jueves, 29 de agosto de 2024

Asediados por la estupidez

Cada día, desde que me levanto, me siento asediado por la estupidez.

Los talibanes, que mandan en Afganistán, han dictado una nueva ley —por cuya aplicación velará con celo terrible el Ministerio para la Supresión del Vicio y la Propagación de la Virtud— que prohíbe que la voz de las mujeres se oiga en público. Además de no poder mostrarse, ahora tampoco podrán cantar, ni recitar, ni hablar en voz alta (y mucho menos delante un micrófono). Tampoco maquillarse ni perfumarse, y ni siquiera mirar a un hombre que no sea pariente suyo. Para no ser tachados de inecuánimes, los talibanes también han establecido en esta ley prohibiciones para los hombres: no pueden llevar corbata, ni una barba más corta que un puño, ni peinarse (ni, si son conductores de autobús, dejar subir a las mujeres que no vayan acompañadas por un pariente varón). La lista de castigos por el incumplimiento de estas normas incluye “consejos, advertencias de castigo divino, amenazas verbales, confiscación de bienes, detención de una hora a tres días en cárceles públicas y cualquier otro castigo que se considere apropiado”. Léase bien: cualquier otro castigo que se considere apropiado. Los talibanes creen que los principios de legalidad, tipicidad y seguridad jurídica son deplorables invenciones de un Occidente corrupto e infiel. Si, no obstante, las penas aplicadas no corrigiesen el comportamiento del (o, más probablemente, de la) sujeto, se le (la) pondría a disposición judicial para garantizar, con las nuevas medidas que dispusiera el tribunal, que el infractor (la infractora) se atuviese por fin al virtuoso espíritu de la sharía.

Ayer, último miércoles de agosto, se juntaron 22.000 personas en Buñol (Valencia), bien apretadas, para tirarse tomates. Lo hicieron, lo hacen cada año, durante una hora. Y gastaron en ello, con cargo al erario público, 120 toneladas de tomates. En España, existe la acendrada tradición de tirarse cosas en las fiestas: en Haro, vino; en Guadix y Baza, pintura negra; en Ibi, harina y huevos; y en Buñol, tomates. (También existe otra bonita tradición, más acendrada todavía: la de hacer ruido, pero de esta hablaremos en otra ocasión). Es mejor, sin duda, tirarse tomates que piedras o puñetazos (o una cabra desde el campanario), pero uno duda de que semejante pandemonio solanáceo contribuya al progreso humano. La tomatina es, desde 2002, fiesta de interés turístico internacional: gentes de todos los países, fascinados por las ocurrencias hispanas, acuden a disfrutar del encuentro. Y todos se muestran entusiasmados: es una experiencia maravillosa, regeneradora, única, dicen.

Un amigo me manda una foto de un plato de patatas fritas y la siguiente noticia aparecida en Internet: “La nueva moda de meterse patatas fritas por el culo que arrasa en Internet”.

También en Internet se han difundido los vídeos de una persona influyente (en argot anglointernético, una influencer), una canadiense que se presenta como “coach holística, especialista en optimización humana y mentora de negocios”, en los que afirma que las gafas —todas— son innecesarias y que los problemas de visión son, en realidad, consecuencia de trastornos mentales, emocionales y hasta espirituales que se pueden solucionar con meditación, limpiezas de hígado y aceites esenciales, entre otras peculiares terapias. Antes, los charlatanes malintencionados, como los vendedores de elixires que curaban la calvicie y el cáncer, solo se conocían cuando el circo ambulante o el carromato destartalado del supuesto doctor visitaba el pueblo. Ahora, gracias a Internet, se difunden planetariamente y consiguen, por algún abominable mecanismo de la psique humana que la educación no parece capaz de corregir, que una inevitable legión de idiotas los bendiga de inmediato con su adhesión, su aplauso y su dinero.

Una gimnasta checa, llamada Natalie Stichova, de 23 años, se ha despeñado en las montañas bávaras mientras se hacía una autofoto. La joven, que llevaba años sembrando instagram de imágenes suyas en parajes envidiables (de eso se trataba), estaba intentando inmortalizarse con el castillo de Neuschwanstein (en el que se inspira el castillo que aparece en las películas de Walt Disney) al fondo, pero, se desconoce si por un resbalón o por el desprendimiento una piedra (en cualquier caso, Natalie estaba al borde mismo del abismo), se ha precipitado contra las rocas, ochenta metros más abajo. Matarse cuando se intenta quedar divina de la muerte en una imagen que concite miles de likes parece estar convirtiéndose en una tradición: Sophia Sheung pereció en 2021 intentando retratarse en una cascada; Inessa Polenko se precipitó al vacío en 2024, con el móvil en la mano, desde un mirador del Mar Negro; y una tal Cinthya Nayeli Higareda Bermejo fue succionada por un tren en México al hacerse una foto justo cuando pasaba el convoy a toda velocidad. De hecho, según un estudio de la Biblioteca Nacional de Medicina de los Estados Unidos, publicado en 2018, 259 personas perdieron la vida mientras se fotografiaban entre el 2011 y el 2017. La media de edad de las víctimas era de 22 años. Está visto que ser para los demás implica, para muchos, dejar de ser.

