Aborrezco las cámaras fotográficas por las mismas razones por las que detesto las cámaras acorazadas, las cámaras frigoríficas y las cámaras funerarias.
Los lugares demasiado limpios ensucian la mirada.
La quejumbre de la servidumbre; la poliuria de la lujuria; la lamia de la infamia.
(En un museo de provincias)
Autorretrato anónimo.
¿Pero alguien sabe lo que es la electricidad? ¿O cómo es posible que nos pongamos un trozo de plástico o de metal en la oreja y oigamos lo que dice alguien que está en la otra punta del mundo? ¿Y, a pesar de Arquímedes, por qué se hunde en el agua un yunque, pero no un transatlántico?
Esos comentarios avinagrados y recubiertos de capas de rencor, como las de pringue rancia acumuladas en los cacharros viejos de la cocina, que hieden a matrimonio.
Los niños no son conscientes de la suerte que tienen de que las mujeres se preocupen por ellos, atiendan sus necesidades y les muestren su cariño. Esa solicitud no se repetirá. A mí, hoy, Alexa es la única mujer que me hace caso.
Más sabe el diablo por viejo que por haber estudiado un máster de ESADE.
De los tres actos que, según la sabiduría popular, nos aseguran non omnis moriar, ‘no morir del todo’, yo he cumplido dos: tener un hijo (dos, en realidad) y escribir un libro (he escrito muchos, demasiados). Solo me falta plantar un árbol (las plantas que he trasplantado y que ahora prosperan en la terraza no cuentan, supongo). Confío en completar la tríada y que se alce a la puerta de mi casa un hermoso roble que sosiegue el pesar de la mortalidad, alegre mis días y reconforte mi vejez, y en cuyas robustas ramas vea balancearse el cadáver de mis enemigos.
Si la sabiduría es popular, no es sabiduría.
Lo primero que hay que perder en esta vida es la virginidad, luego la reputación y por fin la vergüenza.
Las calles sudan cuando se llenan de gente. La gente es el sudor.
Hay algo terrible en despertar a alguien que duerme profundamente.
Qué vacía está una jaula vacía.
La sombra cree que el cuerpo está encadenado a ella.
Lunes: lucha, languidez, luto.
La campana y el badajo se llevan a matar, pero no podrían vivir el uno sin el otro.
¿Lo que me acaba de rozar la cara en el parque era una hoja que se llevaba el viento o una paloma?
Lo que hacemos encuentra sentido si lo pierde que nos reconozcan por ello.
La erosión fortalece.
La marcialidad es un álgebra.
Sucesos imposibles: que el sol sea impuntual; que el hierro no pese; que sepamos cuándo.
La ironía desengrasa.
En algunas personas, los sentimientos, ya sean de odio o de amor, se aferran como desahuciados a las paredes de la conciencia. En otras, estallan como bombas de una guerra antigua que aún estuvieran bajo el asfalto y ponen perdidas de sangre y recuerdos esas mismas paredes. En otras, en fin, derrotan sin rumbo ni fin por los cursos turbulentos del yo. En todos los casos, exhiben una resistencia asombrosa a desaparecer: los primeros no sueltan su asidero ni con martillo y escoplo; los segundos resbalan por las paredes hasta pringar el suelo y no obedecen al agua ni a los detergentes; los últimos nunca dejan de surcar el mar por el que van a la deriva, como barcos fantasma con una tripulación de esqueletos.
Conócete a ti mismo es una imposibilidad lógica, un enunciado que se refuta a sí mismo. Nada puede conocerse. Para conocer algo, hay que ser otra cosa, otro algo: hay que estar fuera de lo conocido. Perdido en un laberinto, no puedo conocer el laberinto; a lo sumo, conoceré los setos o muros o alambradas junto a los que pase, desconcertado, pero nunca el dédalo entero, su arquitectura y su razón. Para eso necesitaría alejarme: verlo a ojo de pájaro; o acercarme, pero en otra dimensión: leer el plano que lo dibuja. Del mismo modo, perdido en mí, no puedo conocerme; como mucho, conoceré las ideas, sensaciones o sentimientos que me asalten en el recorrido —en el laberinto— de la vida, pero nunca el yo que es asaltado por esas sacudidas, que seguirá siendo una entidad inaccesible, ajena y superior a mí.
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