miércoles, 31 de julio de 2024

La tontada de los Juegos Olímpicos

Han vuelto los Juegos Olímpicos, como vuelven las estaciones o los vencejos, como vuelven las calamidades y llega, por fin, la muerte. Tras otras recurrencias deportivas propias de la canícula, que a muchos nos sumen en una percepción heraclitiana de la existencia —y también en siestas majestuosas—, como el Tour de Francia, llega, asimismo de nuestros queridos vecinos franceses, la apoteosis cuatrienal del deporte: las olimpiadas. De aquellos arcaicos y arcádicos juegos de la Grecia clásica, que cantaban los poetas —Píndaro se hartó de ensalzar, en odas memorables, los triunfos olímpicos—, en los que los atletas competían desnudos (lo que debía de ser digno de ver, sobre todo en las carreras y en el pancracio, una competición de combate en la que valía todo), y por los que se detenían las guerras —al revés de lo que pasa hoy, en que las guerras detienen los juegos o, aunque no lo hagan, prosiguen tan campantes su labor de destrucción—, hemos pasado a un acontecimiento planetario y monstruoso que exacerba el ánimo de millones de personas y acapara la atención de casi todos los habitantes de la Tierra. Como era de esperar —porque el deporte, como todas las instituciones indiscutidas, se fundamenta en una repetición sin fin conocido—, el advenimiento de las pruebas olímpicas conlleva la exaltación del espíritu de superación del ser humano, su capacidad de sacrificio y su perseverancia simpar, orientada a la consecución de un logro tan admirable como superar un récord o batir a un rival imbatible. Este sostenido canto a la lucha que mantienen los deportistas consigo mismos y con los demás, y a su voluntad de superar los límites que les ha impuesto la naturaleza, se refiere, en realidad, a hazañas intrascendentes. Si pensamos desapasionadamente en ello, correr una determinada distancia en una décima de segundo menos que un corredor anterior, o arrojar una bola de hierro un centímetro más lejos de lo que lo había hecho el mayor forzudo hasta el momento, o enviar una pelota, de goma, cuero o plástico, a donde otro u otros no puedan alcanzarla, no es una proeza, sino una banalidad. El deporte no tiene otro fin que sí mismo, en un círculo solipsista de esfuerzo y resultado que nunca se sale de sus vacuas guías y nunca deja de girar. Cuando el científico mira por el microscopio para hallar una sustancia que acaso cure el cáncer o cualquier otra enfermedad terrible, realiza una labor que no se agota en su propia ejecución, sino que proyecta sus hallazgos en otros, en todos. Cuando el poeta escribe unos versos que aspiran a ser los más hermosos y elocuentes que pueda concebir, enriquece con ellos la sensibilidad y el pensamiento de sus semejantes (y, si son buenos, los de las generaciones venideras), de todos ellos, aunque solo los lean unos pocos, y, así, hace el mundo un poco más respirable. Cuando el arquitecto dibuja en un plano un edificio, no se limita a trazar líneas en el papel, sino que construye realidades materiales que darán cobijo y placer a su prójimo, y que contribuirán a una vida más digna para todos. El deportista solo castiga su cuerpo, durante años, para alcanzar una meta intransitiva. Resulta penoso ver a Rafael Nadal, por ejemplo, empeñado en dejarse la piel —una piel que ya se le cae a trozos— y los músculos en las pistas de París. Arrastra lesiones permanentes; se envuelve un muslo con cintas compresoras; se le está cayendo el pelo. Y todo para hacer lo mismo que lleva décadas haciendo: conseguir que una bola pase por encima de una red una vez más que su adversario. La millonada que ha ganado quizá justifique ese esfuerzo. Pero esa retribución es solamente suya. A los demás, salvo orgullo patriótico en aquellos necesitados de consuelo tribal, su esfuerzo no nos ha reportado nada. Estos días ha alcanzado fama una judoca japonesa, una tal Abe Uta, por haber sido derrotada en su primer combate, cuando ella, y todo Japón con ella, confiaba en ser campeona olímpica. Vencida, en el suelo, ha prorrumpido en unos alaridos estremecedores, que expresaban una inconsolable decepción por la derrota. No, insisto, unos gemidos breves y educados, no unas lágrimas comedidas, sino unos berridos que hacían temblar el pabellón y que no conseguía silenciar su entrenador, que ha acudido raudo a abrazarla y darle unas muy niponas e infructuosas palmadas en la espalda. Los periodistas deportivos, siempre a la busca del gesto irrelevantemente heroico, se han apresurado a cantar la reacción de la buena de Uta como una conmovedora demostración de la grandeza olímpica: de cuánto representa el triunfo en los juegos para esta gente tan extraordinaria, capaz de enterrar su juventud y su salud en los gimnasios, las pistas o los campos de juego a cambio de un trozo de metal y de la gloria imperecedera que cantaran los aedos griegos. Pero a mí la desolación de Uta me ha recordado más bien a la de los oficiales japoneses que, incapaces de aceptar la derrota, se hacían el harakiri, o la de los pilotos del Imperio del Sol Naciente que estrellaban sus aviones contra los acorazados estadounidenses cuando la Segunda Guerra Mundial agonizaba (y ellos también). Seguro que pegaban unos gritos tan doloridos (y dolorosos) como Abe Uta. Qué sorbido debía de tener el cerebro esta mujer, qué dentro se tenía que haber metido los principios de la competición y las expectativas propias y ajenas para abandonarse a este espectáculo inmoderado, a este gesto ensordecedor, a esta teatralización de un sacrificio vano. Pero, como digo, a los periodistas deportivos, ese lumpen intelectual de la comunicación, a los que se les ve siempre felices cuando retransmiten alguna de los grandes celebraciones de su gremio, les ha faltado tiempo para elogiar a Uta con la misma vehemencia con la que Uta chillaba. Los periodistas, de hecho, expelen rimbombancias sin parar. A sus bocas —y a sus cerebros, me temo— acuden las palabras más augustas del lenguaje para que sus crónicas, creen ellos, pobrecitos míos, rayen a la misma altura que los héroes cuyas gestas proclaman. Todo es “histórico”, todo es “excepcional”, todo es “grandioso”, todo es “incomparable” (además del marco), todo es “inigualable”. Los superlativos les chorrean de los labios. Las hipérboles son sus compañeras de micrófono. Y en ocasiones hasta les faltan las palabras para expresar la honda emoción que sienten. Nadal es un gigante que pelea, como los semidioses o, qué coño, como los mismísimos dioses, hasta el último y épico aliento. La Simon Biles es ya una criatura legendaria: nadie puede igualar los brincos que pega. Y un nadador llamado León Marchand se ha convertido en el capitán América francés: el superhéroe que encarna los ideales imprescriptibles de la liberté, la fraternité y todo lo demás. Y eso cuando no se abonan al lenguaje bélico que es marca de la casa: los ataques, las defensas, los contraataques, los disparos, la resistencia, el bombardeo, el cerco, los combates, “las guerreras”, "las guerreras del agua", “los leones”, arrasar, destruir, la muerte, la victoria. Los periodistas deportivos han interiorizado tanto que el deporte no es sino el sucedáneo simbólico de la guerra que ya son incapaces de hablar de otra cosa que de guerra. Algo muy poco edificante cuando las guerras de verdad, las de sangre y muerte, se siguen librando mientras ellos narran, para los oídos agradecidos y el alma adormecida de tantos, las proezas inútiles de nuestros mitos contemporáneos.

