Calígula, el emperador romano, fue un personaje de aúpa. Apenas gobernó el imperio cuatro años, pero tuvo tiempo suficiente para matar a diestro y siniestro, incluyendo a parientes y esposas –si no ordenaba asesinar a sus sicarios, forzaba a los condenados a suicidarse–; para mantener relaciones incestuosas con varias hermanas; para freír a la gente a impuestos (incluso por ir a los burdeles, que en aquella época estaban muy concurridos) y hasta pedir dinero a la plebe en los actos públicos; también para matarla de hambre: dedicaba los barcos de transporte de cereales a integrar un enorme puente flotante entre los puertos de Baiae y Puteoli (que recorría luego a lomos de su caballo Incitato, al que nombró senador, que vivía en un establo de mármol con todos los lujos imaginables, y que no copulaba con yeguas, sino con Penélope, una mujer de la alta sociedad romana que Calígula le había elegido por esposa); y, en fin, para un sinnúmero de otras lindezas. No es de extrañar, pues, que un grupo de pretorianos y senadores, encabezados por Casio Querea –al que Calígula no dejaba de mortificar, llamándolo maricón y nenaza–, lo cosieran a puñaladas en el 41 d. C. y, ya puestos, también a su mujer, Milonia Cesonia, y su hija, Julia Drusila, aunque con esta no utilizaron el cuchillo, sino el más drástico procedimiento de estamparle la cabeza contra una pared. También buscaron, con muy malas intenciones, a Claudio –el protagonista del clásico Yo, Claudio, de Robert Graves, y de la subsiguiente serie de televisión–, tío de Calígula, pero este, sabiamente, había tomado las de Villadiego. Cuando se hizo con el poder, ordenó que todos los conspiradores y asesinos de su sobrino fueran ejecutados. La cosa acabó, pues, como solían acabar las sucesiones al trono: en un baño de sangre. Este Calígula atroz es el protagonista de la obra homónima, un clásico del teatro del siglo XX, de Albert Camus, que hoy vamos a ver al teatro romano de Mérida. Lo representa una compañía catalana, cuyo papel protagonista –el del emperador chiflado– desempeña el barcelonés Pablo Derqui. Recuerdo haber visto ya varias versiones de la obra: la del genial, irrepetible José María Rodero, en 1982; y la no menos memorable de Pedro Mari Sánchez, en 1994. El teatro está lleno. Hace el calor habitual en Mérida, en julio: mucho. Las señoras se abanican con denuedo, y el entrechocar de las varillas de los abanicos crea un zumbido himenóptero que solo acallan algunos miríficos golpes de brisa. Detrás de nosotros, un grupo de jubilados gallegos debate, a voz en cuello, los pros y contras de visitar una u otra localidad extremeña, y, a mi lado, una chica delgada y sola se instala en la butaca como solo saben hacerlo las chicas delgadas y solas: con una botella de agua a un lado, una rebequita en el regazo y una pierna doblada y apoyada en el asiento (¿cómo no le dolerá una posición tan yóguica). Yo, por mi parte, contribuyo a la informalidad general descalzándome. Aunque solo sea de una pequeña parte de mi cuerpo, disfruto con la desnudez. La escenografía de Calígula es sobria, casi draconiana, pero original: una tarima inclinada con algunos agujeros que representan camas, baños o tumbas. Los personajes, siguiendo el consejo de Camus, no visten togas, sino, en este caso, trajes de la belle époque, de un blanco roto, salvo Helicón, que va de negro; Cesonia, que exhibe un considerable fondo de armario; y, naturalmente, Calígula, que lleva lo que le da la gana: desde una camisa arrugada hasta un traje diplomático de gala. La austeridad del vestuario y la escenografía de la obra solo se rompe en dos momentos: cuando estos tres personajes, ataviados ahora como Jack Nicholson en su papel de Joker en el Batman de Tim Burton y sus compinches, protagonizan una escena de baile desenfrenado; y cuando Calígula aparece de nuevo bailando, hacia el final de la representación, esta vez solo. También hay otros momentos llamativos: el emperador se da un baño y, como es lógico, se