Tras cuatro novelas, dos de las cuales aparecieron en la añorada DVD ediciones, José Luis Cancho (Valladolid, 1952) entrega su autobiografía en Los refugios de la memoria, publicado por papeles mínimos, donde ya vio la luz su último libro, Lento proceso, en 2013. Aunque quizá "autobiografía" sea un término excesivo, y resulte más adecuado el de "memorias", una selección de recuerdos cuyo propósito, como el propio Cancho señala en el último y esclarecedor capítulo del libro, no es tanto recrear su pasado, sino "encontrar el punto a partir del cual ya nada podrá ser dicho sobre mí mismo". A veces, y creo que este es el caso de José Luis Cancho y Los refugios de la memoria, un hecho determina la existencia. Al escritor —y ahí, in media res, empieza el relato— lo torturó la policía de Franco en Valladolid, y la mañana del 18 de enero de 1974 cayó al vacío desde el tercer piso de la comisaría de la ciudad. Él confiesa que dice que cayó al vacío, y no que lo tiraran, porque no recuerda que lo hiciesen. Es lógico: cuatro miembros de la brigada político-social llevaban apaleándolo toda la tarde y la noche precedentes, y en su estado era difícil ser consciente de nada de lo que hacía, o de lo que le hacían, salvo apalizarlo. Desde ese suceso terrible, al que sobrevivió milagrosamente (a costa de pasar seis meses sin moverse de la cama, caminar con muletas un año y penar luego dos en prisión), Cancho desgrana una vida que no ha sido sino "una larga convivencia con la muerte". De hecho, el escritor afirma haber estado muerto: saber qué se siente (porque se sienten cosas) cuando uno está muerto. Lo que no impide una narración inyectada de una vitalidad desesperada aunque discreta, de un bullir apasionado pero estoico. Su gravedad resulta transparente y hasta jovial. No obstante la amargura latente en muchos de sus lances, Los refugios de la memoria se lee sin pesadumbre, como una historia llena de correrías, de ilusiones nacientes (e inevitablemente declinantes), que suscitan incluso la sonrisa. Cuenta la lucha política del joven comunista, por la que fue encarcelado muchas veces y casi asesinado, el desencanto del Partido Comunista de España Internacional, PCE (i), luego convertido en el Partido del Trabajo de España (PTE), y el alejamiento de la militancia en los años de la Transición, y una vida, desde entonces, dedicada a la observación, el vagabundeo y, por fin, la escritura: Cancho, con un título de maestro bajo el brazo, viaja a La Gomera, de donde se marcha antes de que empiece el curso, y, abandonada ya la idea de ejercer como profesor, salta a Hispanoamérica (en Nicaragua le daban un fusil cuando iba a bañarse al río, por si atacaba la contra; en Ecuador estafó varias veces al banco emisor de sus cheques de viaje; y en Bolivia viajaba en el techo de los trenes). Y después, agotada o conocida ya suficientemente la errancia, Cancho se dedica a escribir: una ocupación en la que lleva casi dos décadas (su primer título, El viajero junto al mar, data de 1999) y que quizá haya concluido con este Los refugios de la memoria, en el que vuelve a revelarse una concepción austera pero honda y veraz de la literatura. El autorretrato fragmentario que es Los refugios de la memoria brinca y zizaguea entre las épocas de la vida, y de las preocupaciones que las caracterizan, y narra los hechos con una sobriedad que nunca se confunde con sequedad. La precisión de la prosa y el ritmo ágil —en el que la síntesis y la elipsis desempeñan un papel primordial— resultan absorbentes: no hay fastos expresivos ni aparatosidades retóricas, sino una cadencia ceñida de actos y reflexiones. Y el lirismo no está excluido: un lirismo, como el resto de cuanto compone el libro, oblicuo y lúcido. Entre o en los capítulos de Los refugios de la memoria que dan cuenta de los sucesos con los que Cancho hilvana la historia, el autor inserta otros en los que enumera, mediante simples yuxtaposiciones, gustos, inclinaciones personales o rasgos de su carácter. Esto leemos en uno de ellos:
Tengo que cambiarme de asiento en los autobuses cuando otro pasajero emite un fuerte olor a cebolla o a ajo o a sudor. Me gusta conversar con otra persona a solas. En grupo tiendo a guardar silencio. Me irrita oír cantar con vibrato. En quince años he publicado cuatro novelas; antes pensaba que eran muy pocas, ahora no estoy tan seguro. No reconozco mi letra: de tanto escribir al ordenador, he perdido destreza para hacerlo a mano. Prefiero la ropa usada. Un mosquito puede amargarme la noche. Me relaja pasear por los cementerios. No he vuelto a entrar en una peluquería desde que era niño. Mi infancia estuvo atravesada por todos los miedos. No fui un niño feliz. El mundo que bullía a mi alrededor era tan descarnado, tan abrupto, que vivía permanentemente anonadado.
