Así la llaman, en efecto: la Venecia de los Estados Unidos. Pero por una única razón: porque tiene canales. Aparte de esto, no se parecen en nada. Fort Lauderdale es una ciudad moderna: los palacios de la ciudad italiana son aquí casoplones de millonarios enardecidos, cuyos yates, varados a las puertas de las mansiones, son tan grandes que, si estuvieran pintados de gris, parecerían buques de guerra. Fort Lauderdale es más bien como Empuriabrava, pero a lo bestia: los canales son más grandes, los barcos son más grandes, las casas son más grandes: todo es más grande (y más lujoso). Tengo una premonición de lo que me voy a encontrar en la ciudad floridana cuando salgo de la urbanización en la que estoy pasando estos quince días al mismo tiempo que un Rolls-Royce, orgullosamente conducido por un vecino. La opulencia se insinúa ya de buena mañana, y va a acompañarme (pero solo a acompañarme: yo no voy a participar de ella) hasta que regrese por la tarde, aunque salpicada —y esto es también característico de la sociedad americana— por una miseria que resulta especialmente dolorosa por proyectarse en una comunidad tan rica. De hecho, lo primero que veo al apearme del tren Brightine con el que he llegado a Fort Lauderdale (88 dólares por dos trayectos de media hora) es un vagabundo negro meando en el impoluto césped de un parque (ahora ya poluto). Muy cerca está la First Baptist Church, con dos cuerpos y sendas agujas, que anuncia classic services (lo que no se refiere a los baños, sino a las misas) con un cantante micrófono en mano. Aplastado por el calor —es abril, pero hace ya un bochorno de agosto—, recorro el Florida Riverwalk, una sucesión de salas de exposiciones, restaurantes étnicos y cafés moderadamente bohemios, que constituye una de las primeras atracciones de la ciudad. En general, en las ciudades estadounidenses se consideran atractivos aquellos barrios —o calles— en los que no haya solamente McDonalds, Costcos o aparcamientos. Aquí veo un local que se llama Cuba Libre y otro, un kava bar, Kavasutra. También distingo una tienda de cannabis edibles [‘comestibles de cánnabis’]. Hay muchas pizzerías: las pizzerías están en todas partes, bohemias o no. El Florida Riverwalk no es muy largo, así que pronto me encuentro atravesando una de las mayores zonas de canales de la ciudad. La opulencia del lugar se manifiesta también en los cochazos que conducen la mayoría de residentes: abundan los descapotables suntuosos, en los que suelen viajar, además de conductores encantados de haberse conocido, perros cuyo pedigrí debe de remontarse a los tiempos de George Washington: afganos con más melenas que Rapunzel, mastines parecidos a osos, bracos afilados como bolsos de Dior. Me acerco a la playa —lo noto en el aire cada vez más salobre y en un cielo que ya no interrumpen los grandiosos paralelepípedos de los edificios—, pero me veo interceptado por un puente levadizo que se levanta para que un balandro se eche a la mar. Menudean los cuervos, la oscuridad de cuyos graznidos tizna la tersura verdeazul del paisaje. Pero no son ellos los únicos que perturban estas luminosas cuadrículas: los sopladores de hojas —esa especie desdichadamente universal, empeñada en sustituir las silenciosas y ecológicas escobas por el horrísono frenesí de los armatostes que llevan a la espalda— arrasan los oídos y acaban con la paz allí por donde pasan. Llego por fin a la playa de Las Olas, la primera de las muchas que se suceden para formar la gran playa de Fort Lauderdale. Pero la playa de Las Olas no tiene olas: el mar está quieto; apenas unos lacónicos lametazos de espuma llegan a la arena. A lo lejos, se divisan unos cargueros, igualmente inmóviles. En el cielo, en cambio, sí hay actividad: nos sobrevuelan ruidosas avionetas y, a ras de agua, pasan los marabús, cuyo pico es casi tan grande como el resto de su cuerpo. Uno se lanza de pronto en picado a por un pez y lo atrapa: se lo zampa, todavía en el agua, con un enérgico golpe de gaznate. Esto ha sucedido al lado de una señora que se bañaba, y por un momento, cuando el pájaro se ha tirado al agua, he pensado que se le iba a comer la cabeza. En Las Olas hay poca gente, y ninguna mujer en top less. El top less está mal visto en los Estados Unidos fuera de los lugares donde se permite practicarlo, que no son muchos. Una mujer equipada como si fuera a pisar la luna busca metales con un detector. El agua está verde y muy caliente, pero, aun así, es refrescante: he sudado mucho hasta llegar aquí. Por suerte, contiene pocas algas, que son una plaga en toda la costa de Florida. Luego del baño, como en un restaurante mexicano-hondureño atendido por camareros chilenos y en el que suena música portorriqueña. Estoy solo y eso me gusta. La música suena a todo trapo, como si el local fuera un coche con las ventanillas bajadas, conducido por un veinteañero enloquecido, pero, por una vez, el desafuero no me molesta. Además, las letras son ñoñas baladas latinas: su memez intrínseca atenúa el impacto de la música. Tras la comida, que no ha resultado memorable, me dirijo a Bonnet House, otro de los highlights de Fort Lauderdale: una finca histórica, cuya casa, hoy museo, fue construida por el pintor Frederic Clay Bartlett en los años veinte del siglo pasado, cuando Fort Lauderdale apenas existía, en tierras que durante miles de años solo habían transitado los indios tequesta —con los