6 comentarios:

  1. Competir como sadismo democrático. Un abrazo fuerte Eduardo.

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  2. Titular de un periódico de tirada nacional sobre el dobles de tenis de ayer: "Por qué la tragedia de Nadal y Alcaraz rompió el sueño de todo un país".
    Yo esta noche no he dormido, no sé vosotros.

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  3. Genial entrada. Un solo Rilke vale más que cien gimnastas

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  4. Tan bien pensada y tan bien expresada que esta podría llegar a ser una mítica desmitificación.
    Y ojalá sea una de entre las muchas que escribas, tan necesarias.
    Ánimo, gigante.

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  5. Gracias, Jonás, Antonio, Anónimo y José Carlos por vuestros comentarios y vuestra amistad. Un abrazo a todos.

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  6. Una genial entrada, por supuesto, cuándo no lo son. Pero no me gusta opinar tan a la ligera, incluso cuando
    estoy totalmente de acuerdo con tu sentir.
    Cada uno nos agarramos a lo que buenamente tenemos a nuestro alcance y conocimiento.
    No sé, no me atrevo a decir que Rilke vale más qué..., o menos qué... Eduardo, a ti te encanta ver La Super bowl, y te respeto, no lo entiendo, pero si te puede hacer sentir algo parecido a la felicidad, olé por ti.
    Te admiro y te admirarte siempre.
    Un beso grande.

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