viernes, 19 de julio de 2024

La necesidad de creer en algo superior

Si nos paramos a contarlos (en el caso de que queramos practicar este ejercicio agotador y, al menos para mí, también descorazonador), veremos que la mayoría de las personas a nuestro alrededor —y, de hecho, la gran mayoría de la humanidad— cree en mundos que están más allá de este, tanto físicos como espirituales. La religión (entendida, como la define Ambrose Bierce en su impagable Diccionario del diablo, como “hija de la Esperanza y el Temor, que vive explicando a la Ignorancia la naturaleza de lo Incognoscible”), en sus múltiples revestimientos y manifestaciones, lleva siendo, desde hace milenios, la principal suministradora de realidades sobrenaturales a los humanos, aunque siempre haya convivido con otras modalidades de la superstición, que, en nuestros tiempos, y pese al predicamento que ha adquirido la ciencia, se han endurecido y multiplicado. Cualquiera puede comprobar, con una breve navegación por Internet, la presencia y proliferación de toda suerte de ideologías espiritualistas —llamémoslas así— que predican la existencia de dioses, universos paralelos, mundos ultraterrenos, seres superiores, energías cósmicas, extraterrestres, ánimas vagabundas, criaturas mágicas, civilizaciones ocultas y un largo etcétera de entidades invisibles, inmateriales e inverificables, pero, pese a ello, irrefutablemente ciertas para quienes creen en ellas. Pero este festival de doctrinas fabulosas no es una mera realidad digital, sino que se extiende a nuestra vida cotidiana y, a menudo, a nuestro propio círculo de allegados. No creo que haya nadie, hoy en día, que no conozca a alguien, entre sus amigos y familiares, que no comparta alguna o varias de estas creencias. Yo miro en mi círculo personal —compuesto, en general, por personas cultas e inteligentes— y, sin escudriñar demasiado, constato la presencia de no pocos que creen en Dios (la superstición más consolidada, que se tiene desde hace mucho por normal y que presta incluso un aura de respetabilidad a quienes la comparten); de algunos que están convencidos de que los extraterrestres construyeron las pirámides, o de que penetran en nuestro cerebro y se comunican felizmente con quienes están dispuestos a recibir su mensaje alienígena (la fe es muy importante en todos estos sistemas: siempre llega un momento en que se afirma que “para entenderlo, hay que creer”), o de que han abducido a un pariente o al pariente de un amigo; de algunos más que creen en la reencarnación, y en los viajes astrales, y en las experiencias después de la muerte; y de otros, en fin, que se ponen en manos de guías espirituales, intérpretes de una sabiduría cósmica, y que gobiernan su vida de acuerdo con sus dictados. Sé que todas estas búsquedas de una razón ontológica fuera de nuestro mundo tangible tienen mucho que ver, si no todo, con la necesidad de consuelo del ser humano. Necesitamos algo que nos dé sosiego, que nos permita considerarnos parte de un conjunto benigno y acogedor (no como nuestra triste realidad cotidiana y nuestras aún más tristes sociedades planetarias, tan deslavazadas y hostiles), que apacigüe la angustia extrema de la muerte y el no ser, que justifique nuestra incomprensible existencia. Y ello con independencia de que ese “algo” sea cierto o no. Nosotros lo creamos, y así se hace cierto para nosotros; con eso nos basta. Hace poco, vi un reciente e interesantísimo debate público entre Richard Dawkins, biólogo evolutivo y etólogo, y uno de los más destacados representantes del llamado “nuevo ateísmo”, y Ayaan Hirsi Ali, escritora y activista antiislámica, que había militado en ese nuevo ateísmo hasta que, a finales de 2023, decidió convertirse al cristianismo. En este debate, Ali explicaba esa conversión por razones, digamos, prácticas, esto es, por su utilidad: la había ayudado a superar una profunda depresión para la que no encontraba remedio y, lo que era aún más importante, le proporcionaba un conjunto de creencias que llenaba el vacío moral al que conducían las tesis ateas. Para ella, el ateísmo niega, pero no afirma nada: no suministra al hombre las certezas que le permiten sobrevivir en este mundo y sentirse satisfecho con la vida que le ha sido dada; es más, las destruye. Me sorprendió que Ali no alegara razones, digamos, superiores o espirituales —aunque su posición encaja en lo que antes he llamado “ideologías espiritualistas”—, sino meramente funcionales: hay que creer no porque Dios exista, ni porque sea cierto lo que predica el judeocristianismo (o cualquier otra religión), sino porque hacerlo nos ayuda a combatir la soledad y el sufrimiento, es decir, porque es física y moralmente analgésico. Dawkins replicaba a esto, con toda la sensatez del mundo, a mi entender, que no discutía el derecho de Ali, y de todos, a hallar consuelo en la fe —de hecho, se alegraba de que su amiga Ali lo hubiese encontrado—, pero que para él era más importante vivir de acuerdo con la verdad, y que no era verdad que los muertos resucitaran, ni que las vírgenes parieran, ni que alguien pueda ser uno y trino a la vez, ni que un pez se vuelva mil peces y un pan, mil panes, entre la infinidad de absurdos —theological bullshit los llamaba, en concreto— y crueldades (como que la única forma que había tenido Dios de redimir a la humanidad que él mismo había creado hubiera sido mandar a su hijo para ser asesinado en la cruz) que constituyen la doctrina cristiana. La misma posición no esencialista sino utilitarista de Ali mantienen