Laurence Stephen Lowry fue un pintor inglés. Nació en 1887 y murió en 1976. Su obra es muy singular: pinta, casi siempre, los paisajes, industriales y desolados, de Pendlebury y Salford, dos localidades aledañas de Mánchester, en la primera de las cuales vivió cerca de cuarenta años, y lo hace con un trazo escueto y naïf, que siembra las escenas de personajes anónimos que, por su esquematismo, los críticos de su época llamaron "hombres cerilla": palotes con un punto gordo por cabeza. Yo conocía ya a Lowry por visitas anteriores a su Mancunia natal. Había visto obras suyas en el Museo de Arte de Mánchester y en otras instituciones británicas, y me habían intrigado sobremanera esos fósforos desperdigados por lienzos blancos, pero a la vez tenebrosos, y esas imágenes de ciudades erizadas de chimeneas humeantes. Este fin de semana Ángeles y yo hemos decidido verlo con sosiego, y hemos visitado el museo que lleva su nombre, en la Mediacity de Salford. Lo más fascinante del recorrido no han sido sus dibujos y sus pinturas, con serlo mucho, sino el conocimiento que hemos adquirido de su vida y su pensamiento, si es que las opiniones que expresa encajan en un sustantivo tan abstracto. Ambas revelan a un hombre elemental y profundo, que no ostenta —que no quiso ostentar— ninguna de las características tradicionalmente asignadas a los artistas; un hombre cuya sencillez explica su hondura. Lowry se hizo pintor por haber perdido un tren: salió de la estación de Pendlebury para hacer tiempo hasta que pasara el siguiente y, paseando, se encontró con el cambio de turno de los trabajadores de una inmensa fábrica de tejidos (que se llamaba Acme): el movimiento de aquella muchedumbre, enmarcado por la espectacular mole de la fábrica, y a la vez contrapuesto a ella, lo persuadió de que su tarea había de ser retratar la claroscura realidad industrial que lo rodeaba. Lowry nunca salió del Reino Unido, nunca tuvo teléfono, nunca tuvo coche. Vivía en una casa muy modesta, que era también su taller. Se ganaba la vida como recaudador de alquileres: se ponía el sombrero y la gabardina (que, colgados en el recibidor, arrugados y tristes, llegó a pintar en una ocasión) y se iba a recolectar las rentas que debían los inquilinos de Pendlebury. No se casó nunca. Quienes lo trataron en la universidad lo recordaban como un ser completamente asexual, y él confirmó a los 88 años, poco antes de morir, que "nunca había estado con una mujer" (solo algunos torturados cuadros suyos, en los que aparecen enigmáticas hembras ceñidas por corsés asfixiantes, resultan vagamente eróticos). La única relación duradera que mantuvo con una persona del otro sexo fue con su madre, a la que cuidó los ocho años que pasó enferma, en cama, hasta su muerte, a pesar de que considerara a su hijo un fracaso. Lowry aceptó todos los honores locales que se le ofrecieron, pero rechazó los nacionales: que lo nombraran oficial y caballero del Imperio Británico, y también que lo hicieran sir. De hecho, el pintor ostenta el récord mundial de distinciones rehusadas: hasta seis noes dio a quienes, en el último tramo de su vida, quisieron reconocer su valía con una medalla y un título. Pero aún más que estos singulares rasgos biográficos, tan alejados de la grandilocuencia y el glamur, me siento especialmente identificado con sus ideas, recogidas en las cartelas que acompañan a los cuadros, en el espléndido documental que prologa la exposición y en el catálogo de su obra. Él se refiere, claro está, a la pintura, pero yo las entiendo aplicables, sin apenas modificación, a la poesía. Lowry fue un hombre de vida solitaria. Y dice: "Si yo no hubiera vivido en soledad, ninguna de mis obras existiría. No habría hecho lo que he hecho, ni visto las cosas como las he visto". Así es: la destrucción que supone la soledad nos construye; la soledad, devastadora, es el motor de la creación. Escribe también: "Me gusta muchísimo el lápiz". De nuevo, a mí también. Él lo utilizaba para bosquejar, para sombrear, para dar relieve. Yo, para escribir versos: es