Nueva York sigue siendo lo que siempre ha sido: rascaciélica, elefantiásica, infinita, pero entreverada de rincones de una delicadeza inverosímil. Siempre que la veo, siento la tentación de calificarla de fascinante pero inhumana, cuando la fascinación que ejerce sobre mí proviene, justamente, de su abrumadora humanidad, de la exuberancia y viveza de su paisaje humano.
En Central Park, concurridísimo, abundan los corredores, los ciclistas, los recién casados que se fotografían junto a los monumentos más destacados, como el dedicado a Alicia en el país de las maravillas, los colgados y las ardillas. Los primeros, si son varones, corren con el torso desnudo; si son mujeres, no. Una suerte de eclosión —o celebración— del cuerpo recorre los senderos del parque y las calles de la ciudad: la desnudez lucha por imponerse al pudor, y está venciendo. En muchos lugares del parque, el olor a porro y mierda de caballo, de las calesas que pasean a los turistas, se impone al aroma primaveral de las flores y la hierba. El monumento a Colón, de Jerónimo Suñol —copia en bronce del que preside la plaza de Colón de Madrid—, no ha sido abatido, pero está rodeado de vallas. Se quiere prevenir así que vuelva a ser vandalizado, con, acaso, peores consecuencias: en 2017 lo ensuciaron con una pintada que decía: “El odio no será tolerado”. En el blockhouse —una breve fortificación construida en 1812 para defender Nueva York de los ataques de los británicos, luego integrada en el extremo norte del parque, donde acababa entonces la ciudad—, una mujer sola, sentada entre bultos, con una bandera estadounidense por bandana, ensaya como soprano, pero solo consigue soltar unos berridos torturantes. En el metro, que tomamos cerca del memorial a Frederick Douglass, un líder antiesclavista, un negro entra y sale del vagón aullando con no menos fuerza que la solitaria habitante del blockhouse, pero sin pretensiones operísticas: este solo exige limosna y se caga en los circunstantes si no se la dan.
Visitamos The Cloisters [‘los claustros’], uno de los museos más raros pero más atractivos de Nueva York, en el que se recogen amplias muestras del arte y la arquitectura medievales europeos. Sucede, no obstante, que esas muestras son, a veces, partes enteras de iglesias o monasterios españoles, franceses o italianos, y produce una sensación extraña —uno no sabe si admirarse o entristecerse— contemplar, por ejemplo, el ábside entero de la iglesia románica de San Martín de Fuentidueña, con sus frescos y esculturas, y las pinturas murales de la ermita de San Baudelio de Berlanga, “la capilla sixtina del arte mozárabe” —que había sido expoliada antes que San Martín—, parte de las cuales se devolvieron a España a cambio, precisamente, del ábside de esta. El régimen franquista autorizó el saqueo de San Martín de Fuentidueña en 1957, como una medida más para congraciarse con su gran aliado anticomunista, los Estados Unidos, y para ser aceptado por la comunidad internacional. Para ser justos, hay que decir que otras obras aquí expuestas, como el pórtico de la iglesia de San Vicente de Frías, fueron recuperadas por los americanos: este pórtico estaba caído, como buena parte de la iglesia, desde 1906, y los magnates yanquis compraron las piedras desmoronadas y las reconstruyeron en Nueva York: si hoy se conservan, es gracias a su iniciativa. En The Cloisters no permiten la entrada con comida y, como no tienen taquillas donde dejar bolsos y mochilas, nos vemos obligados a salir y esconder nuestra bolsa de frutos secos entre la maleza de un seto cercano, con la esperanza de que las ardillas no se zampen el tentempié, para recuperarla después. Una vez dentro de las instalaciones, no saluda una frase de Borges: “Aquí el tiempo no obedece órdenes”. En el claustro más importante del conjunto, que ocupa un lugar central en el museo, el de la iglesia de Sant Miquel de Cuixà, cerca de Perpiñán, construido con mármol rosa, encontramos a una guía voluntaria, nonagenaria y delgada como un sarmiento, que perora, debajo de un gorrito y una blusa que le quedan demasiado grandes, con una voz aún más delgada que ella, que solo la pétrea acústica del claustro hace audible. En una de las muchas salas dedicadas a los tapices, admiramos los protagonizados por el unicornio: son imágenes de caza, que nos sorprenden, porque el unicornio constituía un figura benéfica. Averiguamos que la razón para abatirlo a lanzazos o con perros, o para encerrarlo en una jaula, no era otra que el carácter sanador de su cuerno: purificaba el agua. Uno siempre descubre que su ignorancia era mucho más grande de lo que se imaginaba.