Vuelve el fútbol (aunque nunca se haya ido). Los periodistas calificando cualquier minucia de “histórica”. Los entrenadores afirmando que hay que ir partido a partido y que no se pueden desperdiciar tantas ocasiones como en los últimos encuentros. Los jugadores demostrando a cada declaración que necesitan desesperadamente un curso de alfabetización. Los presidentes sosteniendo que el suyo es el mejor club del mundo (o, si eso no puede ser, que su afición es la mejor afición del mundo). Los aficionados berreando por la victoria o gimoteando por la derrota. Los árbitros, denunciando que se los maltrata. Las mujeres, entusiasmadas por que las futbolistas digan ya las mismas memeces y se comporten con la misma vulgaridad que los futbolistas. Los periódicos deportivos bullendo de titulares, exclusivas y polémicas. Los contertulios de las televisiones voceando barbaridades. Y los televisores siempre de color verde en los hogares.

Tres mañanas a la semana, muy temprano, cojo el tren para ir a trabajar. En el vagón, nadie habla, nadie sonríe. Algunos siguen durmiendo. Muchos miran el móvil. Las miradas son turbias y huidizas; las poses, pesadas. Cuando nos descargan en la parada final, todos desfilamos por andenes grises y túneles estrechos como un rebaño de reses que se dirigiera al establo, si no al matadero: uniformes, callados, con una prisa refrenada por el hastío. Cada día todo es lo mismo que todos los días. Y me pregunto qué inteligencia hay en esto, qué racionalidad perversa o disparatada nos condena a esta repetición mortal, a esta existencia estúpida.

Por la noche, cuando me miro al espejo mientras me lavo los dientes, antes de acostarme, me siento embotado de estupidez.

