domingo, 27 de agosto de 2017

En Soria: Expoesía (I)

Voy a conocer Soria, una de las pocas capitales de provincia españolas en las que nunca he estado, invitado por Exposía, el encuentro poético anual que se celebra en la capital castellana, y que este año está dedicado a los poetas y el exilio. Ha tenido que ver con ello la recomendación que hizo a los organizadores la editorial Vaso Roto, en cuya opinión mi más reciente poemario, Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, trata, justamente, de ese asunto. Llegar a Soria desde Mérida no es lo más fácil del mundo. Descartado el avión, cuyos vuelos a Madrid no encajan con la fecha de mi participación en el festival, y el tren, que, si lo hay, va más lento que el que atravesaba los campos de Soria cuando se filmaba en ellos Doctor Zhivago, la única combinación posible es ir en autobús hasta la capital y a Soria, en un taxi fletado por la concejalía de Cultura. Así lo hago. En la Estación Sur de Autobuses me espera un taxista al que llamaremos Cristóbal por lo del santo patrón de los viajeros, que demuestra, desde que me subo al coche, unas ganas irrefrenables de hablar, a pesar de verme con un libro en el regazo y una expresión en los ojos con la que me esfuerzo por transmitir unas ganas irrefrenables de leer. Pero la cháchara de Cristóbal no conoce límites, y se desata, sin pausa, hasta que decide hacer una pausa para comer. Se lo agradezco por dos razones: yo tampoco he comido todavía, y que tenga que meterse la comida en la boca le impedirá, siquiera transitoriamente, seguir hablando; o quizá no, pero yo tengo fe. En un ventorro a medio camino entre Madrid y Soria pedimos una ensalada y unas croquetas. El camarero, que parece un sturmscharführer de las SS, traslada nuestra comanda al personal de cocina sin dejar de trajinar, de servir platos, de recoger platos y de fregar la barra con un trapo que parece haber fregado barras de bares desde el reinado de Witiza: "¡Dame una ensalada de la casa, dame dos de croquetas, dame un pepito de lomo, dame una de chistorra, dame un pincho de tortilla de patatas, dame tres de calamares, dame una de pimientos rellenos...!". El hombre amontona mentalmente las comandas de los clientes y las suelta de golpe y de corrido, enhebradas por una elemental pero certera anáfora. La pitanza es pasable, pero el vino del tinto de verano que he pedido está picado. Solo saciada el hambre, aunque mal, puedo admirar el establecimiento, donde, además de los inevitables jamones colgando, descuella una tienda de productos de la tierra, en la que Cristóbal me llama la atención sobre un pacharán hijoputa y unos pimientos acojonantes, entre otras exquisiteces así también llamados. Pero hijoputa y acojonantes no son exclamaciones elogiosas de Cristóbal, siempre proclive a loar los frutos del terruño (y, sobre todo, los torrenos sorianos, que me tienen confuso un rato, hasta que caigo en la cuenta de que son torreznos), sino la marca comercial del ajenjo y los pimientos, entre muchos otros comestibles. La jocosidad, tan hispánica, me recuerda a la de aquella empresa agroalimentaria que recibió la visita del rey emérito y, para agasajarlo, le dio a probar unos suculentos espárragos. Juan Carlos, siempre tan campechano, exclamó: "¡Están cojonudos!", y la empresa, para agasajarlo todavía más y celebrar universalmente su campechanía, decidió llamarlos así: Cojonudos. Pero lo peor del viaje no es la charla incontenible de Cristóbal, ni la comida en el dudoso figón, sino el discurso que el taxista me suelta, cuando estamos otra vez en el coche, contra los inmigrantes, una nebulosa pero, para él, deleznable categoría en la que incluye a negros, gitanos rumanos, moros y dominicanos; estos últimos, en concreto especifica con seguridad, no han trabajado nunca. Me da mucha pereza enzarzarme en una discusión con este hombre, pero el sentido del deber moral no ha desaparecido todavía del todo de mí, así que le respondo que la inmensa mayoría de inmigrantes que conozco y de los que sé, huyen de la miseria, el hambre, la persecución política y hasta la guerra, y han venido a España a trabajar, igual que los españoles huíamos de la miseria, el hambre, la persecución política y la dictadura en los 50, 60 y 70, y nos íbamos a Francia, Suiza, Alemania o Hispanoamérica a trabajar. "Sí, pero con un contrato de trabajo debajo del brazo", responde Cristóbal. "No, amigo mío", le digo. "Lo que llevábamos bajo el brazo era una maleta de cartón atada con una cuerda y mucha necesidad. Las multitudes que salían de las estaciones de tren de todo el país con destino a París y a otras ciudades europeas no habían visto nunca un contrato de trabajo; muchos ni sabían lo que era; muchos ni siquiera sabían leer". Llegamos por fin a mi alojamiento, en la plaza Mayor. Gracias a la conversación, yo lo hago calentito, lo que no me conviene nada, porque hace un calor de narices. Frente