sábado, 30 de septiembre de 2017

La soledad

Hace pocos días, oí en un telediario que los expertos, sean estos quienes sean, han identificado una nueva epidemia en las sociedades desarrolladas: la soledad. Y lo ilustraban con un dato: casi 43 millones de estadounidenses mayores de 45 años padecen soledad crónica, una enfermedad, al parecer, más dañina que otro de los grandes males (y de las grandes vergüenzas) de los países ricos: la obesidad. Soledad crónica debe de querer decir, claro, que están solos siempre, que están solos inapelablemente, y que, si alguien no lo remedia, estarán solos hasta que se mueran. Y morirán también solos, aunque esto morir solos nos ha de pasar a todos, por muy numerosa que sea nuestra familia o muchos amigos que tengamos. La casualidad quiso que ese mismo día oyese en otro programa de televisión uno de esos documentales sobre temas científicos que nunca se proyectan en cadenas generalistas ni en horarios de máxima audiencia, y cuyos parientes de sobremesa, sobre animales, tan buenos son para descabezar una siesta; mis preferidos son los que se ocupan de los primates: de los bonobos, o monos kamasutra, por ejemplo, que resuelven todos sus conflictos individuales y sociales copulando, y que han desarrollado un sofisticado arsenal erótico, más elaborado que el de muchos humanos: qué gran ejemplo deberían ser para todos que es empíricamente imposible definir la felicidad, pero que, si un rasgo se asocia a ella, según todos los estudios disponibles, ese rasgo es el de la conexión con la vida, es decir, la vinculación de la persona con grupos, actividades o causas: con realidades que la incorporen a comunidades más amplias y trascendentes, sin que esta trascendencia tenga que ser religiosa, aunque también pueda serlo y, de hecho, lo sea la mayoría de las veces. Se conoce que integrarse en una comunidad, o participar de un proyecto colectivo, o compartir los trabajos que realiza un conjunto de semejantes, proporciona a la gente una sensación de acogida y pertenencia que la aleja del desasimiento y el desconcierto que le imprime nuestra condición de seres escindidos, desde el nacimiento, de un todo irrecuperable. Esa necesidad de conexión (aunque algunos, muchos, invoquen en ocasiones una necesidad de desconexión, que no es sino una manera de reivindicar una conexión diferente) explica la agrupación familiar y las organizaciones comunales, desde el clan o la tribu hasta el Estado, y todas aquellas adhesiones a entidades supraindividuales, ya sean laicas, como los clubes de fútbol, o creyentes, como las iglesias, que, además, tienen la ventaja de asegurar la inmortalidad, esto es, la conexión con la vida más allá de la muerte. Y, desde luego, explica la vasta panoplia de nacionalismos, patriot(er)ismos y credos de toda laya que la humanidad ha excretado, y que son la expresión más acabada (y, a menudo, más peligrosa) de la función del grupo como antídoto de la soledad. Frente a estas incardinaciones redentoras, la soledad permanece como una realidad que ampara la dignidad de la persona, cifrada en el conocimiento, en la conciencia iluminadora de la incertidumbre, la transitoriedad y la indefensión que la constituye, pero también como una realidad que nos lamina e incluso corroe cuando va más allá de la soledad deseada y acariciadora que a veces necesitamos para reencontrarnos o purgarnos. La soledad vuelta estado ineludible, convertida en losa que nos oprime o nos ahoga; la soledad como manto o muro o espesura; la soledad como compañera tenebrosa que nos recuerda, sin misericordia, que a nadie podemos hablar, que a nadie podemos abrazar, que nadie nos ama ni a nadie podemos amar; la soledad que veda cuanto nos une con el mundo, y que resulta tan impenetrable como un chaleco de kevlar. Esa soledad es terrible. Y lo peor de su terrible condición es que es compatible con la compañía y la comunicación. De hecho, no hay peor soledad que la soledad multitudinaria: la que experimenta quien vive rodeado por una muchedumbre de soledades tan abrumadoras como la suya (la