jueves, 22 de agosto de 2024

Pinturas y guerra en la cartuja de Nuestra Señora de las Fuentes

Visito hoy, con mi hijo Pablo, la cartuja de Nuestra Señora de las Fuentes, también llamada, más áridamente —y nunca mejor dicho, enclavada como está en el desierto de los Montes Negros—, la cartuja de los Monegros. Tiene una triple historia: religiosa, artística y militar. Las dos primeras suelen darse en casi todos los templos y monasterios españoles, pero la tercera es más infrecuente. Aquí, en cambio, descuella por un simple hecho: la cartuja ha estado siempre rodeada por un muro poderoso, que delimita un recinto amplio, y ha contado con unas instalaciones propias de la orden fundada por san Bruno y san Hugo, es decir, austeras, racionales y resistentes. Estas características la han hecho ideal para alojar tropas, como así ha sido desde antiguo y, sobre todo, durante la Guerra Civil, en la que fue acuartelamiento de los dos bandos, primero de los republicanos y después de los franquistas (mal llamados, durante mucho tiempo, “nacionales”: tan nacionales eran los republicanos como los insurrectos, y sin duda mejores). Como las visitas solo pueden ser guiadas, seguimos al cicerone del lugar, Alberto Lasheras, un cultivado artesano de Alcubierre, muy ducho en la historia y el arte de la cartuja (y en historia y arte, en general). Las primeras informaciones que nos da, además de las evidentes —que Nuestra Señora de las Fuentes es de estilo barroco tardío—, son de carácter militar, precisamente. La imagen en yeso de la Virgen que preside la fachada principal y que da nombre a la cartuja, está descabezada. También le faltan las manos y presenta una serie de impactos que se reconocen de bala. Porque eso fue lo primero que hicieron los milicianos que llegaron al lugar con el golpe de Estado de 1936: acribillarla. Un acto injustificable, pero sí explicable: el poder de la Iglesia había sido tan opresivo durante siglos en España que quienes más lo habían sufrido no pudieron resistir, en aquel desorden suscitado por la insurrección de los africanistas, la tentación de vengarse. También en las losas de acceso al templo, nos explica Alberto, se encuentran huellas de lo que podría ser un tanque soviético T-26, aunque quizá no fuera ya un arma de guerra cuando las dejó, sino un carro reconvertido en tractor: tras el conflicto, muchos de ellos, abandonados por los republicanos o capturados por los franquistas, se utilizaron para los trabajos del campo. No sería extraño que así fuese, porque en 1940, además, las nuevas autoridades emplearon la cartuja de silo: a pesar del nacionalcatolicismo de los vencedores, un depósito de cereal era más importante que un ángelus, al menos en una zona tan deprimida como aquella. Dentro ya del templo, Alberto nos informa de que la cartuja fue fundada en 1507 por unos condes aragoneses que querían honrar la memoria de su hijo Artal, muerto y enterrado en una ermita cercana, demasiado poca cosa para lo que su primogénito merecía. No obstante, el edificio que ahora contemplamos data de mucho después. Tras muchas disputas sucesorias entre órdenes religiosas, se empezó a construir en 1717 y se terminó en 1777. Su mayor tesoro son las más de 250 pinturas que fray Manuel Bayeu, que profesó aquí de cartujo —hermano de los también pintores Francisco y Ramón, y de Josefa, mujer de Goya: era cuñado, pues, del sordo de Fuendetodos—, hizo en sus techos y muros durante treinta años, hasta alcanzar una superficie decorada de 2000 m2. Todas las informaciones sobre la cartuja de Nuestra Señora de las Fuentes que hemos leído, dicen que estas pinturas son al fresco, pero Alberto precisa que no es así: las técnicas utilizadas por el barbudísimo (en un autorretrato que se conserva en el Museo Nacional de Arte de Cataluña luce una barba infinita, como una paca de lana: no se la quería cortar porque, de hacerlo, habría pasado al estamento superior de los cartujos, los padres, que tenían prohibido pintar, un oficio manual y más o menos deleznable que correspondía a los legos) e infatigable pintor son tres: al temple, en la bóveda de la iglesia; al fresco, en la cúpula; y al óleo, en los muros. Estos se han visto muy afectados por la humedad y sufren grandes agujeros: zonas en que la pintura se ha desprendido. Se conoce que, aunque la cartuja se encuentre en la estepa monegrina, cuando llueve, diluvia, y el tapial con el que está construido el edificio deja entrar la humedad. Llama la atención una figura de Cristo descendido de la cruz y rodeado de mujeres, que luce el cuerpo de un gimnasta, con buen color y músculos marcados como si, en lugar de haber recibido latigazos y lanzadas, hubiese acabado de completar una sesión de fitness. Alberto señala en esta incoherente anatomía la influencia de Rubens, que no solo gustaba de las carnes abundantes en las mujeres, sino también de las vigorosas en los hombres. En las pinturas que decoran la espléndida cúpula y que exaltan las virtudes cardinales y a cuatro mujeres fuertes de la Biblia, Judith, Jael, Esther y Débora, comprobamos otro rasgo del estilo de Bayeu, y es que no temía representar escenas más o menos truculentas junto a otras amables o panegíricas, en un estilo canónica y deliciosamente rococó. Así, Judith aparece, muy contenta, con la cabeza cortada de Holofernes en la mano. Y en una de las alegorías del claustrillo que veremos luego, el silencio también sostiene algo inquietante: una rama cuyas flores o frutos son lenguas humanas. Encima de las puertas de la iglesia que dan paso a otras dependencias o al claustrillo, leemos una inscripción extraña: “2-G-22”. El documentadísimo Alberto nos explica que corresponde al nombre de un grupo de bombarderos Junkers 52, al mando de Eduardo González Gallarza, que instaló aquí su cuartel general. También hubo Heinkels 20 de la Legión Cóndor. Todos ellos partían de las inmediaciones para bombardear Cataluña. A mí me sobrecoge saberlo. Quizá alguno de aquellos aviones nazis, pilotados por alemanes, pero también por españoles, soltara las bombas que caían cerca de la casa de mi abuela y de mi padre, cuando niño, en Barcelona. Muchas veces