El Memorial del 11-S ocupa el mismo espacio que en su momento ocuparon las Torres Gemelas. Con mi entonces mujer y mi hijo Pablo, las visitamos en 2000 y subimos a una de ellas. Hoy Elaine y yo solo podemos descender a lo que queda de ambas, porque el museo de la catástrofe es, en buena parte, subterráneo. En la superficie, dos piscinas cuya agua no está embalsada, sino que cae en cascada por las paredes y desaparece por un agujero negro en el centro (una de ellas, en obras, no funciona), reúnen, en sus bordes de mármol negro, el nombre de las casi 3.000 personas asesinadas por Al Qaeda aquel 11 de septiembre infausto. Cometo la imprudencia de apoyarme en esa cenefa onomástica para tomar notas en mi libreta de viaje, y una vigilante, parapetada tras un chaleco amarillo, no tarda ni tres segundos en aparecer y amonestarme por semejante falta de respeto. “No se puede escribir en la orla”, me espeta. “No estaba escribiendo en la orla; estaba escribiendo en la libreta”, le respondo. “Da igual. Estaba Ud. apoyado en ella”, zanja. (Cerca, unos minutos después, veo cómo alguien apoya una lata goteante de refresco en esa misma orla; me dan ganas de buscar a la vigilante y chivarme). En el Memorial se recogen numerosos restos de los edificios derribados —algunos enormes: el motor de uno de los ascensores, partes de la antena de comunicación, un coche de bomberos quemado y aplastado por los edificios que se desplomaban—, expuestos como iconos del martirio; grandes obras de arte inspiradas por el dolor causado por el ataque (como la cita de La Eneida, de Virgilio, que recibe a los visitantes en el vestíbulo principal, No day shall erase you from the memory of time [Nulla dies umquam memori vos eximet aevo: ‘Ningún día os borrará nunca de la memoria del tiempo’], compuesta por Tom Joyce con placas de metal superviviente de las Torres, o el mural Color of the Sky on that September Morning [‘El color del cielo de aquella mañana de septiembre’], de Spencer Finch, integrado por 2.983 acuarelas, cada una de las cuales pintada con un matiz diferente del azul); y constantes homenajes a los muertos en el atentado, cuyos nombres y caras (y objetos personales) se reproducen en varios lugares. En las salas con las pinturas inspiradas por los atentados, cuelga una del pueblo masái, que le regaló unas vacas a la ciudad de Nueva York para mitigar la calamidad sufrida, y pintó el regalo en el cuadro. Cuando salimos, no dejamos de admirar el Survivor Tree [‘árbol superviviente’], protegido por una valla metálica: es un peral de flor sin rasgos destacables, salvo que se trata del único árbol que, pese a sufrir daños considerables, sobrevivió a los impactos asesinos y al desplome de los edificios. Visitar el Memorial suscita tristeza —todos aquí observan una actitud de afligido recogimiento—, pero también admiración: los americanos han sabido construir donde otros solo supieron destruir; han creado algo donde antes no había nada; han dado vida a un lugar sembrado de muerte.
Paseamos por Wall Street, que es el barrio más antiguo de la ciudad, donde primero se establecieron los holandeses. Elaine quiere que veamos el famoso toro de Wall Street, una estatua de bronce de 3.200 kilos, instalada en 1989 (sin permiso) por el artista siciliano Antonio di Modica, ante la que siempre hay una larga cola de gente que quiere tocarle los huevos (al toro, no a Modica). En efecto, los generosos testículos del morlaco penden manifiestamente ante la mirada aviesa de casi todos, y se ha convertido en una tradición neoyorquina acariciárselos (e inmortalizar el momento). Tanto se los han frotado ya que lucen desgastados, de un bronce más claro, casi áureo: huevos de oro, como los de Bardem. Mientras vemos cómo la gente se divierte con las pelotas del animal, un guía turístico nos habla. Su cliente ha cancelado la cita que tenía concertada y se nos ofrece a llevarnos, gratis et amore, hasta otra estatua famosa del barrio, la Fearless Girl [‘la niña sin miedo’], delante de la Bolsa de la ciudad, que Elaine también quiere enseñarme. Mientras caminamos, Stan—que así se llama el guía— me señala las placas del suelo que recuerdan a personajes importantes de la historia de los Estados Unidos. Una de ellas cita al marqués de Lafayette, tan importante en la guerra de independencia contra los británicos. No exento de patriotismo, pero también de rigor histórico, le menciono a Bernardo de Gálvez, “el héroe de Pensacola”, el español que también contribuyó a aquella lucha, expulsando a los británicos de la Florida occidental (y al que homenajea la ciudad de Galvestone, que incorpora su nombre). El bueno de Stan no ha oído hablar de él, y a mí me invade la melancolía: cuánta ventaja nos llevan los franceses (y casi todo el mundo) en la apreciación de nuestra historia. Cuando ya estamos junto a la Fearless Girl, Elaine menciona, en passant, que escribo poesía. Stan me pregunta entonces: “¿Y rima?”. “No —le contesto—, pero aun así es poesía”.