Tengo que cambiarme de asiento en los autobuses cuando otro pasajero emite un fuerte olor a cebolla o a ajo o a sudor. Me gusta conversar con otra persona a solas. En grupo tiendo a guardar silencio. Me irrita oír cantar con vibrato. En quince años he publicado cuatro novelas; antes pensaba que eran muy pocas, ahora no estoy tan seguro. No reconozco mi letra: de tanto escribir al ordenador, he perdido destreza para hacerlo a mano. Prefiero la ropa usada. Un mosquito puede amargarme la noche. Me relaja pasear por los cementerios. No he vuelto a entrar en una peluquería desde que era niño. Mi infancia estuvo atravesada por todos los miedos. No fui un niño feliz. El mundo que bullía a mi alrededor era tan descarnado, tan abrupto, que vivía permanentemente anonadado.
Otro libro en el que la memoria es fundamental, es W, publicado por Vaso Roto, de Javier Pérez Walias (Plasencia, 1960), un poeta de dilatada y prestigiosa trayectoria. En él, ahonda en una de las líneas fundamentales de su obra: la recuperación, mediante la poesía, de lo perdido en el tiempo, o, dicho con más exactitud, la recuperación de lo perdido en el tiempo en la poesía. El verso es, pues, pasado resurrecto, reviviscencia de lo extinto, alumbramiento súbito y cordial de lo inalcanzable. W —la brevedad de cuyo título concentra todo el sentido del canto, como un núcleo potentísimo que fuese a explotar, y expandirse, en los poemas— constituye un recorrido doliente, pero también exultante, por los paisajes de la infancia, por los recuerdos familiares, por el mundo inmaculado, pese a sus muchas manchas, del principio de la vida. Y, así, Pérez Walias se dispone, como nos anuncia en el verso que abre el libro, "a saldar cuentas con los ausentes", el primero de los cuales es su abuelo, Roque Pérez Walias, al que le está dedicado. En las 36 composiciones del volumen, asistimos a un despliegue de motivos y evocaciones, que relatan tanto la intrahistoria de una familia como la del país en el que viven: la muerte de Roque en 1946, de tisis; el sufrimiento por eso que los extremeños han dado en llamar, como otros pueblos emigrantes del mundo, la diáspora; el viejo lavadero de lanas, que hoy subsiste, despojado ya de su antigua función, en el museo Vostell; el de un ford negro del 58; la rayuela y el xilófono de la infancia; los seis hermanos que fueron, y las casas y las calles en las que vivieron; el seminario en el que el poeta estudió algunos años; el hospital antituberculoso en Salamanca. Julio César Galán, en un convincente epílogo a W, señala —refiriéndose al anterior poemario de Javier Pérez Walias, Al Qarafa, pero cuya observación puede aplicarse sin extravío a este— que supone un "ejercicio de fosilización del instante por medio de la recuperación de la memoria de sus muertos". Y, si bien es cierto que la poesía de Pérez Walias —como también se demuestra en Otrora (Antología poética 1988-2014)— persigue, en esencia, la conjura de la desaparición de los seres queridos por medio de la palabra poética, "fosilización" tiene una connotación negativa —de inmovilidad, de inexistencia— que no convienen a W. En W, ese recorrido por la memoria se materializa en un lenguaje a la vez depurado y denso, intensamente metafórico, de ecos gamonedianos y mestrianos, que adopta mayoritariamente la forma del versículo, pero que se prolonga a menudo en fragmentos en prosa que configuran prietas narraciones, nunca exentas de temblor lírico. En W se funden el realismo y la fabulación, los hechos pedregosos de la existencia y el vuelo de la imaginación, estimulada por el alcaloide del recuerdo. En lo descrito sucede lo mismo que en cómo se describe: los dos extremos de la experiencia poética, la inmersión en la conciencia y el reconocimiento del mundo, conviven sin discrepancia, dando lugar a una poesía turbulentamente equilibrada, a una vorágine luminosa. Pero interesa subrayar la naturaleza taumatúrgica del lenguaje de Pérez Walias: en la fuerza, en la materialidad ardiente con la que se manifiesta en la página, se cifra su poder retrospectivo, su nueva y desesperada convivencia con los que murieron y desaparecieron. El ejercicio es tan antiguo como necesario: a la vida por la palabra; al amor, otra vez, por la poesía. Transcribo el último poema del libro, "Breve tratado para soterrar el olvido":
Con la certeza del hombre que es capaz de apresar un rabo de nube o un ala de mosca en tiempos de bulas papales,
os digo
que deseo —de todo corazón— que la poesía sea el lecho donde copulen mansas las libélulas, el bosque donde los cascabeles canten como colorines colgados de las ramas con su hueso de oliva en el estómago,
que la palabra sea el muro verde de mi niñez por donde los caracoles treparon.