británica Olivia Laing ha escrito un magnífico tratado sobre el arte de estar solo en las megalópolis, La ciudad solitaria; y no es extraño que lo haya hecho alguien que ha vivido muchos años en Londres y Nueva York, esos paraísos de los solitarios, como yo mismo he tenido ocasión de comprobar). Por otra parte, la digitalización de la sociedad ha ampliado la información (y también la desinformación) hasta límites casi inconcebibles, pero no ha mejorado el conocimiento la comprensión de aquello de lo que se nos informa ni aumentado la fraternidad. Más bien lo contrario: ha potenciado el apartamiento y hasta la reclusión. Es pavorosa la soledad de los ancianos: ese abandono total, en el que están solos incluso de sí mismos, y que no conoce ya ni una palabra de consuelo, ni una mirada de reconocimiento, ni una caricia. No menos aterradora es la de los expulsados a los márgenes, la de los caídos en las tinieblas exteriores de la existencia: indigentes, enajenados, presos, enfermos impedidos o terminales. Pero también resulta fiera esa soledad más modesta, aunque no menos intemperante, que nos aqueja a algunos, a veces, por circunstancias indeseadas o la siempre tortuosa conducta del azar. Caminamos entonces por nuestra casa sin otro compañero que nuestro propio cuerpo y nuestro propio silencio. Nos sentimos lejos de toda cordialidad y toda salud. Los pasos de ese caminar desolado resuenan en las paredes de las habitaciones como un tambor de duelo. Lo que hacemos está seco, igual que nosotros. Nada nos eleva: nada nos mueve, salvo la fuerza que se nos traga –hacia dentro: hacia la nada como si lleváramos una piedra atada al cuello o fuésemos esa agua que desaparece, entre borborigmos, por el desagüe de la ducha. La ausencia se adensa como una cosa, y percibimos la dureza de su hueco, el peso intangible con que nos empareda. Pensamos entonces en nuestras renuncias, que nos configuran tanto o más que nuestras adhesiones: a un amor difícil o imposible, para librarnos del sufrimiento que nos causa esa dificultad o imposibilidad; a un amigo, o a muchos, sobre los que el tiempo o la divergencia han formado una costra de desapego que no hemos tenido la perseverancia o la generosidad de levantar; a la fuerza de las ilusiones, al empuje de la ingenuidad, que el cansancio y la ineptitud la ineptitud que ni siquiera la experiencia es capaz ya de disimular no dejan de persuadirnos para que enterremos de una vez por todas. La renuncia a los desafíos de la vida implica la renuncia a nosotros mismos. En esos momentos, los pasos suenan más vacíos que nunca, y los relojes, más feroces; y todos los ecos se extinguen. Uno habla en voz alta, y se sorprende de hablar con un extraño. Pero ese extraño soy yo.

4 comentarios:

  1. Profundísimo artículo. La soledad es una indeseable compañera de viaje para personas como tú, querido Eduardo, tan capaces de sentir, de sufrir y de renunciar. Un fuerte abrazo.

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  2. La colección de soledades puede ser interminable: el anciano está solo como lo está el hijo que lo sabe abandonado; lo está quien vive la ausencia como hueco y quien la hace corpórea para combatirla; lo está quien renuncia y quien de repente se ve en el papel de renunciado; lo está el superviviente y quien permanece en el barco a sabiendas del naufragio; quien calla para no sufrir y quien se ve condenado al silencio. Con todo, la peor que conozco es la de quien asiste al desplome de uno mismo y al de los naipes que se tambalean con él.
    Te dejo un abrazo torpe, de soledad a soledad, segura de que muy pronto te leeremos reconfortado: a este texto se le vierte la vitalidad en cada párrafo.

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  3. Me has dejado llena de vacío. ¡Qué desconsuelo!

    Un abrazo grande.

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  4. Muchas almas solitarias tenemos tendencia a hundirnos en el clamor de la muchedumbre para evtar encontrarnos a nosotros mismos.

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