jueves, 9 de febrero de 2017

New England Patriots, 34 - Atlanta Falcons, 28

El título de esta entrada, que parece el parte de bajas de alguna guerra o una contraseña de ordenador especialmente segura, es en realidad el resultado de la Super Bowl que se ha jugado hace apenas unos días en Houston, Texas. Pero la información que acabo de dar no resuelve enteramente la cuestión, porque muchos a pesar de las veces que este acontecimiento deportivo aparece en las películas de Hollywood y en los noticiarios de televisión no saben todavía qué es la Super Bowl. La Super Bowl es el partido final de la National Football League, el principal campeonato profesional de fútbol americano en los Estados Unidos, y su relevancia en la cultura de este país es equiparable al 4 de Julio, al Día de Acción de Gracias o al Día en el que Donald Trump pronuncie una frase sin que a las personas decentes se les revuelva el estómago. La final de este año ha sido épica: en los seis minutos finales, los New England Patriots, gracias al brazo sobrenatural del quarterback Tom Brady (me resisto a llamarlo "mariscal de campo": suena napoleónico, y no hay para tanto, la verdad), han enjugado una desventaja de diecinueve puntos para forzar la prórroga y, en esta, la primera de la historia en esta competición, han marcado el touchdown definitivo que les ha dado el título, el quinto de su trayectoria. Aplaudo la hazaña de los Patriots, pero lo siento mucho por los Falcons, que son mi equipo. Porque yo, además de ser de un equipo de fútbol el Barça, ¿cuál si no?, soy de un equipo de fútbol americano: los Falcons de Atlanta. Me aficioné a ellos el año que pasé en su ciudad como estudiante de intercambio, hace ya tres décadas. Entonces eran un equipo mediano, por no decir mediocre; pundonoroso (que es el calificativo clemente que suele aplicarse a los jugadores o las formaciones esforzados, de los que solo se puede decir que son esforzados) pero más acostumbrado a la derrota que a otra cosa, aunque en 1980, precisamente el año que pasé en Georgia, fuese campeón de su división, de la mano del Steve Bartowski, otro quarterback de leyenda. No obstante, me gustaba su uniforme rojo, negro y blanco, la figura del halcón en el casco negro y en vuelo, pero con las alas bajadas y el nombre, Falcons, con el que lo bautizó una maestra de escuela, Julia Elliott, para la que el halcón nunca soltaba a su presa, era mortal y tenía una gran tradición deportiva. Por desgracia, ninguno de estos fantásticos rasgos se han apreciado en la última final de la Super Bowl. El fútbol americano no es solo un deporte en los Estados Unidos: es una presencia constante. En los parques, en los patios de las casas, en la calles, en los colegios, en todas partes siempre hay gente pasándose un balón ovalado. En España pateamos pelotas redondas; en Inglaterra juegan a críquet; en Francia, a la petanca; en Finlandia esquían; en Jamaica corren: todos los países tienen algún o algunos deportes en los que se plasma el carácter nacional y la filosofía de vida de la sociedad que los practica. En América ese papel fundacional lo cumple el fútbol americano. Cuando, en 1979, llegué al colegio de Atlanta en el que iba a estudiar un año, una de las primeras cosas que vi fue a dos cheerleaders ensayando en un pasillo. Nunca había visto a una cheerleader de verdad, ni tenido una minifalda, tan corta, con sus dos piernas debajo, tan largas, tan cerca. Luego, ese mismo día, después de clase, asistí a un pep rally, una ceremonia, que me anegó de estupor, en la que todos los alumnos del colegio se reúnen en el gimnasio para animar al equipo de fútbol, que tiene partido por la noche. Apretujados en las gradas, los estudiantes corean consignas, vitorean al equipo y, en general, aúllan como posesos, para infundir a los jugadores el ardor guerrero que les conduzca después a la victoria. Entre las animadoras que propiciaban los cánticos distinguí a las dos que había visto al llegar a clase, con faldas aún más cortas que las de los ensayos. Me recuerdo imaginando lo que habríamos dicho nosotros, en nuestro colegio de curas barcelonés, si alguien nos hubiera convocado en el gimnasio un viernes después de clase para expresar nuestro apoyo al equipo de fútbol. (Nuestro colegio no tenía equipo de fútbol, pero da igual: lo que se nos habría ocurrido es irreproducible en horario infantil). El fervor entre tribal y castrense que demostraban, en cambio, aquellos escolares por sus jugadores encontraba una correspondencia exacta en la ferocidad con la que estos se desempeñaban. Los primeros partidos a los que asistí una ocupación casi ineludible de los adolescentes los viernes por la tarde me recordaban a los combates entre clanes neolíticos: todo el mundo luchaba allí como si la pelota fuese el jabalí que hubieran abatido y que iba a dar de comer al clan una semana. (Pude comprobar también, luego, que aquellos choques casi ferroviarios tenían consecuencias psicológicas: a pesar de los cascos de hormiga atómica que llevaban, aquellos jóvenes revelaban al hablar una suerte de disminución de la inteligencia, aunque ello no reducía su atractivo a los ojos de chicas: los jugadores de fútbol seguían siendo los miembros más populares del colegio, entendiendo por populares lo que se ha entendido siempre en las escuelas norteamericanas: aquellos a los que todo el mundo les ríe siempre las gracias; los que no pueden faltar en cualquier fiesta que se precie; los que dotan de glamur a las reuniones escolares). Pero sería un error pensar que los barullos y montoneras que se forman en los partidos de fútbol americano solo son fruto del caos o de las ganas de unos jóvenes atiborrados de testosterona de sacarles las mantecas a otros jóvenes no menos forzudos y llenos de hormonas. El fútbol americano es un sofisticado ejercicio de estrategia, en el que el choque físico es solo la parte visible de una serie de planes minuciosamente elaborados. Las escuadras preparan y entrenan, semana tras semana, mes tras mes, complicados movimientos en el césped, y aprenden a coordinar, es más, a sincronizar los desplazamientos de jugadores que en muchos casos pesan más de cien kilos pero son capaces de correr cien metros en doce segundos, y que se han de enfrentar a defensas que parecen el primo hermano de king kong. (Una cosa muy buena de este deporte es que los gordos no solo no son rechazados, sino que son muy apreciados, a diferencia de lo que pasa en casi todos los demás, salvo el sumo; mi triste destino en el colegio, por ejemplo, dadas mis características físicas, fue siempre el de portero: aunque no me moviera mucho, tapaba mucha portería). El engaño desempeña un papel importante en la estrategia del equipo, y con frecuencia se simulan lanzamientos o carreras en el lado en el que no está o por el que no va a ir el balón. Y, en fin, la violencia explícita del enfrentamiento inhibe la violencia antideportiva: he visto muchas más tanganas, con patadas y puñetazos incluidos, en el fútbol europeo, reino de pícaros, macarras y mamporreros, que en el americano, donde, con anglosajón fair play, todo el mundo entiende que quieran arrancarle a uno la cabeza si eso es lo que hace falta para recuperar el balón, del mismo modo que uno está dispuesto a sacarle los hígados a quien se le ponga delante para lograrlo. Yo nunca jugué al fútbol americano cuando viví en los Estados Unidos. Preferí ser portero del equipo de fútbol europeo: había adelgazado bastante, pero, a base de recibir pelotazos por todo el cuerpo (era inevitable), había desarrollado cierta habilidad para interponerme entre el balón y la red. Sin embargo, desde aquellos años aurorales, conservo el agrado por ese curioso ajedrez violento cuyas maniobras nunca dejan de sorprenderme, por esa batalla de proyectiles sin pólvora y de cargas de caballería en las que los jugadores son a la vez el caballo y el jinete, por ese recipiendario magnífico de entusiastas minifalderas, que es el fútbol americano, y el deseo de que alguna vez este año ha estado, ay, a punto de cumplirse los Atlanta Falcons ganen la Super Bowl.