me contó cómo, cuando aullaban las sirenas, tenían que bajar corriendo las escaleras, cogidos de la mano, para ganar la calle y meterse en la estación de metro más cercana; y quizá hubiesen de pasar allí la noche. (Aunque la aviación que machacó Barcelona no fuera la alemana, sino, sobre todo, la italiana, desde Mallorca, me sigue asustando este “2-G-22”, que eran los que atacaban de día; los que los hacían por la noche se llamaban “1-G-22”). La cartuja de Nuestra Señora de las Fuentes conoció un paréntesis amable entre calamidades, desamortizaciones y guerras: entre 1877 y 1891 fue balneario, por iniciativa del jurista y poeta en ribagorzano (y otras lenguas) Bernabé Romeo y Belloc, que decidió aprovechar las virtudes medicinales del manantial que da nombre a la Virgen y a la cartuja (y que hoy ya no son virtudes, sino vicios: al parecer, en las cuevas de las que brota hay colonias de murciélagos, y sus excrementos estropean el agua, que, en lugar de curar enfermedades, puede causarlas. Algunos de los visitantes que nos acompañan, y hasta el propio Alberto, dicen haberla bebido, pero todos están aquí para contarlo. Quizá los murciélagos no se habían instalado todavía cuando ellos saciaron su sed en la fuente milenaria). El balneario, no obstante, solo pudo abrirse cuando murió el bandido Cucaracha, un salteador de caminos que trajo a la Guardia Civil por el camino de la amargura, hasta que por fin pudo emboscarlo y dejarlo como un colador en Lanaja. El bandolero era para algunos el Robin Hood aragonés. Se cuenta que una vez le preguntó a un niño de Castejón si llevaba dinero y el crío le contestó que la madre solo le daba tres pesetas porque el Cucaracha se las robaría si llevaba más. El asaltacaminos le dio unas monedas y le respondió: «Dile a la puta de tu madre que Cucaracha no roba a los pobres». En las capillas y el techo del claustrillo encontramos más pinturas de fray Manuel Bayeu, muchas de las cuales están agujereadas. No son esta vez agujeros de bala, sino los que hacían los soldados para colgar sus cosas: petates, armas, hamacas. Porque aquellas capillas habían sido sus habitaciones. No pocos de esos orificios conservan todavía el clavo que clavaron. También vemos en ellas muchos grafitis. En una octava real que canta los prodigios de San Bruno, al pie de una de las pinturas de Bayeu —muchas de estas, en las paredes del claustrillo, contaban con poemas que las ilustraban o glosaban—, leemos, inscritos a punta de navaja (o bayoneta), "¡No pasarán!" (por desgracia, pasaron) y "Visca els guerrillers de Cornellà!", nada menos. Que la superficie donde los estampaban, o en la que clavaban clavos, contuvieran valiosas obras de arte del siglo XVIII les traía sin cuidado. Después de todo, estaban en guerra, y en la guerra vale todo, diga lo que diga la Convención de Ginebra. La Generalitat republicana fue la primera y la más constante en nutrir de fuerzas el frente del Cinca, para evitar lo que a la postre sucedió: que los franquistas irrumpieran por Lérida y desde allí tuvieran el paso franco a Barcelona. Esto explica que en Nuestra Señora de las Fuentes se acuartelaran tropas del Bajo Llobregat. Pero los grafitis garabateados por unos y otros no son los únicos que iluminan estos muros venerables. También hay afirmaciones teológicas —et tres unum sunt: uno de los misterios centrales, y más incomprensibles, del cristianismo— y dos acrósticos, en los que se puede leer Sancta Maria ora pro nobis. Yo habría preferido algo con más chispa, pero los cartujos son poco jolgoriosos. Para visitar esta parte del monasterio, Alberto le ha pasado el testigo a una compañera —que, a diferencia de él, que tiene un discurso fluido, culto y natural, salpica casi todas sus frases de un irritante "¿vale?"— y, a la cola del grupo, tenemos la suerte de empezar a charlar. Supongo que le agrada nuestro interés sincero por el lugar y nos obsequia con una suerte de visita privada del resto de la cartuja. Nos enseña un nudo gordiano, cuya significación en el monumento nadie ha podido explicar todavía (mi padre me enseñaba, de niño, a dibujarlo haciendo trampa: a partir del cuadrado central, tiraba las aspas del nudo, que luego unía fácilmente entre sí); las pinturas que, en los años cincuenta, una familiar de los propietarios en aquel entonces de la cartuja, la barcelonesa Matilde Pala Bastarás, hizo en algunos de los muros, con un estilo naíf que a algunos gusta, pero que otros consideran un disparate artístico; el aljibe del patio, centro de un ingenioso sistema hidráulico; y la habitación del prior, la más noble del conjunto, que los milicianos habían partido por la mitad y convertido en cocina, en la planta baja —donde estaba el altar habían instalado el fregadero, y a un lado, los fogones y la chimenea—, y calabozo, en el piso superior (aunque como calabozo resultaba extraño, porque tenía balcón). Alberto también nos informa de que aquí se filmó la película Incierta gloria y nos muestra una dependencia exterior, que no forma parte de la visita guiada, en la que se encontraban la cocina y la bodega de los legos. A la entrada, vemos más grafitis y, en particular, uno que representa a una pareja en feliz ayuntamiento. Señaladamente, el hombre se ayuda de la mano para penetrar a la mujer. Ya me extrañaba a mí que no hubiera guarrerías de esta índole en un lugar tan grande y que había acogido a tantos jóvenes, frailes y soldados, sometidos a celibato. La cocina es enorme: cuenta con un chimenea gigantesca y un horno donde cabían quince personas, y al que llamaban "el infierno", porque allí era donde se cocinaba, pecaminosamente, la carne que los cartujos tenían prohibido comer. A su lado está la bodega, que en la guerra se utilizó de polvorín. Nos despedimos, por fin, del amabilísimo Alberto y nos sumergimos en el calor del día, que, aunque menor que ayer, aún podría freír un huevo en una piedra. Nos refugiamos después en el restaurante Boira, de Sariñena, recomendado asimismo por Alberto, donde damos cuenta de un arroz con conejo que está para chuparse los dedos. Ha sido un día lleno de arte e historia, y ahora, también, de buena pitanza.

