Primero nos contó cómo vivía un topo; luego fue el que desordenaba, el sigiloso; nos habló también de los pormenores, de la vida mitigada, de la belleza de lo pequeño y del murmullo del mundo, se preguntó para qué servían los charcos, y acabó reuniendo sus perplejidades en una poesía completa que se titula, reveladoramente, En otro orden (Dilema, 2019). Hoy subraya su apartamiento del conocimiento fútil y la bambolla social, y se presenta como El que menos sabe. Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) ha hecho de la atención a lo que palpita a su alrededor, a lo pequeño e inmediato, a lo humilde y hasta anodino, pero henchido de dignidad callada, de enjundia existencial, la razón de su mirada y el motor de su poesía. En El que menos sabe insiste en la contemplación de una cotidianidad de silencio y recogimiento («vivir a solas / y sin ruido»), poblada de menudencias y sombras. Sánchez Santiago conversa con la cercanía, escruta las afueras, las orillas, y asienta su patria en una poquedad que «tiene la escasa estatura de lo inadvertido / y cabe en el relámpago de los parpadeos». El poeta mira lo que no suele merecer el privilegio de la mirada. Y, con su pupila querenciosa y exacta, con avidez sosegada, desvela la verdad que contienen los objetos, el dobladillo de las conversaciones, las inflexiones de la luz. El que menos sabe es una proclama moral: la reivindicación de una vida que se nutra, que extraiga la sustancia del ser, horacianamente, no de las fanfarrias mentirosas, sino de lo próximo y delicado, de lo impuro y mejor.
Pero El que menos sabe trasmina también una sensación de derrota, de final de camino. La muerte, más presente, más cercana hoy, sobrevuela los actos del libro y sus palabras atardecidas, y el poeta le da cuerpo —como hace con toda realidad abstracta— con imágenes de una tangibilidad dolorosa: en un poema, obra «antes de que las últimas mondas del día / me reclamen, me vengan a buscar / y a hacerme sitio / allí / donde la luz no cabe»; en otro se va «haciendo más turbio y diminuto, caminito de la muerte». Eso es la poesía, en efecto: lo que decimos mientras caminamos hacia la muerte, y porque sabemos que caminamos a ella, como ha escrito Gamoneda. Sánchez Santiago reúne recuerdos de tiempos asimismo perecidos: el del niño que fue en una pequeña ciudad de provincias y el de la «liturgia comercial» que hubo de practicar hasta que pudo abandonar aquella edad sumisa. El que menos sabe tiene mucho de autobiografía. Una serie de cinco poemas de la primera parte, «Almanaque desconcertado», hilvana aquellos momentos de una infancia remota, empapados de melancolía. Por su parte, la tercera y última sección del libro, «Quieta casa ya», constituye una conmovedora elegía a la madre muerta. Se compone solo de dos poemas, y no necesita más: el primero, un sucinto conjunto de poemas en prosa, con estructura de diario, que narran el estremecedor trance de la entrada y el vaciado de la casa de la madre fallecida; y el segundo, la nana que el hijo le canta a su madre.
Tomás Sánchez Santiago ha escrito un libro mayor, cuya dicción encendida convive con el desengañado entendimiento de lo que se desvanece.
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