miércoles, 26 de julio de 2017

Lecturas de verano (2)


Hace algunos meses, en la presentación de un poemario de la Editora Regional, me reuní en Cáceres con un grupo de amigos. En la tertulia posterior al acto, en una terraza del centro, surgió, ya no recuerdo por qué, el asunto –un asunto raro, lo admito, pero es que la mayoría de los que estábamos allí éramos bastante raros– de la proyección internacional de España y de su papel en la historia. Yo sostuve, confiado en la benevolencia de mis interlocutores e incluso en que compartirían mi opinión, que los españoles debíamos ser más conscientes –y estar más orgullosos– de algunos de nuestros logros históricos, como, por ejemplo, nuestra presencia en los Estados Unidos. Y, para justificarlo, aporté un dato: más de la mitad del actual territorio de ese país, hoy tan importante como temible, estuvieron tres siglos bajo soberanía española. Pues bien: mis contertulios me saltaron (dialécticamente) a la yugular, supongo que inficionados por esa prevención contra cualquier manifestación que huela a nacionalismo (o a imperialismo, como en este caso, el colmo de la abominación) y que nos vuelve ciegos a los hechos, a las realidades históricas. (Hubo algunos que se quedaron callados, acaso masticando la información que les había dado, y lo que se infería de ella, pero lo cierto es que ninguno secundó mis palabras). Solo uno de mis opositores sabía, por ejemplo, que la primera ciudad edificada en América del Norte, y habitada de forma permanente, fue San Agustín, en la Florida, cuyo fundador fue el español Pedro Menéndez de Avilés en 1565. Los famosos peregrinos del Mayflower, la semilla de la civilización inglesa en el continente, aún tardarían más de medio siglo en llegar. Viene esto a cuento de un libro que acabo de leer, Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español, de María Elvira Roca Barea, publicado por Siruela en 2016, y que va ya por la octava edición. Imperiofobia y leyenda negra es un libro necesario, que revela el origen y desarrollo de la leyenda negra española –la única que pervive todavía, aunque de forma difusa, de todas las que han recaído en los imperios históricos; y yo lo sé bien, porque en la televisión británica, incluso en la siempre admirada BBC, sigue siendo imposible, por ejemplo, oír la palabra Inquisition sin que lleve aparejada la palabra Spanish– y, sobre todo, los intereses a los que ha respondido. La desnuda, pues, como lo que siempre ha sido: una gigantesca operación de propaganda, al servicio de las necesidades del grupo humano que la promoviese: humanistas italianos (sus creadores) quejosos de la dominación española en el s. XVI; protestantes alemanes y holandeses que luchaban por sustituir el gobierno de la monarquía hispana por otro que defendiese sus prerrogativas; ingleses decididos a combatir urbi et orbe al archienemigo peninsular; ilustrados franceses ansiosos por establecer su superioridad intelectual frente a un país ignorante que, no obstante su ignorancia, había acertado a crear lo que Francia nunca había conseguido: un imperio. (Otra anécdota de mis años ingleses: en nuestra visita a la Torre de Londres, vimos expuesta una silla de tortura, de escalofriantes hechuras. Una etiqueta informaba, con anglosajona asepsia, de que durante muchos años aquella silla se había presentado como uno de los monstruosos instrumentos de tortura de la InquisitionSpanish, por supuesto–, pero que, al parecer, no era sino una reconstrucción manipulada de la época victoriana, hecha con el propósito de denigrar al inveterado enemigo. Es decir, aquella silla ni siquiera había existido nunca como tal, sino que solo era la suma de una serie de piezas colocadas ad hoc para sugerir la máxima crueldad posible: un agujero para destrozar los genitales, un garfio para arrancar la lengua, un torno para triturar la espalda y otras lindezas equiparables, aplicadas todas a la vez). Roca Barea, con un estilo pulcro y dinámico, que en nada recuerda a la horrísona jerga académica, un buen pulso narrativo y un gran rigor documental, expone las falsedades que han nutrido el oprobio vertido sobre España y el imperio español, y las contrapone a las evidencias históricas. Así nos recuerda, verbigracia, que los españoles no tardaron ni diez años en levantar hospitales y universidades, abiertos a todos, en sus colonias americanas, y que siguieron haciéndolo hasta prácticamente su independencia, mientras que a los ingleses les costó mucho más erigir un puñado de ellos, en los que solo se admitía a ingleses; que los españoles alumbraron el Derecho de Indias –desde Bartolomé de las Casas y fray Antonio de Montesinos hasta Francisco de Vitoria y toda la Escuela de Salamanca–, el germen del Derecho Público internacional y de los actuales derechos humanos, mientras que los ingleses se limitaron a exterminar –o, en el mejor de los casos, a segregar– a las poblaciones indígenas; que expulsiones de judíos (y persecuciones religiosas) hubo en todos los países europeos, y que las de Inglaterra, Holanda y Alemania, entre otros, fueron mucho más crueles que las decretadas por los Reyes Católicos; que la Inquisición ni se creó en España, ni la española fue la última en desaparecer de Europa, y que sus terribles actividades fueron mucho menos inhumanas que las de otros países (por ejemplo: es imposible saber cuántas brujas fueron quemadas en la Edad Moderna en Europa, pero las estimaciones más rigurosas hablan de 25.000 en los territorios alemanes; 4.000 en Suiza; otras tantas en Francia; 1.500 en Inglaterra… Y 27 en España. Esta última cifra es la única exacta, porque la Inquisición española no daba un paso –es decir, no aplicaba la garrucha ni el aplastapulgares– sin