domingo, 18 de agosto de 2024

El unánime fuego de Juan Luis Goenaga

El pasado 13 de agosto falleció el pintor Juan Luis Goenaga. Había nacido en San Sebastián en 1950. Autodidacta, había creado una fascinante obra pictórica. Yo no llegué a conocerlo, pero tuve el honor de que en uno de mis libros se reunieran varios trabajos suyos. Se trata de Unánime fuego, compuesto por quince poemas en prosa ferozmente surrealistas, que conoció un agitado pero favorable trayecto desde su composición. Yo lo había escrito entre 1994 y 1995, en lugares tan inverosímiles como Vallvidrera y el monasterio navarro de la Oliva, como parte de un proyecto más amplio, integrado por cinco libros, al que di el título de La luz de la trébede, y que nunca vio la luz como tal. (Otro de estos cinco libros era La luz oída, con el que gané el premio Adonáis en 1995). Unánime fuego tuvo la suerte de publicarse en Lisboa, en edición bilingüe, con traducción de Hermínio Chaves Fernandes, en 1999. El responsable de aquella publicación fue el poeta Alberto Augusto Miranda, director de Ediçoes Tema. Algunos años más tarde, en mayo de 2007, Unánime fuego volvió a darse a la imprenta. Esta vez el ángel responsable de su reaparición fue mi amiga Marta Agudo, fallecida también hace poco más de un año. Marta colaboraba entonces con la galería de arte Luis Burgos, de Madrid, codirigiendo con el propio Luis la colección de poesía “El Lotófago”, en la que se fundían la obra de un poeta y de un pintor contemporáneos. La colección contaba asimismo con el asesoramiento literario de Jordi Doce. En ella habían visto o verían la luz excelentes trabajos de Juan Carlos Mestre, Jenaro Talens, James Schuyler, Vicente Valero, Olga Novo, Ramón Mayrata o María José Flores, entre otros. Y en ella me hicieron un hueco Marta y Luis, acompañado por la pintura de Goenaga, que estallaba de materia y de luz, coherentemente, me parece, con unos poemas que eran también una deflagración de palabras, una cadena caótica de imágenes y fulguraciones con las que había tratado de dibujar la explosión del deseo y su consumación, el arrebato estruendoso de la carne y su climático apaciguamiento. Juan Luis Goenaga llenaba las páginas de cuadros cuyo cuerpo era el color, derramado, líquido como lava, omnipresente. Tradicionalmente, se ha calificado la pintura de Goenaga de expresionista, y la que los responsables de la edición tuvieron el acierto de elegir lo era, en efecto: expresaba un furor crómatico análogo al encendimiento de las pasiones. Un furor sin otra razón de ser que su propio expandirse en el lienzo, como los poemas se expandían asimismo en el papel, llevados de un ímpetu sensorial, que se nutría del contraste y la multiplicación. Tanto trazos como versos obedecían al estímulo de los que los habían precedido y constituían el acicate para que surgieran los siguientes. Eran discursos gobernados férreamente por la anarquía, que configuraban universos inconscientemente consecuentes: el de Goenaga, excitado por pigmentos vivos, que se fecundaban unos a otros, que perseguían —y alcanzaban— una irradiación orgánica; el mío, con la vehemencia de lo que se siente en la piel, pero también debajo de ella, abrasado de lenguaje, atropellado de ritmos que buscaban, en su desplegarse, un remansamiento pacificador.

Celebro la obra de Juan Luis Goenaga y la fortuna que tuve de contar con su obra en Unánime fuego con el poema XIV, el último del libro, y uno de sus óleos.

No quiero dividirme, sino averiguarme. No quiero que los perros me alcancen cuando embarrancan los cuellos. Estoy en el vértigo, en la soledad del notario, viendo las olas sin agua, soportando una lluvia sin líneas, atento solo a la alegría de tus huellas. Me arranco el muérdago de las nalgas, lo anulo con mis últimos ojos, le grito a alguien que me devuelva la muerte, juro en un idioma que desconozco que me ofreceré a las pirañas, que nunca abandonaré el habla. Mi nombre es un silencio. Por eso insisto en el mar: porque sus cementerios huelen a sábado, porque nunca está en almoneda. Ahora que te has ido, debo expulsar el humo que se me ha clavado. Cuando vuelvas no encontrarás ni una sola opción, ni una brizna de destino. Exilio de alas, árboles sin conexión, qué indirecta sangre hacia los álamos. Mis pies quieren ser éxtasis. El alma, fatigada, duerme en las escuelas. Y tú, quizás, como un gigante, aroma haciéndose piedra, no sida, aquí, en el volcánico umbral, casi, hermana blanquísima. Me lamo el cuerpo para hallar restos de tu exceso. Revivo la vergüenza por si hubiera migas de ti. Degusto el producto de tu colon. Tras la luz, la vegetación guarda el mito. Donde había síes, ahora hay rombos; donde aristócratas, árboles alerta. Cuanto he aprendido en esta víspera apenas me sirve para respirar. El viento es demasiado antiguo para que se entienda el mar. Solo poseo preguntas. ¿Qué sé yo de mi supervivencia, de tus pechos apaciguados, si a nada estoy unido, si mi centro se derrite, si hasta tu incesto es una baraja? ¿Por qué soy una piedra lanzada? ¿Por qué veo tu nombre en las llamas? ¿Por qué me contradicen mis piernas? ¿Por qué descubro tu índice solo, agitándose en la hierba, como si quisiera indicar un levante imposible? ¿Por qué estos folios invencibles, estas tardes de granito, persiguiendo una canción, cincelando una sola de tus cejas? ¿Por qué, en fin, ser otro, estar en su mismo espejo, y no sentir en cambio su erección, sus tardes, su familia, cómo grita su penumbra, cómo alega que es a mí a quien la imagen repudia? Entonces, en ese instante de penuria, cuando creo que nadie es hoy, que todos los puntos son árbitros, siento un calor escondido: las ampollas se rinden, el algodón sale de su mutismo. Mi cuerpo es una ventana por la que veo tu cuerpo; mis sienes tienen tu mismo acento; mis palmas, llenas aún de binomios, son las tuyas. Hay una sobria radiación, como un fruto que obtuviera por fin respuestas, como un mundo que recuperase a sus crías. El llano, entonces, los pájaros bravíos. Se afirman los seres en los que yo nunca había creído. El amanecer se purga, se puebla de soles, se derrama como escalando una imagen, tú ya no eres círculo, sino epifanía de un nuevo clan, capitana de hielo amarillo. Bebo tu fosa, tu dulcísima agonía, sonrío aunque te alejas, me apuñalo sin convicción, vuelves, vuelas, desgarras las mantas, te sientas frente al pensamiento, te peinas con ira de novia, zumbas con la decisión de un pájaro que ha recobrado la memoria. Yo creía que nunca más utilizaría mis manos: ahora las veo venir hacia mí como automóviles. Creía que mi cabeza sería siempre una tea, pero su fuego es azul, como tu leche. Aún no has vuelto, pero nunca te fuiste.