muchos de los amigos que tengo que creen en realidades sobrenaturales. Uno que, como ella, se encontraba sumido en una devastadora depresión, halló la salvación en la tutela espiritual de un par de maestros espirituales que lo transportan periódicamente a las regiones etéreas. Y otro me dijo en una ocasión que, como no creía en Dios, tenía que creer en los extraterrestres. Es ese “tener que” el que me desconcierta. ¿Por qué gran parte de los seres humanos sienten la necesidad ineludible, casi la obligación, de creer en algo superior? ¿Por qué no les basta esta humilde, prosaica y frecuentemente triste, pero a la vez irrevocablemente nuestra, realidad inferior? ¿Por qué quieren escapar de lo que les rodea, de lo que los define? Yo nunca he sentido esa necesidad. La mía ha sido siempre la de entender —o más bien aceptar, porque entenderlas es casi imposible— la frágil condición humana y el insondable laberinto de la naturaleza. Y con eso, creedme, he estado —y sigo estando— más que entretenido. Ambas son cosmos abstrusos y a menudo impracticables. La psique y la conciencia humanas son abismos plagados de agujeros negros, de poderes potencialmente letales, de zonas tan inexploradas como la fosa de las Marianas. Y la naturaleza es otro pozo sin fondo de preguntas que acaso no tengan respuesta, de fuerzas indescriptibles y sombras interminables. Ambas, la conciencia y la naturaleza me interrogan y me desafían, y ambas constituyen el único (e infinito) diálogo que podemos entablar, a mi juicio, con un mundo al que no hemos pedido venir, pero nos han traído, y del que no queremos irnos, pero nos van a expulsar. Su dificultad y su hondura son tales que no necesito más; no me hace falta recurrir a expedientes divinos o alienígenas: tengo suficiente con convivir con mis semejantes, los que están aquí abajo, enfrascados en esta brega diaria con el ser, y conmigo mismo, lleno de oscuridad e incertidumbre, algo aún más arduo, y con experimentar la fascinación del mundo natural, sensorial, mensurable, que me deslumbra con los procesos de la vida y con la infinita poesía de la materia, a la que la evolución ha hecho inteligente. En las raras ocasiones en que me avengo a hablar de estos asuntos —porque he comprobado que la exposición de mis opiniones suele ofender a mis interlocutores—, me suelen tachar de materialista y, aquellos con alguna formación filosófica, de monista (bueno, ellos son idealistas y dualistas), sambenitos a los que acostumbran a añadir el más infamante de todos: que no creo en nada. No es así: yo creo en muchas cosas, pero todas relacionadas con el hombre y con la naturaleza, no con instancias esotéricas o celestiales: el amor, la amistad, la justicia, la solidaridad, la literatura, el arte, la lealtad, la compasión, Monica Bellucci, una buena fabada. En lo que no creo, ciertamente, es en las hadas, en los Reyes Magos (aunque confieso que de estos fui un devoto hasta los nueve años) o en un Ser Supremo, sea cual sea, aunque reconozco que, de hacerlo, viviría mucho más tranquilo, como seguramente hacen quienes me tachan de no ver más allá de mis narices, que ya se han provisto de todas las respuestas, aunque sean disparatadas. Porque eso es lo que significa, para ellos, ser materialista: que careces de la perspicacia y la sensibilidad necesarias para penetrar, como ellos, en cosmos más elevados, cuando, en realidad, el materialismo no es otra cosa que un apego razonable a lo que todos compartimos y reconocemos: este mundo lleno de idiotez y fango, pero también de belleza ilimitada y misterios prodigiosos, el único que tenemos y que nos hace como somos, temibles pero quebradizos, egoístas y altruistas, ofensivos e indefensos. Yo, como el poeta Paul Éluard, creo que hay otros mundos —muchísimos—, pero que están en este. Y una última observación: en su debate con Dawkins, Ayaan Hirsi Ali también dijo algo que les he oído a menudo a los apologistas cristianos: si Dios no existe, es decir, si no creemos en un Hacedor que nos provea de razón moral para enfrentarnos al mundo, viviremos en el vacío, sin nada a lo que asirnos, sin comprensión del bien y el mal, sin pautas éticas para obrar rectamente. Ante esta afirmación, que por lo general se hace con una mirada penetrante y ahuecando la voz, yo siempre me he preguntado: ¿Por qué? ¿Por qué necesito creer en Dios para saber que está mal asestarle ocho puñaladas a alguien o abusar durante años de un menor? ¿No eran creyentes fervorosos (en dioses diferentes, eso sí) el islamista que acuchilló a Salman Rushdie y la legión de curas pederastas que se han prevalido de su condición de maestros para desgraciar a generaciones enteras de niños? ¿No se dicen cristianos esos que ignoran los mandatos de Cristo —dar de comer al hambriento y de beber al sediento, vestir al desnudo, etcétera— y predican que se devuelva a la guerra, al hambre y la miseria a niños solos y necesitados de ayuda? ¿Qué me da Dios que no pueda idear yo para articular una ética estrictamente humana, que regule con cordura el tráfico de acciones que realizamos en común en este espacio tumultuoso y desafecto que llamamos sociedad? De hecho, eso es lo que convendría para que los pueblos y las personas no se siguieran matando por razones espirituales, como aún sucede en Palestina y en tantas partes del mundo: un humanismo racional e ilustrado, una ética desnudamente humana que prescinda de adherencias metafísicas, de explicaciones inaprensibles, de seres que no están porque no existen, porque solo viven en nuestra mente.

