Yo no tengo animales domésticos. Nunca los he tenido. He preferido tener hijos. Encuentro más entretenidos —aunque también más desquiciantes— a los seres humanos. No obstante, he convivido —y convivo— con numerosas criaturas de Dios. La gata que Pablo tuvo varios años en casa y que, en cuanto me veía, corría a esconderse en un armario. Betty, uno de los perros que Pablo solía cuidar de adolescente a cambio de unos euros, y que un día, en casa, se comió mi edición facsímil de Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez (y se emborrachó con ella). Las lagartijas que suben por la pared de ladrillo de la terraza, bordeando la lámpara y el termómetro, hasta el piso de arriba (y que nunca veo bajar: no sé qué hacen con ellas mis amables vecinos). Las palomas torcaces y las urracas que se posan en la barandilla de la terraza, con la mal disimulada intención de picotear en las macetas y comerse los geranios; las que anidan laboriosamente en la horquilla más alta del plátano que veo desde el estudio cuando el árbol está podado; y las que, de cortejo, cacería o descanso, desaparecen entre sus ramas cuando no lo está. Las hormigas, pequeñas como un grano de mostaza, que corretean por la mesa de la cocina cuando desayuno, o se amontonan en el churrete de miel que se ha escapado del bote, o forman hileras larguísimas en cualquier lugar de la casa para alcanzar el alimento que ha descubierto la más audaz de todas. Los lepismas que aparecen en el baño y o bien se quedan inmóviles, petrificados por la luz, o bien echan a correr desordenadamente, en busca de refugio o huida (que yo les niego siempre con certeros zapatazos: no los quiero alimentándose de mis libros). Las abejas y zánganos que, atraídos por los colores y las formas del interior del piso, husmean los cristales de las ventanas o, acelerados, chocan contra ellos cuando están cerradas, y entran en casa, con revoloteante curiosidad, cuando las abro en verano. Las polillas que aterrizan de noche en las lámparas y los espejos. Los mosquitos que revelan su aborrecible presencia en el dormitorio con su no menos aborrecible zumbido (y que extermino con la misma implacabilidad que a los pececillos de plata). Las avispas que formaron una vez una colonia en un rincón escondido de una alacena y dejaron allí sus nidos. Las mariquitas que se exilian, con el viento o con el tedio, del balcón florido al comedor y el estudio. Alguna araña despistada, que atrapo con un vaso y devuelvo por alguna ventana a la naturaleza: las arañas pasan por maléficas, pero se comen a los mosquitos. Los ácaros que no veo, pero que sé habitantes inevitables de alfombras, cortinas y colchones. Los gorriones que descansan nerviosamente de su incesante búsqueda de apareamiento y comida en la mesa de cristal de la terraza, junto a dos cubos que contienen conchas y fósiles recogidos en las playas de Florida. Los perros que, en el parque, delante de mi estudio, me alegran las tardes con sus ladridos incansables. Las cotorras argentinas que también han colonizado el parque y se suman al concierto canino haciendo honor a su condición de argentinas y no dejando de garlar. Las mariposas que, en primavera, aplacan su caótico zigzagueo en las hojas del árbol de jade o las agujas de la palmera china, y luego se desprenden de su abrazo suculento con un estremecimiento delicadísimo y multicolor. Y todas las criaturas que de seguro me visitan, o incluso se quedan a vivir conmigo, sin que yo lo sepa ni tenga ocasión de mostrarles mi amor o mi aborrecimiento.
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