a mi hostal, en la plaza Mayor, se alza la iglesia de Santa María la Mayor, un sobrio templo románico, en el que llama la atención un curioso grupo escultórico situado cerca de la entrada: una mujer de pie, apoyada en una silla vacía. Averiguo que la mujer representa a Leonor Izquierdo, la casi niña con la que se casó Antonio Machado, en esta iglesia, el 30 de julio de 1909, y que la escultura se inspira en una conocida foto de la pareja en la que Leonor aparece de pie, con una mano en el respaldo de la silla en la que se sienta Antonio. Su unión provocó un notable escándalo en la pacata sociedad soriana de la época, que consideraba inadmisible el matrimonio entre una jovencita de 15 años y un bregado caballero de 34 profesor de francés, además: a saber qué indecencias podía enseñarle, y que así se lo hizo saber, con misericordia cristiana, apedreándolos el día de su boda. A todo esto, ¿por qué está la silla vacía? Sabe Dios. Paso por delante del Arco del Cuerno, que era el pasadizo por el que entraban los toros en el coso que era la plaza Mayor. Otro vestigio de la función taurófila que cumplía la plaza se encuentra en la fachada de la iglesia de Santa María la Mayor: unas ventanas tapiadas. Se conoce que desde ellas veían los curas las corridas, en lugar de dedicarse al alto ministerio al que estaban consagrados, hasta que un obispo, don Pedro de la Cuadra, harto del indebido solaz de sus misacantanos, ordenó cegarlas en 1739. Por el Collado camino hacia la Dehesa, el principal parque de la ciudad, donde se han instalado los puestos de libros de Expoesía y se celebran las lecturas previstas. Otro poeta me sale al paso: Gerardo Diego, cuya estatua sedente en bronce delante del Casino de la Amistad recuerda los dos años, de 1920 a 1922, que pasó en Soria profesando lengua y literatura en el mismo instituto en el que, 13 años antes, había enseñado Antonio Machado. Gerardo tiene las piernas cruzadas, toma café y lee el "Romance del Duero" que él mismo ha escrito en su libro Soria. Galería de estampas y efusiones: "Río Duero, río Duero, / nadie a acompañarte baja, / nadie se detiene a oír / tu eterna estrofa de agua. // Indiferente o cobarde, / la ciudad vuelve la espalda. / No quiere ver en tu espejo / su muralla desdentada...". Y, mientras lo contemplo, veo a un niño vasco sé que lo es porque ha llamado a su madre amatxu pegarle un bofetón al pobre Gerardo. Quizá no le gusta el "Romance del Duero", o quizá esté harto de poetas, en esta ciudad en la que tanto abundan (si es que sabe que lo son): a pocos metros de la estatua del autor de Manual de espumas, veo un panel con la cara de Gustavo Adolfo Bécquer, otro escritor muy vinculado a la ciudad, con algunos textos suyos. Su mujer, Casta Esteban, era de Torrubia, un pueblo de la provincia (aunque muy casta no era: al parecer, tuvo amores con un bandolero, y se sospecha que hasta un hijo con él, a pesar de seguir unida al poeta), y con ella vivió siete años en el Moncayo y en la capital. Llego por fin a la oficialmente llamada Alameda de Cervantes, aunque todo el mundo la llama la Dehesa. Tanto el parque como la ciudad que llevo vista desprenden ese aire perezoso, dominical, de las pequeñas ciudades castellanas, que parecen dormir un sueño de siglos entre ríos, conventos y arboledas. En la Dehesa lineal, jalonada de de bares y terrazas, espesamente arbolada, antes de llegar al espacio reservado a Expoesía, veo un tiovivo de los antiguos un carrusel y la ermita de la Soledad, del s. XVI, que alberga el Cristo del Humilladero, un excepcional Cristo marfileño del s. XVI, atribuido a Juan de Juni. No sé si los puestos de Expoesía se han colocado a poca distancia detrás de la ermita para que quienes los visiten puedan rezar algo antes. Yo no lo hago, y me adentro, temerariamente, en el encuentro de editores.

3 comentarios:

  1. ¡Ay, amigo, el gremio del taxi...! Espero anhelante las próximas entregas sorianas. Abrazotes.

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  2. Los camareros son, a veces, seres prodigiosos: memorizan, sirven, limpian (qué asco me dio ese trapo visigótico!), piropean, cantan, bromean; lidian con borrachos, niños chillones, jefes insoportables; son testigos de las discusiones familiares o, peor, de los magreos de parejas exhibicionistas. ¡Compasión para este soriano!
    A los taxistas no les tengo tanta devoción, será que apenas los he tratado. El tal Cristóbal padece ese mal tan común de la estrechez de corazón: con lo mucho que cabe en él, sólo quiere llenarlo de lo seguro y próximo.
    ¡Ays, no me gustó la broma sobre Casta Esteban!

    Un abrazo.

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  3. Me he, casi, muerto de la risa. Tienes un humor a prueba de bomba: imposible no soltar una carcajada.Te vamos a perdonar el comentario sobre Casta Esteban.

    Un abrazo.

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