lo único que no puedo hacer directamente en el ordenador. Necesito percibir la leve pero estimulante vibración del grafito en el papel; necesito oler a carboncillo conforme avanzo; me es imprescindible vencer la resistencia de los materiales al progresar —si es que progreso— en la página, como metáfora o trasunto de la misma resistencia de la palabra poética a ser dicha. Dice Lowry: "Si puedes dibujar la vida, puedes dibujar cualquier cosa". De eso se trata: de dibujar, de decir, la vida. Se pinta, y se escribe, para volver a experimentar la plenitud de la existencia, la maravilla de la realidad, por árida o dolorosa que sea: para vivir más, para ser más. Dice asimismo: "La pintura debería carecer de sentimientos" (the thing about painting is there should be no sentiment es la frase original; y sentiment significa "sentimiento", pero también "sentimentalismo"). Es otra afirmación que suscribo: la obra de arte no debe contener sentimientos, sino generarlos en el contemplador (o en el lector). Y esa generación, paradójicamente, se produce tanto más cuanto mayor sea el despojamiento emocional, la vaciedad patética. Continúa Lowry: "Yo no soy un reformador social. Pinto lo que veo, como lo veo; pinto lo que me gusta ver". Esta afirmación engarza con la anterior. La primera visión de sus cuadros hace pensar en la denuncia social: manchas geométricas; espacios sin árboles, sin luz; seres despersonalizados en ciudades fabriles y tristes. Pero Lowry no pretendía agitar las conciencias ni exponer las terribles consecuencias de la alienación capitalista. Por eso, justamente, lo consigue: porque no hay sentimientos, ni tesis, en sus escenas: hay, simplemente, mirada, una mirada desnuda, entre mondrianesca y anfractuosa, que refleja, en realidad, paisajes que le fascinaban, mezcla de vaciedad y tumulto, de pureza y suciedad. (En sus obras conviven siempre los fondos y suelos blancos con las figuras y edificios negros. Si la blancura es omnipresente, es porque, cuando estudiaba en la Escuela de Bellas Artes de Mánchester, un profesor le criticó la "excesiva oscuridad" de sus cuadros. Lowry decidió entonces dotarlos de una claridad radical, cifrada en el color blanco, a la que fue fiel hasta el final de sus días). En cualquier caso, esa asepsia emocional invocada, y ejercida, por Lowry se manifestaba en sus obras, pero no se extendía al ser humano, por muy inglés que fuese. Uno de sus cuadros más conocidos, y más terribles, es Cabeza de hombre, fechado en 1938. Empezó siendo un autorretrato, aunque luego, según el pintor, se independizó de él. Pero los rasgos atormentados, el pelo revuelto, los ojos y la nariz enrojecidos, la expresión arrasada, reflejan todo el sufrimiento que puede albergar una persona. Es el grito de Munch sin grito, un sobrecogedor ejemplo de la quiet desperation, la desesperación callada, que, según Pink Floyd, constituye la English way, la forma de ser inglesa. Quizá para atenuar ese desespero, Lowry era un enamorado de la música, una de sus escasas pasiones (junto con el mar y el Manchester City). Sus compositores favoritos eran Donizetti y Bellini. La música, decía, lo transportaba "al otro lado". Ese otro lado es el que buscamos todos los consumidos por el arte: el otro lado de la realidad, la cara oculta del ser, los sótanos de nosotros mismos. Lowry no se consideraba responsable de sus cuadros: simplemente, sucedían; eran "extensiones de sí mismo". Como los poemas que escribimos, que aspiramos a que sean ajenos a nosotros, entidades del mundo, cosas que suceden, pero también, e indisociablemente, proyecciones de nuestra carne, pedazos nuestros diseminados como lluvia o metralla. Lowry, en fin, no se preguntaba por qué hacía lo que hacía, ni qué significaba, ni cuál era su propósito. Simplemente, se encontraba haciéndolo y lo seguía haciendo, sin más, sin otra preocupación que acabar lo que había empezado de la manera que mejor expresase lo que quería decir. Y ya estaba. Eso era todo. Y eso es todo siempre.
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