En el flujo, a veces torrente, de libros que me llegan, me interesan especialmente los libros imperfectos, desmañados incluso, que revelan, no obstante, talento y pasión. No abundan, es verdad. Lo frecuente es dar con libros perfectos, con lo aburrida que es la perfección; con libros anodinos, que lo sumen a uno en la indiferencia o el sopor; con libros malos, que lo inducen a preguntarse por qué escribimos, por qué escribe el género humano; y con libros nauseabundos, que, paradójicamente, no lamento recibir, porque suelen ser muy divertidos. De esos libros irregulares pero enérgicos, preñados de una reconstituyente creencia en la verdad de la literatura, quiero subrayar hoy tres, que he leído estas últimas semanas.
El primero es Demagogias, del pacense Carlos Reymán Güera, publicado en 2016 por Ediciones de Mesa, un libro que es muchos libros: un poemario, un compendio de relatos, otro de aforismos, un diario, una crónica de la vida contemporánea. Tres rasgos lo (o los) caracterizan: el humor, con frecuencia sarcástico, a veces negro; una ácida crítica política y social, fruto de la ola de indignación que ha sacudido a muchos; y un estilo crepitante, vigoroso, fluido, natural. Carlos Reymán cree en el lenguaje y disfruta con él, que es algo que no se puede decir de todos los escritores, como no se puede decir de todos los papas que crean en Dios. Y eso se advierte sin cesar en el crujir de la prosa y el verso, en la dicción prieta y fulgurante, en el gusto por la metáfora y el calambur. Las tramas de los relatos –que son, quizá, lo que más abunda en el volumen–, imaginativas o, por el contrario, muy pegadas al terreno, muy hábiles en extraer lo sutil, lo aéreo, de lo cotidiano, conjugan la incertidumbre existencial con la censura ética, y también la meticulosidad y el sosiego descriptivos con la paradoja y la sorpresa. Demagogias no incurre en tópicos o banalidades: su elocución conserva siempre, aun en las situaciones más vulgares, una intensidad y una limpieza que nos devuelven el placer de la palabra, es decir, el placer de recorrer las sinuosidades de una personalidad preocupada por su destino y por el de la sociedad que la rodea. La sofisticación de las formas no hace que Reymán se encumbre, como quería Cervantes: ni practica la hipérbole ni se rinde al barroco, esto es, no condesciende a la demasía, aunque sí, quizá, a la acumulación: Demagogias merecería haberse desglosado en varios volúmenes, todos de igual fuerza, todos cabalmente persuasivos. Transcribo el relato "El fuego":
El demagogo pone en circulación las oportunas palabras incendiarias, las escoge bien y las echa a andar a la calle para los que tienen hambre y sed de palabras encendidas, fuegos sagrados. Al principio solo calientan, chamuscan las barbas de quien se acerca –demasiado. Son una forma de luz, antorchas que se reparten. Pero la calle rabia y el fuego está muy a mano: se enciende la revuelta. Entonces arden los contenedores y los cajeros automáticos tras el estallido del cóctel molotov. Se extiende la fascinación por el fuego. Prende la mecha neroniana. El gentío, entregado, se agolpa buscando la manera de consumar un sacrificio, la necesaria hecatombe: fuego y sangre se han considerado desde siempre dos activos con grandes propiedades higienizantes. El demagogo no lo sabe, pero su casa ya está ardiendo. Como quien se cobra una deuda, su fuego le ha sido devuelto multiplicado en los espejos de la ira. Las llamas ya saltan por la ventana, el demagogo se ha quemado a lo bonzo.