Os digo
que deseo que la poesía sea el patio blanco de la casa donde el lenguaje salte a la comba, el fuego purificador del trompo con su aguijón de pájaro, el cincel sutil del cantero clavado en el postigo de la luna para colgar el espantamoscas, el taparrabo de Lucifer, el sombrero pálido del hombre que cuida de nuestro jardín y de su cáncer.
Os digo
que deseo que la poesía sea el armario sin luna donde los pájaros no cuelguen de las perchas, donde toda la siembra del universo inmporte —al menos— una semilla de sésamo porque los pensamientos impuros son como algodón dulce.
Os digo
que deseo que la poesía sea el rincón de mi memoria donde se deposite cada noche, antes de entregar mi cuerpo al descanso, la poca fe en la vida que le quedó a mi padre, el aserrín de los anhelos con que mi madre secó las lágrimas de sus últimos años y el desasosiego insolente por la ausencia de los míos.
Y todo esto
os lo digo a vosotros —de todo corazón, y a sabiendas— para que ningún alfiler de luz caiga en el costurero hondo,
para que nada, nada de lo que no deba ser olvidado por ninguno de nosotros, se desmorome como se desmorona el amor bajo un cielo cubierto de arena o la brevedad de una violeta en una pequeña tumba junto al mar.
Con la certeza del hombre que es capaz de apresar un rabo de nube o un ala de mosca en tiempos de bulas papales,
os digo
que deseo —de todo corazón— que la poesía sea el lecho donde copulen mansas las libélulas, el bosque donde los cascabeles canten como colorines colgados de las ramas con su hueso de oliva en el estómago,
que la palabra sea el muro verde de mi niñez por donde los caracoles treparon.
Os digo
que deseo que la poesía sea el patio blanco de la casa donde el lenguaje salte a la comba, el fuego purificador del trompo con su aguijón de pájaro, el cincel sutil del cantero clavado en el postigo de la luna para colgar el espantamoscas, el taparrabo de Lucifer, el sombrero pálido del hombre que cuida de nuestro jardín y de su cáncer.
Os digo
que deseo que la poesía sea el armario sin luna donde los pájaros no cuelguen de las perchas, donde toda la siembra del universo inmporte —al menos— una semilla de sésamo porque los pensamientos impuros son como algodón dulce.
Os digo
que deseo que la poesía sea el rincón de mi memoria donde se deposite cada noche, antes de entregar mi cuerpo al descanso, la poca fe en la vida que le quedó a mi padre, el aserrín de los anhelos con que mi madre secó las lágrimas de sus últimos años y el desasosiego insolente por la ausencia de los míos.
Y todo esto
os lo digo a vosotros —de todo corazón, y a sabiendas— para que ningún alfiler de luz caiga en el costurero hondo,
para que nada, nada de lo que no deba ser olvidado por ninguno de nosotros, se desmorome como se desmorona el amor bajo un cielo cubierto de arena o la brevedad de una violeta en una pequeña tumba junto al mar.
Mesa de mármol
ResponderEliminarAhora que me he dado de bruces contra el canto del tiempo,que
me he perdido en el laberinto de un volcán de dudas, anó-
tame unos versos con ese temblor tan tuyo
de cierta desesperanza.
Trázame unos versos a lápiz,a desazón alzada, sobre la espuma
blanca del cuaderno.
Déjame el poema sobre el mármol triste, junto a la fresca levadura
del pan, despojado ya de su corteza y tú abandono.
Me ha encantado W. Tú lo has dicho todo de él.
Un abrazo.
"W" ya está en mi estantería pero antes estoy releyendo "al Qarafa".
ResponderEliminarBuen finde.
El poema que transcribes es una versión de Violette, el último de "al Qarafa" y el que más me ha gustado junto a Ojos de pájaro y Muro blanco. Qué interesante leer ambos textos separados por el tiempo, las lecturas y el trabajo poético.
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