Yo suelo llegar tarde a todas las novedades, a todos los cambios, y no digamos a los introducidos por la revolución digital. Aunque a estos, si quiero ser justo, no es difícil llegar con retraso: cada media hora hay un nuevo avance que deja obsoleto lo que uno acaba de aprender. Eso me ha sucedido con Netflix: llevaba años funcionando, pero yo acabo de descubrirlo. Y quizá ese descubrimiento termine con mi adicción a la televisión, pese a que la televisión se ha convertido en un basurero aún mayor que Internet. Si sucede así, perderé mi cretácica condición de televidente, de la que no participan las generaciones más recientes: mis hijos no han visto nunca la tele; mis vecinos de rellano, treintañeros, ni siquiera tienen televisor. Pero no me importa. En realidad, ya solo acudo a la televisión para ver el telediario y El Intermedio o en busca desesperada de películas potables: apenas las hay y, si las hay, las ametralla, inmisericorde, la publicidad. En Netflix he dado con una serie que perseguía con afán y que no encontraba por ningún sitio, Merlí. Algo doblemente extraño en mi caso, porque no me gustan las series, que se me hacen acartonadas, populacheras, repetitivas y huecas: la última que seguí con interés fue Dos hombres y medio. Aunque Merlí está rodada en catalán por una productora catalana (en la que participa la empresa que publica La Vanguardia) y fue emitida, durante tres años, en TV3, la televisión pública catalana, yo empecé a verla en Mérida. Después de cenar, me tumbaba en el sofá y, como ha sido siempre mi costumbre (hasta, quizá, ahora...), zapeaba por los canales en procura de algo decente —decente intelectualmente, no decente moralmente— que echarme al magín. Y allí me topé con Merlí. La emitía un canal nacional, doblada al castellano. Yo le quitaba el doblaje y la escuchaba en versión original. Y me sorprendía —no tenía por qué, pero me sorprendía— estar viendo la tele en catalán en Extremadura. La serie me atrapó de inmediato. Era ágil, original y, sobre todo, inteligente. Trataba de filosofía y relaciones humanas. Su primer acierto era el título, el nombre de un mago: alguien que obra lo extraordinario, como es interesar a los adolescentes en la filosofía —y, por extensión, en el pensamiento y la crítica— y ayudarlos a resolver sus problemas. El protagonista, el profesor del instituto en el que transcurre la acción, Merlí Bergeron, interpretado por un magistral Francesc Orella, reúne verosímilmente algunos rasgos muy atractivos: es iconoclasta (pero responsable), mujeriego (pero leal), lúcido y contradictorio, y practica la mentira —uno de los más eficaces instrumentos de la inteligencia y también de la compasión— cuando conviene, pero detesta la hipocresía y puede ser brutalmente franco diciendo lo que piensa o lo que los demás no quieren oír (pero deben). Le dan completamente igual las redes sociales y aún le importa menos lo que piense la gente de él. Y, su característica más emocionante, no soporta a los perros. Encontrarse a un personaje así en estos tiempos de sacralización de los animales —a los que tantos cretinos consideran mejores que las personas— reconforta y consuela: «Mi animal favorito es el bistec», le dice a un alumno. A su alrededor se mueve un conjunto de personajes bien caracterizados: los jóvenes a los que da clase y sus padres, además de su propia familia. El aspecto de las relaciones entre los alumnos que más me admira, es su conducta sexual: libre, espontánea, natural. En un capítulo, y para reconocer su culpa en la difusión de un vídeo en el que una alumna —Mónica de Villamore, interpretada por la guapísima Júlia Creus— aparece desnuda, todos se desnudan en clase. En otro, dos compañeros de clase se lían en una fiesta y, cuando una amiga común le pregunta a uno de ellos —Bruno, el hijo de Merlí— si han follado, este contesta que no, pero que «se la ha chupado». En general, todos se relacionan con todos, todos picotean en todos sin ningún reparo moral ni empacho físico, como debe ser: se enamoran —uno afirma haberlo hecho ocho veces desde que está en el instituto—, se besan, se separan, vuelven a juntarse, vuelven a besarse, se acarician, se pelean, hacen el amor; y siguen en clase, con naturalidad, aprendiendo, por ejemplo, que la epojé de los escépticos griegos consiste en la «suspensión del juicio», un estado de la conciencia en el cual ni se niega ni se afirma nada. Comparo este condición libérrima de los adolescentes de hoy con la que yo viví en el colegio de curas al que no había más remedio que ir, si uno quería ser algo en la vida, en la España de los setenta del siglo pasado, y me estremezco de pena. Qué sórdido era aquello (aunque el propio colegio, barcelonés y posconciliar, presumiese de modernidad: hasta tuvimos un par de conferencias sobre educación sexual, impartidas por un experto en la materia, un sacerdote), qué rígido y oscuro. Fue un colegio exclusivamente masculino hasta 1977, cuando se incorporaron a nuestra clase cinco chicas. Cinco. El revuelo fue considerable. Pero las relaciones, si es que se dieron, estaban marcadas por la lobreguez. No había contacto físico, ni alegría, ni espontaneidad, ni nada de nada. El intercambio de fluidos era impensable. La homosexualidad, también. Los chicos nos matábamos a pajas: si ya lo hacíamos antes, en la inacabable soledad de nuestros cuartos, entonces, estimulados por la más turbadora presencia femenina, nos despellejábamos vivos. Las chicas tampoco ayudaban: educadas en el polvoriento catolicismo de la época, recuerdo a alguna sostener en público que ella no se entregaría a nadie (a ningún hombre, quería decir) hasta que hubiese pasado por el altar. Y, en última instancia, los curas velaban por la moralidad de la convivencia: todo estaba ordenado, vigilado, controlado, para que, acuciados por las hormonas, no nos desmandáramos y el libertinaje —aquel espantajo tan socorrido para los reaccionarios— no se enseñoreara de las aulas. Las clases de Merlí, en lo intelectual y en lo sexual, son solares: espacios luminosos de diálogo y placer, que es lo que debe ser siempre la educación. No obstante lo cual, la serie y, en particular, el personaje de Merlí recibieron, junto con una gran acogida de público y abundantes elogios críticos, varapalos de género: según algunos, el profesor es machista, manipulador y misógino. No lo es, pero, aunque lo fuese, es un personaje, una criatura de ficción que encarna rasgos y valores de la gente que hay a nuestro alrededor, e incluso de nosotros mismos: de los seres humanos reales. Reprobar una invención por no ajustarse a unos dictados éticos determinados es, precisamente, lo que hacían los curas con aquellos de nosotros que nos apartábamos de sus rigurosas exigencias morales. Y lo que está descafeinando la literatura —y el cine— hasta convertirlos en una papilla para débiles mentales. Y lo que Merlí aspira a evitar que hagan sus alumnos, cuyo único deber es ser radicalmente humanos: turbulentos, apasionados, contradictorios, independientes, gozosos, críticos.
Eduardo, he intentado verla muchas veces y no he podido.La encuentro insultantemente mema,hipócrita, poco creíble. El personaje de " profe progre" está muy gastado. Que no le gusten los perros dice mucho de él. No pierdo ni un segundo más en intentar verlo.
ResponderEliminarSigo leyendo tu libro El mundo es ancho y diverso, esto si que es digno de reseñar.
Un beso enorme.