El segundo libro es Las cicatrices invisibles, de Daniel Izquierdo Clavero, un barcelonés nacido en 1975, publicado también en 2016 por una pequeña editorial zaragozana, Los Libros del Gato Negro. Las cicatrices invisibles está signado por la enfermedad y la muerte, que lo recorren como una presencia constante, que los versos intentan conjurar. El reconocimiento de la condición humana –destinada a enfermar o envejecer y morir– va desde la confesión más palmaria y universal –"no quiero morir y tengo miedo"– hasta la más compleja elaboración, que incorpora los contradictorios consuelos del existencialismo y las no menos agridulces solicitaciones del suicidio. Pero lo singular de Las cicatrices invisibles no es, con serlo mucho, la disputa con la muerte, sino la forma en que esa disputa se materializa: en un lenguaje vivísimo, brincador, polícromo, jalonado de fogonazos de imágenes, transido de adjetivos (o de sustantivos que cumplen una función adjetival) afortunados –"mañana cabizbaja", "silencio mortaja", "risa ataúd"–, invadido por el arrebato de ser y de querer seguir siendo. Frente a la amenaza de la muerte, cuyo aliento se percibe muy cerca, Izquierdo alumbra un lenguaje lleno de sangre y furia, un lenguaje desgarrado con el que pretende afirmar su existencia: de la desolación surge, así, el amor, un amor interminable a la vida que se escapa, al cuerpo que se deshace, a las personas y las cosas queridas de cuyo querer nos despoja la nada. Las cicatrices invisibles, arrastrado por la pasión de sentir y decir, se derrama a veces, comete algún exceso y alguna imprecisión, pero demuestra que el buen poeta puede hablar de todo, aun de la angustia, aun del horror, con alegría. Nada sin alegría, decía Montaigne. Y eso es este libro: un ejercicio de luz –de júbilo– entre las sombras del silencio. Esto dice el poema "Contra la noche":
La madrugada extiende su alma rasurada por la geografía astillada del desamor. Pero luce el Sol, es pronto todavía y todo permanece, intacto, en el lugar de siempre. La madrugada enhebra una hoguera invisible en el niño que recién aprendió el abecedario del deseo, y el mundo, en suspensión alrededor de un pintalabios, deshace el sortilegio, lo desvanece. Para que todo vuelva a donde estuvo. Para que todo ocupe su lugar inaugural. Pensar es desnudar la desnudez. Sentir, navegar en otra piel la cartografía indiana de los cuerpos fugitivos. Fundar una lengua de arena entre el pensar y el sentir, eso, eso es vivir. La única manera que nos resta a los lunáticos de frenar la avanzada del invierno cuando la realidad tumoriza los espacios y el ganglio del invierno gangrena los sueños donde nace su voz.
Por último, Cartas de amor para mi amigo cerdo, de la mexicana Xel-Ha López, aparecido a finales de 2015 en la joven editorial extremeña Letour1987, es una opera prima borrascosa, desordenada, adolescente aún –y no extraña: la poeta es estudiante de Letras en la Universidad de Guadalajara–, pero atravesada por una fuerza que en algunos poemas, en algunos pasajes, admite el calificativo de abrumadora; una fuerza en la que radica el genuino ser de la poesía. Oral, coloquial, Cartas de amor para mi amigo cerdo atiende a realidades sucias para descubrir la pureza que ocultan –o para dotarlas de la pureza que confiere la poesía–. Amor y erotismo visitan con crudeza unas páginas entregadas a la contemplación desnuda de lo que pasa y a su denuncia igualmente despojada de aditamentos. Algunas de estas escenas delatan la violencia contra los homosexuales. En el poema "Mi tío guillo es puto" leemos: "Mi tío guillo pudo haberse llamado Magdalena / sobre él llovían las piedras de los inmaculados // Mi tío guillo, el maricón más honesto / trabajador incansable en no despreciar ninguna verga // Mi tío guillo era discreto / y murió bajo las piedras / como los héroes de todos los terremotos // (...) Descanse en paz el pobre puto de este pueblo miserable // Ojalá herederos de mamadas colosales lloren / como yo para humedecer la tierra en la que un / cuerpo se pudrirá como el de todos". La realidad social del homoerotismo, plagada de dificultades en México (y en todas partes, en realidad), reaparece en "La gran batalla, carretera puebla", que transcribo:
Este pueblo es mugroso este pueblo hiede . los maricones salimos a la calle cubriéndonos las narices . los maricones salimos a la calle como a una guerra llena de cadáveres . como a una guerra después de otra guerra a buscar refugio en la carne del hombre . a beber la sangre que es la vida y luego la sangre . a buscar refugio
Esta es mi espada/ a nadie ha herido mi espada/ mi espada es la reina erguida sobre las ruinas de la guerra/ Mi espada ha traído a los hijos de la guerra/ mi espada es la muerte.
Salimos los maricones a provocar la envida de los seres
la libertad son estos tacones rojos de mi infancia
la libertad
Salimos los maricones entramos los maricones
El mundo es una guerra de ruido
Escucha
este pueblo está podrido
las moscas dicen algo
Me parece absolutamente extraordinario que sigas transmitiendo esa pasión por la literatura.Eres un estupendo escaparate de difusión de la lectura.Haces interesantes hasta las reseñas.Abrazos.
ResponderEliminarBlanca.
Maravillosas las Demagogias de Carlos Reyman. Continuamente me gusta zambullirme en ellas. Respecto de las otras dos publicaciones, seguiré tu recomendación y "me haré con ellas". Saludos
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