Viajamos hoy a Sarasota, en la costa occidental de la Florida. Lo hacemos en coche: Sarasota está solo a tres horas de Wellington. Durante esas horas, atravesamos un paisaje obstinadamente llano, con grandes extensiones de caña de azúcar y campos de maíz, el alimento fundamental de los americanos durante siglos. Los pueblecitos por los que pasamos, de edificios cúbicos y plásticos, parecen prefabricados. Sus bonitos nombres exaltan una belleza que no existe: LaBelle, Belleglade, Alva (aunque también Punta Gorda). En uno, todos los carteles están en español: Martínez Tyres, López Pizzas, Sansegundo Medical Center. ¿Habremos llegado a Cuba por un pliegue temporal? En la carretera, nos sobrevuelan las rapaces y, en muchos tramos, solo transitamos acompañados por hileras interminables de palmeras. En los pueblos y zonas urbanizadas, advierto muchos locales de public storage, esto es, trasteros. Y es lógico: las casas de los estadounidenses están atiborradas de cosas: ya no caben en los armarios ni en los garajes. Llegamos por fin a Sarasota y nos instalamos en el hotel, un low cost de la cadena Hilton. Ah, quién ha visto los Hilton y quién los ve, aunque sean de segunda división. En este, no limpian la habitación cada día (solo vacían las papeleras y retiran las toallas sucias, y a veces, si la limpiadora se despista, ni eso) y solo cambian las sábanas cada tres. Pese a ello, la noche cuesta 250 dólares. El hotel no está lejos de la playa y decidimos pasar la tarde en Crescent Beach, una parte de Siesta Beach, de nombre tan prometedor, una de las más famosas del condado. La arena es blanca, el agua es verde, el cielo es azul, hay mucha gente y hace mucho calor. Unos pájaros verdinegros vuelan a ras de agua con el pico abierto, a ver qué pillan. La puesta de sol impresiona: el disco rojo del sol se hunde en el horizonte como una moneda incandescente en una enorme hucha turquesa. La gente se pone de pie, a la vera del agua, para contemplarlo. De regreso al empequeñecido Hilton, ya de noche, reparamos en un local donde, con gran aparato de fluorescencias, se anuncia un psychic, es decir, un vidente, un adivino, que hace spiritual readings [‘lecturas espirituales’] y hasta special readings, que supongo deben de ser aún más reveladoras que las espirituales, por el módico precio de veinte dólares. La mañana siguiente, visitamos una de las grandes atracciones sarasoteñas (¿se dirá así?): el John and Mabel Ringling Museum, el museo privado sobre el mundo del circo más importante del planeta. Ya desde aquellos veranos de mi niñez en que una familia de titiriteros gitanos venía a Azanuy y hacía unos números de equilibrismo en la plaza mayor que nos sobrecogían a todos ante la posibilidad de que se rompiesen el cuello allí mismo, nunca me ha gustado demasiado el circo. No he padecido coulrofobia, pero tampoco me han enamorado los payasos, salvo los de la tele y Charlie Rivel (aunque trabajara muchos años para el Departamento de Propaganda del Tercer Reich y fuera amigo de Hitler y Goebbels). Y el olor de los animales a los que mareaban en las pistas (y fuera de ellas) siempre me ha parecido muy desagradable. No obstante, la magnificencia del museo —como la del ocaso en Crescent Beach— justifica, creemos, la visita. Y es que el circo de los Ringling Brothers se anunciaba, en sus años de esplendor —entre las dos guerras mundiales—, como the greatest show on Earth, ‘el mayor espectáculo del mundo’, y, pese a la hinchazón publicitaria del reclamo, probablemente lo fuese. Ese fue, precisamente, uno de los rasgos más destacados de aquella empresa: el uso intensivo e hiperbólico que hacía de la publicidad, con hallazgos aliterativos como truly tremendous tricks, performed by amazing acrobats: ‘trucos trepidantes y tremendos, ejecutados por sorprendentes acróbatas’ (nota: he sustituido truly, ‘verdaderamente’, por “trepidantes” para mantener la aliteración en la traducción). En una de las salas del museo, situado en una gigantesca finca que fue propiedad de John Ringling, encontramos una no menos formidable maqueta del circo, con un número de piezas y un nivel de detalle excepcionales. Su hacedor, Howard Tibbals, un particular, amante desde siempre del circo, tardó cuarenta y dos años en completarla, en 2005, aunque estuvo añadiendo figuras y puliendo detalles hasta el mismo momento de su muerte, en 2022. Curiosamente, la empresa que hoy es titular de los derechos de la marca Ringling no autorizó a Tibbals a poner su nombre en las instalaciones de la maqueta, de modo que el abnegado maquetista puso el suyo, y hoy el circo de la maqueta del circo Ringling alojada en el Museo Ringling se llama Howard. Recorremos sin prisa las muchas salas de la exposición, en varios edificios, donde nos encontramos con los carromatos originales que el circo utilizaba para transportar sus enseres o instalar sus servicios; con el camión desde el que se disparaba al hombre o mujer-bala (una peligrosa actividad en la que se especializaron los miembros de la familia Zacchini; lo peligroso no era dispararlo, sino que cayera en la red a la que apuntaba); e incluso con el vagón privado de John Ringling, llamado Wisconsin, que se unía a la cola de los trenes de pasajeros y en el que viajaba con su mujer, a cuerpo de rey (el Wisconsin, hecho con cuero, terciopelo y maderas nobles, contaba con una cocina atendida por un acreditado