Félix nos ha invitado esta noche a una velada festivo-musical en su casa. Quiere celebrar su reciente restauración y disfrutar del patio remozado con amigos del pueblo y de otras localidades de la zona. Es, pues, lo que los ingleses llaman una house-warming party, a la que Ángeles y yo llegamos cuando los demás invitados ya han cenado, y algunos –los miembros del grupo que ha constituido Félix con otros amantes serranos de la música popular– se aprestan al canto y la zarabanda. El lugar es espléndido: un amplio patio con columnas y naranjos, cuyo encanto rural ha enriquecido Félix, que intuía su uso jolgorioso, con un bar bien surtido y siempre abierto. El grupo lo forman ocho miembros –procedentes de varios pueblos de la Sierra y hasta del extranjero: Marcel, un mexicano que reside en Hoyos, le aporta dimensión internacional (también viven en el pueblo un inglés y un chino, entre otras nacionalidades: quizá deberían considerar incorporarlos a la formación para darle una proyección auténticamente planetaria)–, pero aquí, hoy, solo hay cinco, suficientes, no obstante, para tocar con dignidad las piezas señeras de su repertorio. Atacan, para empezar, un clásico: «María la portuguesa», que Félix dice que está seguro de que todos conocemos, pero que yo no conozco. De hecho, yo soy un desastre para la música, en general, y para la música folclórica y tradicional, en particular: recordar la letra de una canción, de cualquier canción, es una tarea tan inalcanzable para mí como entender el manual de montaje de un mueble de Ikea, y no digamos entonarla: llego, en el mejor de los casos, a tararear vagamente algún pasaje muy conocido, que recuerdo de las excursiones del colegio –casi mi única fuente de cultura musical– y, en concreto, dado que las hacíamos en autobús, de sus connotaciones automovilísticas: «Para ser conductor de primera, de primera, de primera, acelera, aceleraaaaaaa…», por ejemplo, o «Adelante, hombre del seiscientos: la carretera nacional es tuyaaaaaa…». Pero ahí queda todo. Cantar es algo que me tengo prohibido desde los seis o siete años, cuando sufrí una de las mayores humillaciones de la infancia, de la que aún no me he recuperado. El profesor nos hacía cantar, en grupos, a todos los alumnos de la clase. Yo me incorporé al que me tocaba, y me puse a cantar lo que sonó. Al poco de arrancarnos con el tema, el maestro cortó nuestra actuación con un gesto imperioso y una expresión de infinito disgusto. Entonces dijo: “Voy a ver si encuentro al cuervo”, y nos hizo cantar la misma canción uno a uno. Al llegar a mí, concluyó: “Ya lo he encontrado”. Y ahí acabó mi carrera musical. Desde entonces rumio mi incapacidad sin fisuras para reproducir correctamente –esto es, sin que suene a chirriar de uñas en una pizarra– cualquier nota, acorde o sintonía. Pero a lo que iba: el grupo de Félix acomete, en efecto, «María la portuguesa» con brío admirable, pero cierta falta de conjunción. El resultado, sin embargo, no es despreciable. Como señala Chema, uno de los guitarras, al acabar, han tocado «desafinados, pero con sentimiento». El sentimiento, desde luego, les sobra. Félix aporta una de las voces cantantes y, en ocasiones, el tintineo feliz de la pandereta, ese instrumento tan español que hasta sirve para definir a España. Pero la actuación de Félix podría ser aún más lucida, si viese algo. Se ha dejado las gafas arriba y, sentado en un rincón del patio, donde menos luz hay, se acerca a los papeles y achina los ojos para leer las letras, con escaso éxito. No obstante, suple las limitaciones de la visión con mucha imaginación y no menos entusiasmo. Mili, su mujer, con tenacidad conyugal, lo encarece a que vaya a buscar los anteojos, pero Félix se niega a abandonar el escenario: está entregado a su público. Tras «María la portuguesa», el grupo desgrana canciones serranas, romances mineros, habaneras, corridos mexicanos y el inconmensurable «La muralla», que todos, menos yo, acompañan o, al menos, tararean. Ángel, otro de los miembros de la rondalla, se aplica a la bandurria como un calígrafo japonés al papel de arroz: toca de oído, pero no equivoca una nota. Jorge, veterinario de profesión, sostiene las piezas con una voz elegante y armoniosa, fogueada en las tunas extremeñas, acompañándose también con la guitarra. La única mujer del grupo presente hoy, Raquel, a la que Félix ha llamado «la niña de