que, por cierto, acabó la viruela traída por los españoles—. Bartlett se benefició de un regalo de bodas asombroso: unos terrenos vírgenes frente al mar donados a él y a su mujer, Helen, por su suegro, el millonario (estos lances afortunados solo se explican por la presencia de un millonario) Hugh Taylor Birch. De camino al lugar, me cruzo con varios negros sintecho, que dormitan en los bancos del paseo, a la sombra de un sol inclemente. Otro negro —pero este de tomar el sol: el tipo es blanco— pasa corriendo, con el torso desnudo y una mochila a la espalda, y me hace el saludo militar sin dejar de correr. Ya en Bonnet House, la voluntaria que me corta al entrada, de ojos clarísimos, me pregunta si soy sueco, “por la altura y el pelo blanco”, se justifica. Le respondo que soy noruego. La casa, de estilo colonial, está construida alrededor de un patio, con orquídeas y plantas tropicales, en el que destacan una fuente y un aviario (vacío). El amarillo es el color predominante —ilumina todas las paredes de la casa—, por ser el de una flor típica de la región, cuyo nombre me he olvidado de anotar. En el estudio, el espacio más grande del conjunto, se conservan muchas de las obras del propio Bartlett y otras que formaban parte de su colección personal, dado que se trataba de un gran coleccionista, sobre todo de los postimpresionistas franceses. La pintura de Bartlett no me impresiona, ni mucho menos, pero el conjunto resulta curioso, y me recuerda vagamente al Cau Ferrat de Sitges, donde también se acumula un revoltillo de obras de arte (aunque estas de mayor calidad). En otra de las salas del edificio, que conservan los enseres personales de Bartlett y su segunda mujer, Evelyn —vajillas, muebles, libros— y refrescan misericordiosos ventiladores de techo, veo un escudo de armas, y le pregunto al vigilante, asimismo voluntario, qué relación tiene aquel símbolo heráldico con la familia de los propietarios. “Ninguna”, me responde el hombre, “es solo un elemento decorativo”. En el salón principal hay un poco de todo: una mesa de juegos, un escritorio, una biblioteca, una rincón de música, una chimenea y muchos sofás. En la sala de música propiamente dicha, encuentro un piano y otra chimenea, aunque no acabo de entender esta insistencia en tener fuego en casa, como si esto fuera Edimburgo, cuando aquí tiene uno fuego en el aire todos los días del año. Desde las ventanas se ven los numerosos banianos que circundan la finca con su laberinto vertical de ramas y raíces. Fuera del edificio principal, me resulta curioso un bar enteramente hecho de bambú, aunque algo angosto, en el que me imagino fácilmente a Frederic y Evelyn (Helen había muerto en 1925) chupando cóctel tras cóctel, mientras departen con un distinguido grupo de invitados; un museo de conchas —la señora de la casa era aficionada a coleccionarlas, y poseía varios miles de ellas, de formas y colores inverosímiles—, que vuelven a estar presentes en la casa del vigilante, también construida en 1920; y un invernadero de orquídeas, blancas, violetas, rosas. En la casa del vigilante, que funciona hoy como la tienda del museo, encuentro lo único que me emociona de Bonnet House: una concha, precisamente, muy grande y muy antigua, que presenta señales de haber sido abierta con un objeto metálico, quizá una espada de los españoles que anduvieron por aquí a principios del siglo XVI. Y me imagino a alguno de aquellos compatriotas, barbado y sucio, hurgando con su hierro en aquel caparazón tan prometedor para extraer la carne fresca con que aplacar la mucha hambre que traían todos del camino entre selvas, mosquitos, pantanos, calor e indios. Quizá quien lo hiciera fuera el propio Hernando de Soto, aunque es más probable que al capitán le llevaran la comida, la que hubieran conseguido, ya preparada. Después de darme un último chapuzón en Canine Beach —donde vuelvo a encontrarme a un buscador de metales, este metido en el agua y vestido como un buzo—, me dirijo al bulevar Sunrise, al lado de Bonnet House, donde Google Maps me dice que se encuentra la parada del autobús que me ha de llevar a la estación del tren. Y entonces compruebo, una vez más, las diferencias radicales que subyacen —aunque afloran sin descanso— en la próspera sociedad americana. En la parada del autobús nos juntamos ocho personas, de las que yo, un turista, soy el único blanco. Todos los demás son oscuros: negros o hispanos. Hay varias señoras que, estoy seguro, vienen de limpiar casas y vuelven a la suya, en el extrarradio de la ciudad (no en los suburbios, que aquí están reservados para los adinerados), un par de estudiantes cargados de libros, otro par de ancianos con andadores y bastones, y hasta un minusválido con rastas y en silla de ruedas, que, además, no parece encontrarse demasiado bien: se queda como adormilado y el cuerpo se le escora hasta amenazar caída. Me pregunto cómo subirá al autobús cuando llegue. Porque no llega. Lo hace, por fin, con cuarenta minutos de retraso con respecto a la hora que indicaba Google Maps. Y en el autobús se reproduce la escena: no hay más blanco (aunque ciertamente enrojecido por el sol de hoy) que yo. El sistema público de transporte, escaso y, por lo que se ve, deficiente, solo sirve a los pobres. Los blancos no lo necesitan: van en alguno de los varios y suntuosos coches familiares a todas partes.
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