La sutileza y el sosiego con los que Trump ha accedido a la presidencia de los Estados Unidos han hecho que esté en boca de todo el mundo, literalmente: de todo el planeta Tierra. A mí me da pudor y casi vergüenza sumarme a ese coro de indignación planetario que ha saludado su entronización. Primero, porque siento un rechazo congénito por los movimientos de masas (en cuanto veo a tres personas estar de acuerdo en algo, siento la obligación moral de discrepar). Y, en segundo lugar, porque hacerlo me recuerda la magnitud de mi error: hace algunos meses vaticiné (como casi todo el mundo, por otra parte) que Hillary Clinton derrotaría al patán de Nueva York (y me consuela poco pensar que así fue en sufragios populares: 66 millones de americanos votaron a Clinton y 63 a Trump, pero los caprichos de la ley electoral hicieron que él fuese el elegido). Sin embargo, la brutalidad de su comportamiento, que excede con mucho lo anunciado en la campaña electoral (y aun antes, a lo largo de su trayectoria como promotor inmobiliario, dueño de casinos, propietario de concursos de belleza femeninos, fabricante de vodka y presentador de concursos televisivos), me impulsa a sumarme al coro: duele escuchar sus salvajadas, y hasta verlo, sin proferir un amargo lamento, que es también un grito de protesta y exasperación. Para explicar su comportamiento en estas primeras semanas de mandato, he empezado a oír en las tertulias y los medios de comunicación que está loco. Aunque muchos de sus rasgos (y, sobre todo, su peinado) encajan, en efecto, en una personalidad psicopatológica, la alegación de locura en política siempre me ha parecido peligrosa: eso es lo que decían los soviéticos de los disidentes: que estaban locos. Y, para curarlos, los mandaban a Siberia. Si no reconocían lo evidente, que la Unión Soviética era el paraíso en la Tierra, es que no estaban bien de la cabeza. No creo que Trump esté loco. Los locos no suelen amasar fortunas (más bien tienden a dilapidarlas) ni saben sortear los numerosos atolladeros de un proceso electoral en el país más poderoso de la Tierra, hasta convertirse en su mandamás. Lo que sí creo, como ha señalado la Sociedad Americana de Psiquiatría y subrayan cada vez más especialistas, es que Donald Trump padece de un narcisismo rampante, ese rasgo de la personalidad que determina individuos egocéntricos, imperiosos, manipuladores, crueles, competitivos, autoelogiosos y acríticos consigo mismos, pero hipercríticos (y despreciativos) con los demás. Pero a estas perniciosas características –que por sí solas configurarían a un sujeto detestable, pero no necesariamente a un líder de masas– se suma otro factor desestabilizador, que es el que hace de Trump un verdadero peligro internacional: el flamante presidente yanqui es el depositario de lo peor de la cultura política estadounidense, y de la cultura estadounidense, a secas. En él se reúnen el nacionalismo desaforado –del que es hijo el aislacionismo de la doctrina Monroe, con su criptofascista grito de guerra "¡América para los americanos!"–, la excelsitud de lo privado frente a la perversidad de lo público (que se identifica con lo socialista y lo totalitario), el éxito material como motor y justificación de la existencia, la competición como único estímulo del crecimiento, el matonismo frente a los desafíos, la sinrazón de la defensa de las armas y la pena de muerte, la desconfianza ante la intelectualidad y la cultura, la creencia en la superioridad propia, la religiosidad ciega, el individualismo autista, el antiformalismo cutre, el
democratismo analfabeto, el pragmatismo arrasador. Trump, como
conservador iletrado que es, niega el cambio climático y cree que la
vacunación produce autismo. También opina que los inmigrantes ilegales mexicanos (y, en general, todos los hispanos) son "corruptos, violadores y delincuentes"; que a los
terroristas se les combate no solo matándolos a ellos, sino también a
sus familias; que hay que aplicar la tortura a los detenidos sospechosos
de terrorismo (de momento; luego quizá abogue por extender esta
práctica a todos los detenidos), porque ha demostrado su eficacia; que
hay que sembrar de armas los colegios e institutos del país para que
alumnos y profesores puedan defenderse de los chiflados que, también armados, quieran ametrallarlos;
que podría matar de un tiro a alguien en Wall Street y no perder un
solo voto por ello (aunque aquí se equivoca: uno sí perdería: el del
muerto); que, si uno se ha convertido en una celebridad, puede agarrar a las mujeres por el coño; y una sarta de barbaridades de semejante tenor que hacen que, comparado con un chimpancé, el chimpancé nos parezca Schopenhauer. Todo obedece a una personalidad descabalada, en la que la convicción
de ser el centro del universo, y un centro del universo maravilloso,
altera la comprensión de la realidad y anula la capacidad de empatizar
con los demás. Pero ya se sabe que todo rasgo de la personalidad, como
este narcisismo hipertrofiado, tiene alguna explicación oculta: nadie nace
Narciso, como nadie nace maltratador o racista. Y yo creo saber su origen.
¿Se han fijado en el tamaño de las corbatas de Trump? No me
refiero a su anchura –nada podría superar, en punto a amplitud, a las
del añorado Luis Aguilé–, sino a su largura: siempre caen bastante más
allá de la hebilla del cinturón, incumpliendo una norma fundamental de
la etiqueta masculina: la corbata nunca ha de llegar a la bragueta. Y
suelen ser rojas o de colores llamativos, para que la atención del
observador se concentre en ellas. Pero la corbata es un símbolo fálico, uno de los más obvios que tenemos a nuestro alrededor. Y
también es sabido que las grandes ostentaciones suelen esconder grandes
carencias. Quien proclama sus éxitos, es que se siente fracasado. Quien se jacta de su inteligencia, es que es idiota. Quien alardea de algo, es que carece de ello. Ya tenemos la conclusión: Trump la tiene pequeña. Ese es el origen de su narcisismo: para compensar una realidad tan lamentable,
Trump no solo se cuelga corbatas desmesuradas, sino que ha desarrollado
una personalidad cuyo único objetivo consiste en lucir ante todos su descomunal condición para convencerlos de que es el más duro, el más macho, el más grande: el mejor. Trump, además
de un microcerebro y una micromoral, tiene un micropene. Aunque, mientras no decida
exhibirse en bañador (o, mejor, desnudo) para acreditarlo, como ya hace
su admirado Putin, solo Melania podría confirmárnoslo. Y Melania está demasiado ocupada siendo una nulidad como para prestar este inestimable servicio al mundo.
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