Eduardo Moga, Unánime fuego, pintura de Juan Luis Goenaga, Madrid, Galería Luis Burgos, 2007, 81 pp., ISBN: 978-84-611-7329-7.

lunes, 12 de agosto de 2024

El viaje del péndulo

A Cristóbal Serra (Palma de Mallorca, 1922-2012) se le considera hoy un escritor de culto: alguien que pergeñó su obra en secreto, o sin alharacas publicitarias, y con un cierto cultivo de la marginalidad, una marginalidad a la que estaba naturalmente inclinado, dada su condición de isleño, y de la que nunca abjuró. También se le reputa escritor de culto porque muchas de las vetas que recorren sus libros, tanto ideológicas como formales, disienten de las principales corrientes de pensamiento y estilo de su tiempo. Sin embargo, Serra no fue un desconocido, ni alguien oculto en los entresijos de la cultura balear, que practicase el malditismo o que consumiera sustancias psicotrópicas para alimentar una personalidad a contrapelo. Su primer libro, Péndulo, data de 1957, publica el segundo, Viaje a Cotiledonia, en 1965, y, hasta la muerte del general, Franco Serra no da rienda suelta a su inventiva. Pero, a partir de 1975, los títulos —de libros propios o traducidos— se suceden, incluyendo una obra completa, Ars Quimérica, en 1996, hasta configurar uno de los catálogos más rozagantes y heterogéneos entre los prosistas españoles del último medio siglo, que recibió, además, los tempranos elogios de Octavio Paz y ha recolectado después los de otros prestigiosos escritores, como Pere Gimferrer, José Carlos Llop o Basilio Baltasar. De esa obra magna, Nadal Suau ha seleccionado ocho títulos, los a su juicio mejores o más representativos del mundo serriano, para configurar El viaje pendular (Wunderkammer, 2022): los dos primeros que publicó, ya mencionados, más Diario de signos (1980), La noche oscura de Jonás (1984), Con un solo ojo (1986), Augurio Hipocampo (1994), Las líneas de mi vida (2000), Saverio el servicial (2000) y Tanteos crepusculares (2007).

La obra de Cristóbal Serra constituye un festín literario. Su prosa, en la que un castellano recio y sabroso, que se nutre tanto del habla corriente como de la cultura libresca, se llena de requiebros irónicos y exquisiteces eruditas, es persuasiva, exacta y musical. Esto escribe, por ejemplo, en Péndulo: «Un experto demonógrafo, conocedor del arte de desendemoniar, asegura que en la posesión furiosa los posesos rompen utensilios, desparraman el grano, muestran la furia del perro rabioso. Gentes que antes de ser arrebatadas ofrecían una desmesurada fortaleza, presas del diablo, enflaquecen hasta quedarse en puro hueso. A veces, el espíritu arrepticio lanza desenfrenadamente al juego, Nada ni nadie es capaz de detener el desenfreno de los que van a quedarse desplumados». Devoto de la concisión y la brevedad, que extrema a menudo hasta el aforismo —como le enseñaron los moralistas franceses—, de la frase ejecutada con precisión, en la que cada palabra encaja matemáticamente con las adyacentes, como quería Montaigne —otro de sus principales inspiradores—; admirador de los místicos, los metafísicos ingleses y algunas figuras excéntricas y visionarias como William Blake o Juan Larrea; amante de los bestiarios, las cosmogonías extrañas y los alter ego; y seguidor heterodoxo pero leal del cristianismo y su libro sagrado, una Biblia llena de personajes inverosímiles, empezando por el propio Dios, y sucesos sanguinarios, Cristóbal Serra privilegia la imaginación, el misterio y la fábula para la construcción de un cosmos literario caracterizado por la imprevisibilidad y el humor. Algunos caracteres testamentarios lo acompañan siempre, como Jonás, el tragado por la ballena, que protagoniza La noche oscura de Jonás, uno de sus libros más aburridos. Otras obsesiones, verdaderas o ficticias, escoltan asimismo a Serra, como la reivindicación del asno, sin reverencia al cual «decae toda civilización, pierde esta su carácter sacro y se hace vertiginosa y alocada».

