domingo, 16 de julio de 2017

Solidaridad entre poetas

Algunos pensarán que el título de esta entrada es un oxímoron, y no les faltará razón. Pero yo creo en esa solidaridad y, si no existe, en la necesidad de crearla. Y no me refiero tanto a una solidaridad estética o intelectual, aunque también, como a una ayuda material, física. El otro día, en la calle Santa Eulalia, de Mérida, vi a dos mendigos en un portal. Eran las cuatro de la tarde y caía un sol que derretía a las piedras. Ambos estaban a la exigua sombra de una fachada, y dormitaban: uno tumbado y otro sentado. Este había puesto un cartel en el suelo en el que se leía: "Vendo poemas. Un céntimo". En el vaso de plástico que estaba delante del cartón conté, en efecto, algunas monedas de uno o dos céntimos, y apenas dos o tres de diez o veinte, que habían dejado algunos rumbosos (o acaso los propios pedigüeños, para estimular la generosidad de los transeúntes). No me sorprendió que un necesitado vendiese poemas. Me ha pasado varias veces en Barcelona: recuerdo a una argentina que se pasaba el día en los ferrocarriles de la Generalitat colocando entre el pasaje cuadernitos fotocopiados con poemas y cuentos, a un euro; también a un español que, en el barrio de Gracia, se sorprendió cuando el también poeta J. Jorge Sánchez y yo, que estábamos tomándonos unas cervezas, le compramos algunos; y a una alemana mayor (probablemente una musa sin reconvertir de los psicodélicos 70) que, durante muchos años, se encontraba uno de noche, y solo de noche, por el Paseo de Gracia y que se ofrecía para declamar unos versos a cambio de una ayuda: "¿Quierrrres que te rrrrecite unos verrrrsos?", preguntaba, con dudoso aliento pero inconfundible acento. Lo que me llamó la atención de los indigentes emeritenses fue la baratura, o el dumping descarado, de los poemas. ¿Un céntimo? ¿Tan poco vale la lírica? ¿Tan bajo ha caído la poesía? Hoy no se puede comprar nada con un céntimo, absolutamente nada, salvo, en las calles de Mérida, versos. Me abrumó su tristísima necesidad y su aún más triste ofrecimiento. Dejé un billete de cinco euros en el vaso, sin despertarlos, y seguí mi camino. El abandono en el que vivían estas personas me hizo añorar un país, que ha existido, en el que los poetas se ayudaban unos a otros; en el que, cuando uno caía enfermo, otros lo atendían o le compraban medicinas; en el que, cuando alguno, sin dinero, pasaba hambre o penalidades, se hacían colectas o se le facilitaban lecturas o actividades que les proporcionaran algún ingreso. Y eso, con indepedencia de la poesía, buena o mala, clara u oscura, que escribieran; y también de su prestigio o fama, aunque muchos grandes no la recibieran: Pérez Galdós, el mejor novelista español del s. XIX, a la altura de Balzac, Dickens y los realistas rusos, murió ciego y pobre; Gabriel Celaya, autor señero del realismo social y fundamental para tantas vocaciones, en la indigencia; Edgar Allan Poe, delirante y borracho en las calles de Baltimore. Ser poeta te adscribía a un gremio particular, sin organización profesional, pero con esprit de corps: un grupo de gente que experimentaba la vida como ninguno otro y que se sacrificaba por una vocación trascendente, por un ideal. Desde luego, cabría exigir que, hoy, el Estado ese Estado que dedica cientos de miles de millones a subvencionar industrias improductivas y contaminantes, o barbaridades inmobiliarias, o momios para gratificar a servidores mediocres, ineficaces o corruptos, si no las tres cosas ayudase a los creadores: a quienes han enriquecido, a cambio de muy escaso o ningún reconocimiento ni retribución, la cultura, esto es, la sensibilidad y la inteligencia de sus conciudadanos. Pero, al margen de que eso se produzca y no solo no se produce, sino que se produce lo contrario: el Estado les retira pensiones si obtienen otros ingresos por su labor intelectual o artística, los poetas se han de ayudar, como se han ayudado siempre los necesitados y los perseguidos. Hace un par de años, cuando aún vivía en Londres, volví a Barcelona, invitado a las jornadas poéticas del Ateneo de la ciudad. Tras la lectura, fuimos a cenar a un restaurante del Ensanche. Nos acompañaba un poeta y pintor ya veterano, que apenas abrió la boca. No tenía muy buen aspecto. Al acabar, Albert, también escritor y gran persona, que había estado muy pendiente de él toda la cena, le ofreció el brazo y, caminando muy despacio, lo acompañó a casa. "Es que no está bien; está enfermo", me susurró al pasar. Aquel gesto, tan íntimo, tan insólito, me conmovió. Hace más tiempo todavía, en cambio, en una lectura colectiva en la Biblioteca Nacional de Bogotá, asistí a un ostentoso (e innecesario) gesto de desprecio por parte de A. C., un buen poeta peruano, pero hombre hosco y energuménico, hacia otro mejor que él, el brasileño Lêdo Ivo, ya octogenario: con el auditorio lleno, y en primera fila, el limeño estiró los brazos (y hasta las piernas) en el aire, y bostezó ruidosamente, mientras Ivo leía. Eso es exactamente, pensé, lo contrario de lo hay que hacer: no se burla uno de un compañero poeta, y menos aún si es un anciano. Los poetas, que nos jugamos la inmortalidad en cada embate, practicamos el despellejamiento del colega: lo hacemos con ahínco y delectación. También criticamos con ferocidad lo que escribe: pocas virulencias hay mayores que la de un poeta para con otro. Sin embargo, aunque eso sea así no justificado, pero sí explicado por la naturaleza humana y la libertad de expresión, no tiene por qué impedir la solidaridad activa: la ayuda cuando la desgracia se abate sobre quien comparte con nosotros una misma creencia en la palabra, aunque su forma de manifestarla sea diferente; el compañerismo con quien se enfrenta a las mismas asperezas y dificultades de un mundo, el literario, muy cabrón; la mano afectuosa al ser humano que camina a nuestro lado, y que sufre. Quizá esto sea ingenuo o anticuado, pero no quiero pensar que sea imposible.