Pasamos la mañana del lunes en Coney Island, el parque de atracciones más famoso de Nueva York, aunque está a casi una hora en metro desde Times Square, al sur de Brooklyn. Antes era, en efecto, una isla, pero lleva décadas siendo una península. Las atracciones no funcionan hoy, no sabemos por qué. Paseamos, pues, por el largo bulevar con el suelo de madera que flanquea la playa, de arena amarilla, repujada de dunas. Un mendigo sin pies, en silla de ruedas, se entretiene echándole tomates y aros de cebolla de la caja de fast food que sostiene en el halda a la bandada de gaviotas de cabeza negra y pico rojo que han acudido con urgencia y estrépito a su ofrecimiento. Los bichos lo devoran todo con enérgicos golpes de gaznate, aunque a alguna se le quedan brevemente enrollados los aros de cebolla en el pico. El mar, muy azul, está tranquilo. Algunos barquitos sestean cerca de la orilla; algo más lejos, lo hacen unos cargueros (y un petrolero, creo). Un grupo de cinco ancianos en bañador toman el sol, despatarrados, en un banco. Delante de ellos pasa una pareja de musulmanas cubiertas desde las uñas de los pies hasta el colodrillo. Cerca del mediodía, matamos en hambre con unos hot dogs en Nathan’s, un local que se anuncia como el mejor restaurante de perritos calientes de la ciudad. Mucho me parece: el que me como yo no supera a los que se pueden comprar en cualquier puesto callejero, y el pan que lo ciñe se cuartea y desmigaja a las primeras de cambio. Me lo ha servido un camarero negro. En Nathan’s, todos los camareros son negros. En general, en los Estados Unidos todos los trabajadores manuales, los que ocupan los estratos más bajos del mercado laboral, son negros (o hispanos). La estratificación económica propiciada por el racismo es inmediatamente visible y tan palmaria como el sol que hoy aprieta en esta playa atlántica. Mientras comemos, en otra mesa de la terraza dos policías gigantescos engullen sendas hamburguesas acordes con su tamaño y se beben los barreños de Coca-Cola que sirve Nathan’s. Cuando ya volvemos, una señora le ofrece a un joven indigente una bolsa de patatas fritas y un vaso de Coca-Cola: Do you want this? [‘¿lo quieres?’], le pregunta. El hombre, ido, aparta la cabeza y se aleja sin contestar. ¿No?, concluye, resignada, la fugaz samaritana. Muchos americanos no están dispuestos a pagar los impuestos que se necesitan para mantener una sanidad pública gratuita y universal, como de la que disfrutamos en Europa, que atienda a las muchísimas personas que viven enfermas, sin techo y en la miseria en el país, y creen compensarlos con estos actos de caridad cristiana, que aplacan momentáneamente la conciencia, pero desatienden las injusticias de la economía capitalista y la verdadera compasión social. Ya en el metro, cuando estamos sacando los billetes de regreso, un mendigo blanco se interpone entre nosotros y las máquinas para recoger una moneda de pocos centavos del suelo y comprobar si en los cajetines de los aparatos han quedado otras.
Bajamos en Times Square, donde se amontona, como siempre, una multitud ingente de personas. En una mesa de la terraza de un bar, dos jóvenes desnudas, salvo por sendos escuetísimos tangas, se pintan el cuerpo una a otra con purpurina y rotuladores. No sabemos por qué lo hacen. No reivindican nada expresamente. Solo sus cuerpos, abundantes, excesivos. Eso: la fiesta del cuerpo, aunque sea tan inarmónico como el de estas mujeres. En las mesas a su alrededor, la gente sigue mirando el móvil y bebiendo refrescos como si nada. Esto es Nueva York.
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