Las inclinaciones esotéricas y la pulsión antirracional y anticientífica de Serra lo vuelven un escritor premoderno, como señala Nadal Suau en su minuciosa introducción. No se le ha de reprochar este sesgo. Al contrario, debe valorarse como una rareza meritoria; y es meritoria porque está bien resuelta estéticamente. Sucede, no obstante, que con los años Serra incurre en pesarosas elucubraciones bíblico-teológicas, sin mayor interés para un lector indiferente a los tenebrosos encantos de la fe, y se deja arrastrar por la fascinación de lo insensato, lo que le lleva a sostener, entre otros desatinos, que Iberia fue la cuna del pueblo judío, que el vasco está emparentado con el arameo, la lengua de Jesús, o que, según los rosacruces, las erupciones volcánicas «han aumentado con el crecimiento del materialismo».

[Este artículo se publicó en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 883, marzo de 2024, pág. 89]

martes, 6 de agosto de 2024

Fernando Villegas Estrada, el último bohemio

Pedro José Vizoso (Xinzo de Limia, Ourense, 1959) es uno de esos estupendos escritores españoles que andan desperdigados por el mundo, dando clases en universidades recónditas o en escuelas más recónditas todavía, y dedicados, gracias a Dios, a investigar lo que casi nadie investiga y a traducir lo que casi nadie traduce. Desde hace un buen número de años, él da clases de lengua y literatura españolas en una pequeña universidad de Nebraska (en Nebraska todo es pequeño, salvo Nebraska), rodeado de maizales, antiguos depósitos de munición de la Segunda Guerra Mundial e iglesias episcopalianas. Y ahí ha creado una editorial, modesta pero perseverante, Arkadia, en la que da a conocer, entre otras cosas, el resultado de sus trabajos. Dos han sido las líneas de investigación que ha seguido Vizoso desde antes, incluso, de abandonar España, a finales del siglo pasado: los simbolistas franceses, entre los que figuran algunos muy brillantes, pero poco conocidos todavía en España, como Germain Nouveau o Tristan Corbière, y los bohemios españoles (a los que Vizoso prefiere llamar “modernistas canallas”), una caterva de escribidores más que zarrapastrosos, pero de personalidades que relumbran como el zinc, alguno de los cuales ha aportado, pese a las dificultades que hubo de arrostrar en vida, o quizá por ellas, un puñado de piezas valiosas, o cuando menos reveladoras, a la historia de la literatura española. Fernando Villegas Estrada es uno de ellos. Nacido en Sevilla en una fecha que podría ser 1885, solo publicó un libro en su vida: Café romántico y otros poemas, en 1927, con ilustraciones de otro bohemio, casi más excéntrico aún que él, Manuel Redondo, y un disparatado prólogo del inefable César González-Ruano, un escritor que aunaba la condición de extraordinario prosista con la de individuo abyecto. A juicio de Pedro José Vizoso, Villegas es el último representante del modernismo bohemio español, que concluye, precisamente, con Café romántico y otros poemas, publicado el mismo año en que surgió la Generación del 27. A diferencia de la mayoría de los demás bohemios, gente sin oficio ni beneficio, Villegas tenía una profesión, y no carente de prestigio: era médico. Aunque tampoco era Hipócrates. Estando destinado en Carbonero el Mayor, en Segovia, se desató una terrible epidemia en el pueblo, pero Villegas se negó a tratar a los lugareños. Según unos, abandonó su puesto, alegando que él era poeta y que las epidemias le daban asco; según otros, como Alfredo Marqueríe, uno de los pocos que han aportado informaciones precisas sobre la vida de Villegas, este rehusaba recetar porque profesaba ideas malthusianas y, por lo tanto, ya le parecía bien que se diezmara la población. El mismo Marqueríe refiere otra anécdota que revela el escaso compromiso de Villegas con la profesión que ejercía. Se conoce que, tras su espantada segoviana (y el expediente que se le abrió por ello, a resultas del cual estuvo inhabilitado un par de años), Villegas se empleó como médico de una Casa de Socorro de la plaza Mayor de Madrid. Sin embargo, apenas pasaba consulta, o la pasaba en el café de Platerías. En una ocasión, lo llamaron para atender a un enfermo grave, pero él le dijo a la familia que no podía ponerle la inyección al paciente porque él era poeta lírico y había vendido el botiquín para comprarse aguardiente. Villegas se reivindicaba siempre, pues, como poeta, pero su currículum lírico es muy escaso. Aparte de Café romántico y otros poemas, apenas publicó unos pocos poemas sueltos en periódicos y revistas, un estrafalario juguete erótico-cómico, El buen Kong-Sol-Ador. Quisicosa fantástico china en un acto dividido en cuatro cuadros —numerosas colecciones blandamente pornográficas cultivaban en