las gafas», exhibe una voz vigorosa y aflamencada, con la que protagoniza uno de los mayores éxitos de la velada, «A tu vera», interpretada con un desgarro en el que también hay delicadeza. Y no solo su voz es dulce: también lo es su cara. Algunas piezas aún están inmaduras y necesitan ensayarse, como «La bahíaa», una balada muy melancólica de cuya letra solo alcanzo a entender eso, «la bahía», lo que me permite afirmar que se trata de una pieza marinera. En estas ocasiones, con las voces inseguras y los instrumentos sin conjuntar, el grupo de Félix parece más bien el ejército de Pancho Villa (y eso que no está Marcel), pero ello no le resta encanto. Mientras todo esto sucede, circulan los gin-tonic y algún whisky entre la concurrencia, y Ángeles, a mi vera, no deja de canturrear, con expresión de felicidad. Ángeles, a diferencia de mí, es una discoteca ambulante: recuerda la melodía y la letra de las canciones de Adriano Celentano, o del Dúo Dinámico, o de Miqui (no el ratón, sino el cantante calvo), y es capaz de reproducir, sin equivocarse, las ratoniles fanfarrias de los anuncios de neveras o ventiladores de los años 70. Pasada la medianoche, el grupo ha interpretado ya casi todas las piezas que traía hoy en el zurrón, y Chema, a pesar de haber sido el miembro del grupo que con más donaire las ha defendido, se levanta para irse. Félix nos cuenta entonces, con naturalidad, por qué Chema tiene la voz pastosa y quebrada: ha padecido un cáncer de laringe y lengua, y está operado de ambas. La lengua, precisa el propio Chema, está recortada y «hecha un atadijo». Sin embargo, canta, sigue cantando, y suple con pasión lo que el cuerpo le niega. Y, cantando, rezuma alegría: la alegría de estar vivo; la alegría de que la sangre corra por las venas todavía, y de que el sol salga y se ponga cada día, y de que una buena amiga –como nos confiesa ahora– lo esté esperando en Acebo. Chema enfunda, pues, la guitarra para irse, pero Jorge y los demás no están dispuestos a dejarlo marchar impunemente. Empieza aquel a rasguear coplas populares y clásicos de la tuna, como el mítico «Clavelitos», que hasta a mí me suena, y Chema, atrapado por unos acordes que lo envuelven como una telaraña sonora, que lo seducen como el flautista de Hamelín, desenfunda la guitarra como quien desenfunda un subfusil Thompson y acompaña, de pie, incluso bailando, la algarabía general. Y así una y otra vez, con piezas distintas, que Jorge puntea con una sonrisa de amable malicia y a las que Chema responde automáticamente con un acompañamiento encandilado. La juerga ha impregnado tanto a Félix que se va a orinar y lo hace mirando por la ventana del retrete y manteniendo el compás, lo que me lleva a dudar del acierto de la micción: si para un hombre, en circunstancias normales, ya es difícil atinar en el inodoro, mear en movimiento puede ser una catástrofe. Pero esta es su casa y no seré yo quien le diga cómo tiene que aliviarse. La velada se prolonga hasta casi la una, con los invitados con la lengua definitivamente suelta, y Ángel enfrascado aún en la bandurria, y Chema obedeciendo, sin poderse contener, a los dictados de Jorge, y Ángeles silabeando todavía las letras de las canciones más inverosímiles, y yo maravillado de la capacidad de la música, de toda música, para enardecer y dulcificar el corazón de la gente, y de esta reunión de amigos, aunque algunos no nos conociéramos, en este hermoso patio de una casa de pueblo, a la luz fresca de la luna, con dos guitarras, una pandereta y cinco voces entregadas.
Querido Eduardo, como siempre se conjugan dos cosas: disfrute literario y humor, al leerte. Un abrazo
ResponderEliminarAsun
¡Olé! Da gusto leerte.
ResponderEliminarMil abrazos.
Estas reuniones son imprevisibles. En una de ellas, hasta te arrancas a cantar y te sumas a la zarabanda (su etimología es de origen incierto; sus letras, musicales y hasta danzarinas diría yo).Yo también estoy reñida con el cante, eso sí,a bailar tumbo a cualquiera (siempre que no haya gin-tonic de por medio, claro).
ResponderEliminarLo del cuervo parece premonitorio ¡¡!!
Gracias por compartir la escena.
Espléndida entrada, querido Eduardo: divertida a la par que instructiva. Por cierto, que yo también soy como Ángeles: me sé canciones de hace mil años. Eso sí, las canto tan mal como tú, jejeje. Abrazotes.
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