Ayer fue el Día de la Madre. Con veinticuatro horas de retraso, pues, cuelgo este poema, perteneciente a Insumisión (Vaso Roto, 2013), en homenaje y recuerdo de Pilar Bayona Vidal, mi madre, que el próximo 21 de mayo hará exactamente tres años que murió.
Longtemps, je me suis couché de bonne heure.
MARCEL PROUST
Yo no esperaba el beso de mi madre cuando me iba a acostar, porque mi madre no pertenecía al mundo de las señoras ociosas que podían besar liberalmente a sus hijos, siempre que sus obligaciones sociales se lo permitieran, sino al orbe asfixiante de quien era criada, enfermera, niñera, cocinera, lavandera y modista, además de hija y esposa, por lo que tenía que robárselo en algún momento anterior a mi retirada, y le rozaba tristemente la cara, o le olía con disimulo la falda, de la que emanaba una fragancia salobre, o la llamaba, una vez acostado, para pedirle agua o para que me alisara unas sábanas irreprochablemente lisas, y ella acudía, febril de cansancio, con la convicción de que aquella voz infantil que le llegaba desde el otro extremo de un piso en penumbra, cercado por un patio enardecido de gatos y un ascensor achacoso, era la prueba de que había derrotado a un padre huido y a un marido marcial, a unos campos abrasados de nieve y a un tren que estibaba personas en el sórdido derrumbadero de la estación de Francia, con su viruela de fardos y farolas, encastrada en la desolación de un lugar con humo, de un sol con humo, junto a los batallones de las chabolas, incoloros de tan grises, a una pobreza tan ancestral como insuperable, cuyo único consuelo eran las salas de baile y las verbenas, repletas de manos agrícolas y licores monacales, amenizadas por orquestas de Eufemianos y Zoilos, pero aplastadas por un calor sin remisión, en el que se inmiscuían aromas sucios —a claveles podridos y vestíbulos ofendidos por el Zotal; a sudor de domingo y aguas portuarias, en las que flotaban heces de gasóleo; a los nísperos que despedían un tufo azafranado y se desprendían de sus frutos, cuya pulpa destripada alfombraba los patios, y a los pájaros que se cagaban en ellos, blanqueándolos con deposiciones aladas; a la leche que mamaban los niños en los bancos públicos o en los tranvías, y a los pechos cerámicos de los que manaba aquella leche—, olores que me acompañaban cuando cruzaba el pasillo, y me ponía un pijama aterido, y me abandonaba a la soledad de aquella cama que me lamía con inhospitalarios lengüetazos de gomaespuma, y me recordaba que estaba embarcado en un trayecto inmóvil, en un viaje por paisajes agrietados como la penumbra que me envolvía o la rueca infinita de la Singer, que sonaba en un rincón de un comedor tan pequeño que carecía de rincones, una inmovilidad en la que yo hallaba un consuelo inexplicable, el alivio de haberme despojado de toda energía y, por lo tanto, de todo conflicto, y llamaba a mi madre para que saciara una sed inexistente con un vaso de agua o subsanara la caída de la colcha, que no descansaba rectamente en mis tobillos, y ella venía arrastrando sus rodillas enormes y sus pechos fatigados y la condenación de haber nacido, y de ser mujer, y de tener que pedalear en la Singer con tenacidad de Sísifo, como venía aquella otra madre cuyo beso esperaba el narrador, cuyo beso había de rescatarlo de la intuición terrible de que estamos solos, de que, a pesar de las proclamas de afecto y la benevolencia momentánea de otras pieles, solo somos el que convive con nosotros, el que ha de sobrellevar su existencia con la certeza de que los besos no nos redimen, de que son cauterios a la hora de acostarnos —o espectros a la hora de amar— para enmendar imposiblemente la realidad de que estamos aquí, hoy, atados a nuestras vísceras, como un remolino a su centro, solos, esclavos de una madre que no iba a liberarlo de su incertidumbre y su miedo, que no iba a concederle, con sus labios, la posibilidad de renunciar a su ser, ni de abstraerse de su conciencia, ni a embarcarlo en otro viaje, que consistía en desprenderse de sus ojos abiertos y depositarlos en el olvido, en remediar la catástrofe de tener nombre, de latir y contraerse, atados a la plenitud de la nada, una nada constituida por una boca, por un momento en el que solo somos lo que otra persona acaricia, lo que otra persona devora, y no este manojo de cicatrices que cuelga del pecho como las llaves de una casa deshabitada, este brotar sin esperanza de sueños y cicatrices, que ha de resguardarse, tras recorrer la cordillera de los años, como un gigante que extendiera los brazos y sostuviese la monstruosa parábola del tiempo, en un dormitorio cuyas ventanas ha cegado con planchas de corcho, y que humedece con sahumerios para poder dormir, y para que la tos no lo desgarre, y para describir infinitamente ese transcurso infinitesimal, desde aquel beso que se demoraba, sustrayéndole una ilusión de eternidad, hasta esa alcoba en la que el tiempo queda atrapado en una escritura asmática, en resmas de papel que se despliegan como un artilugio telescópico y se amontonan en cestas, como se amontona un tiempo que se va, espoleado por la conciencia de irse, por la fugacidad de las paredes y los pulmones y los amantes, que le han entregado su compañía y su semen con la misma excitación con la que él esperaba el beso de su madre, que han sido no amantes, no besos, no vida, sino vida consumida, vida cifrada en un yo descomunal, que es, sin embargo, esta caligrafía hormigueante, este cuerpo desballestado que se encamina derechamente a la muerte, aunque todavía practique el sonambulismo social y se entregue a la delicuescencia cruel de los salones, y comparta placeres atroces con los sodomitas y las ratas, mientras lee a Ruskin y a André Gide —que desestimó publicar el primer volumen de su libro en la Nouvelle Revue Française porque estaba lleno de duquesas—, y sea atendido por una Celeste que es ahora su madre, la madre de la que espera un beso mortal, un beso que no llega, o que llega en forma de té y palabras susurradas, mientras él se muere de pasión y tiempo, de palabras que son pasión y son tiempo, con las que convertirse en el beso y lo besado, en el verano y los nísperos, en las fiestas mayores y la madre que no venía a mi cuarto hasta que la llamaba demoledoramente, con el imperio de un niño de seis años, y depositaba el vaso de agua o el beso en un rostro que es ahora el rostro yacente, embreado de palidez, insomnemente muerto, tras la coraza del corcho y los ojos incrédulos de Celeste, en el que se cifra tanto amor, tanto tiempo perdido.
Jo, Eduardo, cuánto dolor. Tu madre se fue abrazada por tu amor, tu compañía. Solo por eso, seguro que te diría: Hijo mío, mereció la pena.
ResponderEliminarOjalá pudiera expresar todo lo que me haces sentir al leerte. Te abrazo.
Cuánto amor y cuánta soledad desprende tu precioso poema.
ResponderEliminarCuántas veces llamé yo a mi madre por las noches, cuando me metieron interna con cinco años. Luego dejé de llamarla, cuando más la amé.
Un abrazo enorme, querido Eduardo.