desnuda. Y, aunque no se expone abiertamente –Helicón lo vela con una toalla–, el desnudo integral se produce. Y no es frecuente que haya desnudos integrales masculinos en los escenarios españoles. Tengo para mí que estas rupturas visuales no son sino salidas de ventilación, recursos descompresivos, para aliviar la densidad de un texto implacable, aunque no me parezcan imprescindibles: las palabras de Camus son de tal calibre que resulta irreverente apartarse de ellas, aunque sea para descansar. El retrato de un hombre que, desesperado por la constancia de la infelicidad y la muerte, decide rebelarse contra el destino prevaliéndose de su poder y abrazando una libertad destructora, que obedece a un deseo gratuito y arruina todo valor humano y toda relación noble, se desarrolla mediante diálogos y parlamentos de una espesura poética y filosófica deslumbrante. Mientras los oigo, celebro haber vuelto al teatro que es verbo y no opereta, pirotecnia o gimnasia, al teatro en el que se representan conflictos y pasiones humanos con la más singular herramienta humana: el lenguaje. Y también que en un festival de teatro clásico vuelvan a representarse obras de teatro clásico. De esa alegoría de la desesperación contemporánea –Camus estrenó Calígula en 1945, inmediatamente después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial– se desprende una conclusión iluminadora: esa libertad absoluta no existe, porque, si se intenta llevar a la práctica, acaba con todo y con todos, incluido quien la ejerce. Algunos pasajes son ferozmente actuales: "¡Gobernar es robar!", grita un lúcido Calígula en una de sus primeras intervenciones. Otros son dignos de la mejor tragicomedia, como la escena en la que el emperador convoca a los poetas de Roma y a algunos de sus corifeos a un concurso de poesía: el tema de la composición es la muerte. Todos garabatean apresuradamente en sus tablillas y empiezan a recitar piezas espantosas, con los tópicos habituales de la época: "Muerte, cuando más allá de las negras orillas...", "Las tres parcas en su antro...", "Te llamo, oh, muerte...", etcétera. Calígula, que es un tirano demente, pero no hombre sin gusto, interrumpe su recitación, a las pocas palabras, con un toque irritado de silbato, hasta que, harto de todos, corta la de uno de ellos, que ni siquiera ha empezado a declamar. La interpretación que Pablo Delqui hace de todo de ello es prodigiosa. Me admira su dicción, fuerte y dúctil, serpenteante y voladora, pautada por pequeñas pausas, no entre frases, sino entre las palabras de una misma frase, lo que da al discurso una extraña porosidad y, a la vez, una asombrosa penetración; y su creíble multiplicidad de caras: desde la del hombre vulnerable, apesadumbrado por la muerte de su hermana y amante Drusila, hasta la del loco peligroso que mata a los padres o hijos de sus patricios, pasando por la del cínico que no duda en manosear a la mujer de otro tribuno en presencia de este (y de su amante Cesonia). Delqui es de la estirpe de los grandes: de Rodero, que ya lo precedió, con majestuosidad, en este papel; de Rabal, que llenaba los escenarios, con su voz y su nariz partidas, como los llena el catalán; de Bódalo, capaz de escuchar por un pinganillo un partido de fútbol radiado y seguir diciendo su papel sin equivocar una línea. Salimos del teatro con una insólita sensación de plenitud. Lamentablemente, no nos podemos tomar un mojito en el bar del recinto, a la vista de las columnas del proscenio, como hemos hecho otros años: está atiborrado. Nuestra plenitud no es, pues, completa, pero en eso consiste la naturaleza humana.
Libertad destructora: qué absurdo pero qué cierto.
ResponderEliminarSe nota la plenitud en el entusiasmo del texto.
Un abrazo.
Insisto: es un placer inmenso poder leerte.Sabes llegar hasta el hueso del lector.
ResponderEliminar" Las palabras de Camus son de tal calibre que resulta irreverente apartarse de ellas, aunque sea para descansar"
Me han temblando las piernas al leerlo.
Un abrazo.