Esta tarde iba a escribir una entrada sobre mis lecturas de verano, pero acabo de enterarme del atentado cometido en Barcelona, y ya solo puedo escribir sobre lo que ha ocurrido hoy en mi ciudad. Lo primero que he hecho al conocer la noticia ha sido llamar a Álvaro, mi hijo pequeño, para asegurarme de que estuviese bien. Lo está: trabajando en la oficina, como todos los días. Pablo, mi hijo mayor, anda por Extremadura y Portugal, y no se ha visto afectado por el atentado. Y mi madre, octogenaria con, en estos momentos, dos fisuras de pelvis que la tienen postrada en cama, tampoco ha sufrido ningún daño, aparte del que siente en los huesos. Luego, una amiga de Badajoz me ha enviado un vídeo con las primeras imágenes del atentado, que no son del atropello en sí, sino de sus terribles consecuencias: cuerpos desmadejados, manchas enormes de sangre en el suelo de las Ramblas, quioscos de prensa destrozados, gritos y sirenas de ambulancias, y policías y vecinos ayudando, en corros estremecidos, a los muchos heridos. Las noticias hablan de 13 muertos y un centenar de heridos, algunos muy graves. A la gente de bien todos los atentados les duelen igual, ya sucedan en Nueva York, Madrid, París, Londres, Niza, Estocolmo o cualquier ciudad del Tercer Mundo azotada por el fanatismo, que suele ser religioso. Pero, cuando se produce en la ciudad en la que uno ha nacido y se ha criado, el dolor no es mayor, pero sí de una naturaleza especial. El terrorismo que uno ve por televisión, o que lee en la prensa, está envuelto por una inevitable capa de abstracción, a pesar de la crudeza de las imágenes y el detalle de las descripciones. El terrorismo que golpea las calles en las que uno ha crecido, aunque esté lejos cuando suceda, se vive con un estremecimiento singular, más amargo, que se mete en el estómago. Hace dos días, yo pasaba por el mismo lugar en el que una furgoneta ha arrollado hoy a docenas de personas. Pasaba sin pensar que pasaba por ahí, de tantas veces como lo he hecho. Pasaba agobiado por las preocupaciones cotidianas, sin reparar apenas en nada, salvo, quizá, en la muchedumbre creciente de turistas que, de un tiempo a esta parte, ha convertido las Ramblas en un hormiguero humano. Un hormiguero humano, pienso hoy, letalmente perfecto para que los criminales causen, con muy pocos medios, el mayor destrozo posible. En esas Ramblas que hoy he visto llenas de cadáveres y de cuerpos desbaratados, manchadas de sangre, he paseado, he reído, he amado, he llorado. También he perdido el tiempo, y fabulado felicidades o venganzas imposibles, y compuesto versos, y leído libros. Por esas Ramblas iba al cine con mi padre, en sesiones matinales de domingo desaparecidas hace mucho; o de la mano de mi madre, viendo pájaros en los puestos de animales, también cerrados hace tiempo (me encantaban los guacamayos, llenos de colores, y los roedores en general, llenos de dientes); o con toda la familia a subir a la Santa María, la réplica de la carabela de Colón que durante décadas estuvo anclada en el puerto. En esas Ramblas, una madrugada de 1982, entre el sueño y el júbilo, me enteré de la victoria de Felipe González en las elecciones generales. Por esas Ramblas he ido al Liceo, y al Café de la Ópera, y al Pastís –el mítico bar de la calle Santa Mónica–, y al Glaciar, en la plaza Real, y al Puerto Olímpico, y a los restaurantes de La Boquería, y al Museo de Cera, y la plaza de San Jaime. Por esas Ramblas he desfilado muchos días a la Biblioteca de Cataluña, para estudiar, o a La Central del Raval, para hojear novedades y comprar libros. En esas Ramblas he pasado buena parte de la vida, como la mayoría de los barceloneses, y siento que algo de esas muchas horas que les he entregado se ha quedado pegado a sus piedras, a las del suelo hoy manchado de sangre o a las de las paredes de las iglesias y los edificios que las ciñen, que han recibido también el impacto de los cristales rotos y de los gritos. Cuando escribo esto, no se sabe todavía quiénes han sido los asesinos, pero supongo que serán yihadistas cuyo descerebramiento, aunque insondable, no ha sido, por desgracia, total: han conservado la suficiente inteligencia –si es que se la puede llamar así; en cualquier caso, una inteligencia podrida, desalmada– como para planear y ejecutar con frialdad la salvajada. Uno siente una rabia infinita ante algo tan horrendo e injustificable, y una solidaridad absoluta, no solo con las víctimas y sus familiares, sino con la humanidad decente, y pacífica, y vulnerable, que ellos representan. Lo que se pide ahora es ayuda inmediata y sin cicatería a los afectados; la captura y condena de los asesinos (y reprimo la tentación de pedir que les arranquen las tripas con un gancho de carnicero para no caer en el fascismo que ellos practican); y, sobre todo, la defensa, con la razón y la palabra, pero también con toda la fuerza del Estado, de los principios que deben regir las sociedades civilizadas, frente a lo que estos facinerosos reclaman: ética democrática, respeto al prójimo y a la ley, laicismo inconmovible –aunque yo preferiría, sin más, la expulsión de las religiones de la vida pública–, igualdad entre hombres y mujeres, ayuda para los necesitados, y educación y cultura para todos. Ni un paso atrás, pues, a pesar de la impotencia y el dolor, en el sostenimiento de lo que nos hace dignos y racionales. Ni una concesión a los que invocan a Dios –a cualquier dios, ya sea Alá o el de la supremacía blanca– para justificar la barbarie. Hoy lloro por los muertos y los heridos, y también por una ciudad que siempre ha estado abierta a todos, en la que todos han encontrado un sitio. Pero pronto me desembarazaré de las lágrimas y volveré a pasear, como siempre, por las Ramblas, con el mismo placer y la misma despreocupación, aunque esté llena de turistas. Podrán privarme de un trozo más de la poca inocencia que me quedaba, pero eso no me lo quitará nunca nadie. Ni a los barceloneses.
Un nudo en el corazón. El terror no sembrará su odio en nosotros. Fuerza, Barcelona.
ResponderEliminarUn gran texto, sereno e impecable, sobre esta tragedia. Con tu permiso, lo comparto en mi muro de facebook, querido Eduardo. Gran abrazo.
ResponderEliminarHoy, querido Eduardo, todos somos Barcelona.
ResponderEliminarEspero que, algún día, el ser humano pueda dar definitivamente por desaparecidas las dos enfermedades más mortíferas en la historia de nuestra especie: Dios y Patria.
Un dolorido abrazo.
Ufff, ya estaba medio muerta, al leerte he roto a llorar con desespero. Nada más que decir.
ResponderEliminarUn abrazo grande.
Blanca.
No sé si se ha compartido mi comentario anterior. Te dejo este:
ResponderEliminar" Cultura, Cultura, porque solo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz".
Menéndez Pidal
Desolada, sí, pero también indignada. Rompo a llorar al leerte.
Un abrazo enorme.
No hay palabras, Eduardo. Contigo, con vosotros, con los que lloran, con los que huyen. El único fanatismo que debiera guiarnos es el de amarnos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gema, inmensamente agradecida. Un fuerte abrazo.
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