4 comentarios:

  1. 👏👏👏👏👏👏

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  2. Mira tú, yo empecé a creer en una energía superior que lo unía todo cuando conocí tu obra. Desde el primer libro que llegó a mis manos La luz oída ahí supe que existía algo superior, llámalo Dios, llámalo X...
    Un abrazo fuerte.

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  3. Los que no tenemos creencias como esas que mencionas, Eduardo, a menudo pensamos en la realidad como una especie de ancla o toma de tierra contra la tentación de la fantasía. Y, sin embargo, la realidad es la mayor proveedora de “fantasía“. La mera posibilidad de mundos alternativos y realidades paralelas (o, sin ir más lejos, de agujeros negros, partículas y antipartículas, taquiones que desafían las leyes de la causalidad…, las propias dimensiones del universo conocido), deja a mi juicio pequeña la creencia en extraterrestres o en los mismísimos Reyes Magos. Quien sienta “claustrofobia de realidad” tiene espacio de sobra para aliviarse sin salir de ella.

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  4. Muy buena reflexión, Eduardo. Y muy cercano a tus planteamientos. Creo que lo sagrado no se puede alejar de la naturaleza, del ser humano.
    Las creencias siempre son mapas mentales y muy de la razón. Me siento más afín a la sabiduría, a la conciencia, a la contemplación.
    Me parece que creer por necesidad te introduce en un juego psicológico de intercambio casi comercial: "Creo en Ti para que me des...".
    Por supuesto, la poesía es para mí el sendero del corazón, la práctica esencial, la fe más sensata.
    Alguien que puede decir: "La luz me atardece” o "Yo amo los mundos sutiles" o “Si todo es templo…" no se le puede acusar de no creer en nada.

    Muchas gracias y un abrazo

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