levantar acta); que el desastre de la Armada Invencible (aunque no fuera tal desastre, pese a la derrota: la marina española no sufrió un menoscabo irreparable y siguió acarreando, con relativa solvencia, los tesoros de Indias) es ampliamente conocido en todo el mundo, propalado por los voceros anglosajones, pero que casi nadie sabe que la Contra-Armada lanzada en represalia por Isabel I al año siguiente de la fracasada expedición, en 1589, integrada por 180 barcos (muchos más de los que había enviado Felipe II) y dirigida nada menos que por el pirata Drake, fue desbaratada por las 30 embarcaciones de Alonso de Bazán y Martín de Padilla, que hundieron entre 40 y 50 buques del enemigo y le causaron 15.000 muertos y miles de desertores; o que la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna contra la Viruela, que se desarrolló entre 1803 y 1814, y que la OMS considera la primera campaña médica internacional, fue sufragada por el denostado (con razón) Carlos IV y llevada a cabo por su médico personal, el militar Francisco Javier Balmis, a quien nadie conoce hoy en España. La investigación de Roca Barea no se limita a contraponer los datos aireados por la leyenda negra y la realidad de los hechos. También se extiende a las actividades del pensamiento. Dos casos: la teoría de la evolución de las especies, fundamental en la lucha contra el oscurantismo y la superstición, y cuya paternidad es universalmente conocida –el, cómo no, inglés Charles Darwin–, fue anticipada por el jesuita chileno Juan Ignacio Molina, el abate Molina, en Analogías menos observadas de los tres reinos de la naturaleza (1815), y por el ilustrado español Félix de Azara, en Apuntes para la Historia natural de los cuadrúpedos del Paraguay y Río de la Plata (1802); y los principios de la economía política, entre los que se cuentan el concepto de la inflación y los motivos que la causan, fueron establecidos por Martín de Azpilcueta y Jaureguizar, el doctor Navarro, uno de los sabios de la Escuela de Salamanca, en Comentario resolutorio de cambios, un apéndice de Manual de confesores y penitentes, publicado en 1557. Los ejemplos se multiplican, siempre documentados y razonados, en Imperiofobia y leyenda negra, y el conjunto ofrece un magno contrapunto a la execrable visión que se ha tenido tradicionalmente de España, incluso en la propia España. Los españoles, incomprensiblemente, han interiorizado esa opinión vejatoria –que se prolonga hoy en el tratamiento que dispensan los países del norte de la Unión Europea a los del sur, los PIGS, gandules y derrochadores– y apenas han respondido a los ataques; y, cuando lo han hecho, ha sido de la forma equivocada: con informes, estudios y auditorías, y no con golpes propagandísticos de la misma ralea que los que sufrían. Esta es una de las principales virtudes de este libro: es educativo: ilustra lo que somos y lo que hemos sido (y que por desidia ignorábamos), masajea nuestra orgullo y mejora nuestra autoestima. En unos momentos de desgarro independentista, conocer el pasado –una de las mejores maneras de entender el presente– se vuelve imprescindible, y, si se hace con amenidad, como en este libro, resulta impagable. No obstante, y pese a sus muchas virtudes, Imperiofobia y leyenda negra no carece de defectos: el prescindible prólogo, si es que puede llamarse así, del repulsivo Arcadi Espada y cierta tendencia de la autora a cargar la suerte en solo uno de los lados de la cuestión, aunque esto sea, justamente, lo que el libro pretende: contrapesar la parcialidad ajena con la propia. Así, uno acaba de leerlo y puede tener la impresión de que el imperio español, como todos los imperios, ha sido un proyecto benéfico, integrador, rebosante de ilustración y progreso, y solo interesado en promover el bienestar de sus súbditos; o que la Inquisición española ha sido una cosa leve (sí en relación con las demás, quizá, pero no en su abominable existencia y funcionamiento) y casi disculpable; o que los Austrias fueron incansables defensores de la libertad de expresión y de la primacía de la ley frente a la arbitrariedad y la corrupción; o que el catolicismo hispano no ha sido, secularmente, una de las razones fundamentales de la ignorancia patria, por más que algunos de sus miembros hayan destacado en diversas ramas de las letras y las ciencias. En cualquier caso, Imperiofobia y leyenda negra ha sido uno de los mejores descubrimientos literarios de este verano, y una lectura grata y edificante, amén de un verdadero espaldarazo a la baqueteada conciencia nacional, si es que tengo alguna. He de recomendárselo a los amigos con los que discutí en Cáceres.

3 comentarios:

  1. ...y punto histórico. Magnífica tu reseña. Yo también lo he leído y coincido contigo. Respecto a la expulsión de los judíos puede que a corto plazo no significara gran cosa para la economía pero a largo plazo se implantó una política de selección de cargos en base a la limpieza de sangre que dejó en el camino a muchas de las personas más preparadas. Para mi las expulsiones de judíos y moriscos si fueron una de las causas de la decadencia de España.

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  2. Estaría bien recomendar el libro a A. Pérez Reverte, que suele regodearse en esa "mala fama" que el libro desmonta. Lo cierto es que es difícil venderse, hacerse autobombo, tal vez por algo que también apuntas: es difícil que la propaganda de los méritos propios empape al destinatario si no va acompañada del demérito de los competidores; así es como mejor funciona. Tal vez se nos da mal por alguna razón, tal vez que se nos dé mal sea valioso. No sé si me explico.
    Un abrazo.

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