chef, refinados cuartos de baños, cómodos dormitorios y una sala de juegos y música), por todo el país. (John Ringling, que luego se haría millonario con el negocio circense, empezó trabajando de payaso en el primer espectáculo organizado por los cinco hermanos Ringling, en 1881; en las fotos de los cinco que cuelgan en el museo, todos lucen un mostachazo nietzschiano). Admiramos también los coloristas carteles que anunciaban a Madame Clofullia, la mujer barbuda; a la familia albina de Madagascar; al gigante de Texas, Big Jim Tarver; y a un hombre con tres piernas (de las que ninguna era metáfora de otro apéndice corporal: las tres eran piernas, piernas), entre otros prodigios de la naturaleza, o lo que entonces se consideraba así. Hoy, me temo, si se publicitaran o exhibieran rarezas semejantes, las hordas woke le pegarían fuego al local. Aquí subsisten amparadas por el hecho de encontrarse en un museo, aunque esta protección es cada vez más frágil. Atravesamos un espléndido jardín, en el que estatuas de inspiración clásica aparecen entre bambudales y exuberantes formaciones de banianos —que se disponen como casas, en la que se puede entrar—, y encontramos otro de los lugares destacados de este inmenso recinto: Ca’ d’Zan, un palacio veneciano a orillas del mar, construido el 1926 por encargo de John Ringling, a quien no hay duda de que le gustaba el lujo. El palacio —cuyo nombre significa ‘la casa de John’ en dialecto veneciano— es de un fastuoso eclecticismo: mezcla el gótico veneciano, la arquitectura renacentista italiana y trazos árabes y españoles. Algo que entonces era signo de distinción, pero que hoy sería objeto de repulsa y hasta de cancelación, decora la Tap Room, el bar: dos cabezas de elefante y dos unos enormes cuernos de búfalo. Paseamos por las suntuosas habitaciones, de techos ricamente pintados, en una de las cuales admiramos una rara organola Aeolian, y nos asomamos a la hermosa terraza, abierta al Golfo de México —el agua llega hasta el mismo nacimiento de las escaleras de mármol—, y luego al Secret Garden, que revienta de flores, y al cementerio, también privado, en el que descansan John Ringling, su mujer Mable Burton Ringling y su hermana Ida. Del conjunto solo nos queda por visitar el museo de arte, en cuyos fondos John invirtió una buena parte de su fortuna. Predominan los artistas franceses e italianos. Entre estos, me llaman poderosamente la atención dos cuadros de Arcimboldo, que representan, con su acostumbrada amontonamiento de frutas y flores, el Verano y el Otoño; una técnica acumulativa desconcertantemente moderna, que el pintor de Milán se inventó a mediados del siglo XVI. Rubens, con sus rostros rubicundos y sus carnes pródigas, está bien representado con su El triunfo de la eucaristía, que ocupa una sala central, y tampoco faltan los maestros ingleses: Gainsborough, Reynolds. Echo en falta una sala dedicada a la pintura española (en el museo del circo he visto un cartel publicitario con varias fotos de toreros de los años treinta, pero eso no cuenta), aunque encuentro un Juan de Pareja (Huida a Egipto, de 1658) y un retrato extrañamente luminoso de Felipe IV, Felipe IV con jubón amarillo, de 1628, atribuido a Velázquez (aunque el jubón es más bien anaranjado). Sin embargo, la pieza que más me perturba —y por ello me seduce— es la última de todo el museo, recientemente restaurada y expuesta en una sala exclusiva: La regata de las sandías, en la que una serie de animales y seres grotescos disputan una regata, montados en rebanadas de sandías y trozos de otras frutas, ante un público compuesto por personajes narigudos y estrafalarios, no menos grotescos que los que compiten en el agua. Está fechada en 1700 y su autor es un misterioso Maestro de la Fertilidad del Huevo, un anónimo pintor italiano cuyo nombre está tomado de una de sus obras más delirantes, y que, a caballo entre los siglos XVII y XVIII, solo hizo pintura del absurdo, satírica y extravagante. El cuadro atrae con toda la fuerza de lo irrisorio. Y esa atracción resulta aún más poderosa cuando recordamos que fue pintado hace más de trescientos años. La regata de la sandía podría estar firmada por Dalí, Magritte o Ernst: su anticipación del surrealismo es fabulosa. El Maestro de la Fertilidad del Huevo revela su genio adelantándose al desballestamiento de las normas que introdujeron las vanguardias artísticas en el siglo XX. Porque en eso consiste el genio: en negarse a transitar por los concurridos caminos de lo aceptable, en romper con lo establecido, en aniquilar lo previsible. Se trata de abrir grietas en el oscuro caparazón de pensamiento que nos envuelve siempre a todos (que nos protege y, a la vez, nos limita; que nos forma y también nos deforma) y salir por ellas al espacio exterior. El Bosco y Brueghel el Viejo ya lo habían hecho antes que él. Y Goya lo hará después. Pero el Maestro de la Fertilidad del Huevo lo hizo sin la gravedad de los genios que le habían precedido y de los que le seguirían, sino con una desvergüenza esperpéntica y un inquietante humor. A la salida del Museo Ringling, la visión de cuatro jóvenes amish en bicicleta, con sus cofias y sus sayas claras, que contemplan el paisaje desde uno de los muchos puentes de la ciudad, nos devuelve el sosiego que nos ha quitado el Maestro de la Fertilidad del Huevo.
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