6 comentarios:

  1. Es misterioso el asunto de la lectura. No puede una evitar que lo leído, casi como un ladrón, recupere detalles olvidados, abandonados, escondidos y acaso desconocidos de una misma. Me ha pasado con la palabra quarterback, por la que recuerdo haber sentido no sé qué debilidad, ese embrujo achacable al cine y que sólo hoy descubro que continúa seduciéndome -esto entonces lo ignoraba- con su fónetica de vocales densas y profundas (no sé explicarlo bien). También he revivido, con su visión en zoom vertiginoso de las cheerleaders, el anhelo recurrente de ser por unas horas un hombre, experimentar lo que imagino un latigazo primitivo de deseo o una pelea cuerpo a cuerpo por cualquier pelota, satisfecha al fin con un generoso hematoma como herida de guerra.
    Creo que seguiré robándole.

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    1. Me gusta haber suscitado esas asociaciones escondidas u olvidadas en Ud., Gema. En realidad, no las he suscitado yo, sino las palabras mismas, que tienen ese don extraño. En cuanto a su deseo de ser hombre por un día (o por un rato), no se lo recomiendo: la testosterona es un coñazo, valga la paradoja. Eduardo Haro Tecglen explicó una vez que, saliendo de un taxi con Gonzalo Torrente Ballester, ya octogenario y con once hijos, vieron ambos pasar por delante de ellos a una hermosa joven. Y Torrente Ballester le dijo, lleno de resignación: "¡Ay, Eduardo, esto no se acaba nunca...!".

      Pues eso.

      Un montón de besos.

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  2. No lo vi,pero lo he vivido intensamente al leer tu entrada.Personalmente, lo prefiero así. Un abrazo.

    Blanca.

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  3. Mariscales de Campo. Falcons, los primeros sin comentario. Los segundos son desde unos trireactores franceses para uso de ejecutivos de empresa, pasando por unos helicopteros y unos cazas F16 Falcon. A unos coches el Ford Falcon muy vinculados a la dictadura de Videla en Argentina. Y es curioso, el halcón que solo es una rapaz, un animal que mata para subsitir. Termina siendo un animal de caza en cetrería y un arma de guerra letal, hasta como avión para ejecutivos.
    A que resulta que todo lo perverso lo pone el hombre...

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    1. Pues sí, Alfredo: el hombre utiliza los animales para proyectar lo bueno o malo que alberga. No obstante, su uso para denominar a un equipo de fútbol americano es incruento. Ojalá siempre fuera así.

      Un abrazo.

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