, pero el hombre le vierte el licor en la copa sin esperar a que acabe la frase, llevado de un natural ímpetu restaurador. Este tipo tampoco está por hostias. Con los muchos cubitos de hielo sumergidos ya en el líquido, Carlos reemprende, no sin resignación, su frustrada pregunta: “Es que le iba a pedir que fuese sin cubitos... “. El impetuoso mesonero no responde nada, se allega a la barra, vuelve ipso facto con unas pinzas de cocina y empieza a hurgar en el líquido de Carlos hasta que, con no poco esfuerzo, retira la media docena de glaçons cuyo destino, ahora evitado, era aguar el espirituoso. Carlos y yo observamos, entre sorprendidos y consternados, la operación de pesca, que el tipo remata con un triunfal “¡Hala! ¡Ya está!”. La comida ha sido correcta, pero el vino —un caldo de Madrid, simplemente aceptable— ha costado 25 euros.
Como el sábado con José Antonio Llera en un restaurante alemán, el Edelweiss, muy cerca del Congreso de los Diputados, y luego me lleva al mítico Chicote, en la Gran Vía, aunque ahora ya no se llame así, sino “Museo Chicote”: el local se ha institucionalizado e historizado, lo que no estoy muy seguro de que sea bueno. Yo nunca lo había visitado. Nos recibe un lugar kitsch, de viejos sillones de cuero, iluminado de rojo, un poco burdelesco, con magra clientela. Un camarero de chaquetilla blanca y pajarita negra nos toma nota —yo pido un mojito— y, al cabo de poco, otro nos llama “chicos” a José Antonio, cincuentón, y a mí, sesentón —una impertinencia más que se ha generalizado en los bares españoles—, y nos informa de que a las seis —dentro de una hora, más o menos— el local ha de estar “despejado”, sin especificar por qué. Hemos, pues, de despejar el establecimiento, como antes despejábamos las calles por orden de la autoridad o las discotecas cuando los gorilas nos lo mandaban. Lo peor de todo es que el mojito es un fraude: en un vaso colmado de hielo y con mucha parafernalia, eso sí —hojitas de menta, una cañita gruesa de papel...—, el líquido no ocupa ni una quinta parte del espacio. El viejo truco del hielo (o del arroz como guarnición en las comidas), que siempre ha servido para disimular la falta de sustancia: cuanto más le eches, menos alcohol (o menos carne, en el caso del arroz) tendrás que poner. Catorce euros por el brebaje. Ah, sic transit gloria mundi.
En mi última mañana de estancia en Madrid, la del domingo, Juan me ha invitado a una ruta lorquiana organizada por el ayuntamiento, y nos sumamos a ella. Llegamos diez minutos tarde porque un maratón urbano, organizado asimismo por el ayuntamiento de Madrid, ha desorganizado el tráfico y la circulación por la ciudad, pero por fin damos con el grupo, en el que predomina la gente joven o de mediana edad —de hecho, yo soy, ¡ay!, el senior del grupo— y que guía una argentina, lógicamente muy versada en Lorca, que atiende por Belén. (Aunque no sé si he dicho bien “lógicamente”: he asistido a algunas rutas o presentaciones en las que se notaba que el guía simplemente había memorizado lo que Wikipedia decía del protagonista del encuentro). El itinerario empieza en la calle donde vivió Lorca en Madrid —Alcalá, 96—, un señorial edificio con aspecto de barco, así construido para facilitar la ventilación y, por lo tanto, la salubridad del lugar. No visitamos la Residencia de Estudiantes, porque sigue estando en las afueras de la ciudad y nos llevaría casi toda la mañana hacerlo, pero Belén nos habla de ese periodo fundamental de la vida de Lorca en la capital en el parque del Retiro, cerca de la Casa del Pescador y también frente al palacio de Velázquez, donde expuso Dalí por primera vez. Nos detenemos delante de la casa en la que viviera José Bergamín, amigo y editor de Poeta en Nueva York en México, y visitamos luego los lugares donde se encontraban los cafés en los que se celebraban las tertulias en las que participaba el poeta, como el Café Lion d’Or —que llegué a conocer antes de que se convirtiera, en 1993, en un pub irlandés—, en cuyo sótano coincidían la tertulia de Federico, republicana, y la de su amigo José Antonio Primero de Rivera, falangista, o El Henar, donde también tertuleaba Ortega y Gasset y se refugió Lorca, en cierta ocasión, durante un altercado con las fuerzas del orden. Altercados había muchos en aquellos años. Belén ha dicho varias veces que Lorca fue “fusilado”, pero yo le señalo, en un aparte, que “fusilar” puede sugerir cierto vínculo con alguna suerte de justicia, por sumaria que sea, y que lo que Federico fue en realidad fue asesinado: le pegaron un tiro en la nuca y, ya muerto, dos tiros en el culo “por maricón”. Eso no es fusilar a nadie: eso es asesinarlo con toda la abyección imaginable. Por fin, nos detenemos delante del Ateneo y acabamos el recorrido en la plaza de Santa Ana, delante del Teatro Español, escenario de sus mayores éxitos como dramaturgo, y en uno de los extremos de cuyo friso está grabado su nombre, junto a los de Valle-Inclán, Calderón o Lope de Vega, entre otros grandes autores de la escena española. Belén nos despide junto a la estatua en bronce de Lorca, que sostiene una alondra en las manos, no sin antes criticar que el ayuntamiento tardase casi un año en reponer la pieza del pájaro, que unos vándalos arrancaron de la escultura en 2011.
El brillante parece la lonja de Madrid. Un abrazo.
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