2 comentarios:

  1. El mundo se va deshumanizado en progresión geométrica. Mirar hacia otro lado, te aseguro, es un deporte de moda.Cada vez hay menos empatía. Gestos como el de Albert, no deberían sorprendernos,pero por desgracia, hay poca gente que dedique un gesto de calor humano altruistamente. En respecto al mundo literario:solo lo he visto de lejos y cada vez me alejo más.La solidaridad, en general,hoy se ha convertido en un gesto en peligro de extinción.Me quedo sin palabras, sin respuestas. Te dejo estos versos de mi admirado Fernando Pessoa:

    [Para ser grande,sé entero.Nada]

    Para ser grande, sé entero. Nada
    Tuyo exageres o excluyas.
    Sé todo en cada cosa.Pon cuanto eres
    En lo mínimo que hagas.
    Así en cada lago la luna entera
    Brilla,porque alta vive.

    Odas, Fernando Pessoa, poesía. Selección,traducción y notas de José Antonio Llardent.
    Este libro lo compré por dos euros. Casi lloro al pagarlo.

    Gracias, Eduardo. Necesitamos reflexiones como la tuya.

    Un abrazo.

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  2. En cualquier gremio, querer mal a un compañero o ignorar su desvalimiento apunta a una falta de sensibilidad amplia, que incluye otras parcelas afectivas, no sólo la gremial. Tiene difícil solución pues suele causarlo una carencia e inseguridad profundas y mal identificadas. Es doblemente triste, por el apoyo que se niega a quien lo necesita y por perder la felicidad que nos aporta la de los demás, especialmente si contribuimos a ella y podemos compartirla.
    La solidaridad es la manera perfecta de utilizar todo ese amor que, si queremos buscarlo, tenemos y con el que no sabemos que hacer porque se nos desborda y nos pone tristes perderlo.

    Un abrazo.

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