la época el rijo siempre insatisfecho de los lectores—, y La risa del diablo. Cuento de máscaras en un acto y cinco cuadros, otra pieza teatral, esta algo más seria, pero no menos cochambrosa, con la que puede considerarse concluida la obra literaria de Fernando Villegas Estrada. Y toda ella se recoge ahora en la impecable edición de Café romántico y otros poemas (Gran Island, Nebraska, Arkadia, 2023, 311 pág.) que Pedro José Vizoso acaba de publicar. A los poemas y pasos teatrales (o lo que sean) de Villegas acompaña todo un aparato crítico que esclarece inmejorablemente su figura y analiza los resortes del modernismo golfo presentes en su obra: una atinada introducción sobre esta última manifestación del tardosimbolismo pasado por los tugurios del Madrid finisecular; un completo análisis de la literatura de Villegas; una amplia semblanza de Manuel Redondo, el ilustrador de Café romántico y otros poemas (aunque de su vida aún se sabe menos que de la de Villegas); varias estampas del poeta, siempre breves, escritas por destacados autores de aquellos años, como Emilio Carrere (que dejó escrito que a sus enfermos les recitaba poemas y que, como poeta, se dedicaba a loar las misteriosas secreciones de la glándula pineal), Antonio Espina o César González-Ruano (que añade a su firma un segundo, falso y asimismo compuesto apellido, Garrastazu de la Sota, para ennoblecer su nombre), y por otros no tan conocidos, como un misterioso Levi Mahin; las (pocas) reseñas y artículos que se escribieron sobre Café romántico y otros poemas y sobre su autor; una sustanciosa relación de notas, y, finalmente, una completa bibliografía. Este detallado y riguroso conjunto tiene, además, otra virtud: está muy bien escrito. Pedro José Vizoso, venturosamente, no cultiva la jerga filológica. Es un investigador metódico y estricto, pero no confina su saber en una prosa chirriante, plagada de aristas, sino en otra limpia y amenísima, que estimula el curso de las ideas y no descuida el acicate del humor. Así describe, por ejemplo, un célebre suceso que tuvo lugar en vida de Fernando Villegas Estrada: el asesinato de escritor Luis Antón del Olmet por el también escritor Alfonso Vidal y Planas, después de que la novela de este, Santa Isabel de Ceres, hubiera alcanzado un éxito inesperado: “Tanto la novela como la pieza dramática se inspiraban en la vida de una joven y bella prostituta madrileña redimida por amor, Elena Manzanares, que Vidal y Planas había rescatado del arroyo y que, con el tiempo, convertiría en su propia esposa. Antón del Olmet, que era más chulo que un ocho, hombre dicharachero, arrogante y socarrón, mosqueado por este triunfo que nadie habría anticipado, y empeñado en quitarle la ilusión a Vidal y Planas y demostrarle que su Elena seguía siendo la misma puta de siempre, la sedujo con facilidad, o dijo que iba a hacerlo, lo que para Vidal y Planas era lo mismo. Por eso lo mató. El mundo de la bohemia tiene estas cosas”. Y esto dice de la acogida que tuvo Café romántico y otros poemas: “El problema es que para 1927 la poesía tardomodernista y bohemia de Fernando Villegas Estrada aparecía en un clima ya poco propicio para los que eran vistos como epígonos tardíos de Rubén en lo estético, y en lo personal y humano, como modelos perimidos del artista (cuando no los veían, directamente, como mendigos y delincuentes). Para ese momento, lo intelectual primaba sobre lo sentimental, y el afán de modernidad que reinaba en la cultura española de la época aborrecía el neorromanticismo modernista madrileño de Emilio Carrere y de sus desastrados seguidores, que se demoraba en una poesía narrativa y desaliñada, a tono con los ambientes de un Madrid decrépito y antañón del que habían hecho una especie de París imaginado de andar por casa”. Siendo, en fin, Fernando Villegas médico, no es de extrañar que los que se consideran los poemas más destacados de su breve producción, como “Sala de hospital” o “Lección de anatomía”, se refieran al mundo de la medicina. Transcribo el primero, en versos consonantes y alejandrinos:

Cama número trece. Una apestada exhala
un último suspiro. La Muerte ya pasó.
En el hosco silencio funeral de la sala,
se oye latir el pulso de metal de un reló.

Un viejo capellán salmodia latines
a la luz de unos cirios, en la oscuridad.
Hasta la sala sube música de violines
que allá abajo, en la calle, divierten la ciudad.

El hospital encierra, en su antro de granito,
otro poema humano en descomposición.
Mañana encontraremos, en la autopsia, un bonito
cadáver, para hacer una bella lección.

Y Cristo, un Santo Cristo que está crucificado,
al final de la sala, me parece un reproche,
que otro interno burlón hubiera colocado
allí por darme un susto de un fantasma en la noche.