Cuando llegué a Mérida para incorporarme a mi nuevo trabajo en la Junta, me alojé un un modesto pero digno hotel de la ciudad. Allí entretuve algunos ratos de charla con el recepcionista de día, un joven amable y amante del fútbol. Nada trascendente, claro: que qué me había traído a Extremadura; que si las cosas aquí estaban mu achuchás; que si el sábado el equipo en el que jugaba tenía un partido muy difícil contra el máximo rival. La última mañana de mi estancia en el hotel, salí a desayunar al bar de la esquina. Cuando fui a pagar, la camarera me dijo que ya estaba pagado. Ante mi sorpresa, me señaló al joven recepcionista, que también estaba tomándose un café con leche en la barra, y añadió: "Él se ha hecho cargo".
Hace unos diez días, en lo peor de la ola de frío, Ángeles y yo salimos a cenar. A pesar de las bajísimas temperaturas, nos apetecía estirar las piernas. Volvimos tarde a casa. Para entonces, casi medianoche, estábamos a cinco grados bajo cero. Ya en la carretera que conduce hasta nuestra casa, un coche se paró a nuestro lado. La joven que lo conducía, con una enorme sonrisa, nos preguntó a dónde íbamos. Tras la reacción automática, propia de dos personas acostumbradas a sobrevivir en la selva urbana, y consistente en un silencio desconfiado durante el cual el cerebro se acelera para intentar descubrir qué intenciones, sin duda aviesas, se esconden en aquel inocente acercamiento, la chica prosiguió: "Yo vivo en este barrio, pero, si queréis, os llevo a donde me digáis". Aquella mujer, que viajaba sola, se ofrecía a rescatarnos del frío. A las tantas de la noche. Sin conocernos. Sin saber si éramos una pareja de asesinos en serie. Le dijimos que no, que muchas gracias, que ya estábamos llegando a casa. Y cuando se marchó, nos quedamos mirándonos, estupefactos, sin dejar de caminar.
Una noche de viernes de hace una semana, al salir de casa para otro paseo, tuvimos el descuido de dejarnos las llaves puestas en la cerradura por dentro. Era imposible abrir. Nos dimos cuenta nada más salir, con el sobresalto desesperado de quien comete un error y se percata de ello un segundo después de haberlo cometido. Nunca nos había pasado algo así en Mérida. No sabíamos de ningún cerrajero de guardia. Y nadie más que nosotros tiene llave del piso, salvo la casera, que vive en Madrid, y la señora de la limpieza, a la que no íbamos a molestar por aquello, a aquellas horas. Llamamos, pues, a la policía municipal, por si ellos conocían algún profesional que pudiera ayudarnos. Y, sí, la policía nos remitió a un carpintero que también se ocupa de casos como el nuestro, es decir, de torpezas cometidas por idiotas. Lo llamé. Estaba con sus hijos, cenando. Su mujer –me explicó, azorado– aún no había vuelto a casa. Pero, tras alguna vacilación, me dijo que venía. Lo esperé a la puerta de la urbanización y llegó corriendo, literalmente. Subimos al rellano y abrió la puerta con la tarjeta del gimnasio. Un sentimiento de gratitud infinita se mezcló con otro de preocupación, no menos dilatada, por la poca seguridad que ofrecen las cosas con las que creemos estar seguros. Aquel hombre había dejado a sus hijos solos, a la hora de cenar, para coger el coche y atender la urgencia de unos desconocidos en el otro extremo de la ciudad. "Me sabía mal dejaros solos con el problema", nos dijo. Nos cobró treinta euros, un precio que nos pareció ridículo ante el servicio prestado y las circunstancias en que lo había prestado. En Londres (o en Barcelona), habría sido imposible encontrar, un viernes por la noche, a alguien que nos ayudase. Y, de haberlo conseguido, nos habría cobrado tres o cuatro veces esa cantidad. Y habría tardado varias horas en llegar. Y nos habría puesto mala cara.
¡Viva Mérida!
Es bueno reconocer estas pequeñas hazañas tan valiosas y es valioso dejar constancia de ello.
ResponderEliminarQue el domingo sea bueno con Vd.
Eso son exactamente, Gema: hazañas. Ha dado Ud. en el clavo: hazañas de gente anónima, modesta, pero buena; gente que considera que ayudar forma parte de la vida, y que hay que hacerlo sin reticencia y sin desdoro.
ResponderEliminarGracias por su fidelidad como lectora y por su comentario.
Y besos.
Siempre tenemos que creer en la existencia de gente buena. Yo por suerte, he dado con bastantes. Un abrazo.
ResponderEliminarBlanca.
La hay, sí, Blanca, aunque a veces cuesta encontrarla. Y lo peor es que en ocasiones ni siquiera sabemos reconocerla: tanto nos hemos encallecido.
EliminarUn capazo de abrazos.
Las personas son las que hacen grandes los lugares. Yo añadiría : ¡ Vivan los emeritenses !.
ResponderEliminarTienes razón, Teresa. Digamos que he usado una figura retórica: el lugar por sus habitantes.
EliminarGracias por seguir ahí.
Un gran beso.