jueves, 15 de agosto de 2019

En el monasterio de Pedralbes

Hacía tiempo que quería visitar el monasterio de Pedralbes. Nunca lo he hecho. Y que un barcelonés como yo no conozca el que es, probablemente, el más importante cenobio de la ciudad, no deja de ser vergonzante. Por si fuera poco, pasé cinco años estudiando en la facultad de Derecho, a un cuarto de hora a pie del lugar, y nunca se me ocurrió acercarme: estaba demasiado ocupado en el bar. Hoy pienso enmendar tan imperdonable omisión. Aunque, en cuanto salgo del metro, me pregunto si ha sido una buena idea enmendarla precisamente hoy: hace un calor que funde las piedras. Y el camino hasta el monasterio, por la avenida de Pedralbes, es recto, en cuesta y sin apenas sombra. Las cigarras chirrían desesperadas. Huele a pino gimiente y a hojarasca abrasada. La luz reverbera en los paneles de acero y cristal de la facultad de Derecho y de los lujosos edificios que jalonan la avenida. Rebaso los pabellones Güell, construidos por Gaudí, así llamados por quien los encargó, su mecenas, el conde Eusebi Güell, y reparo, como siempre que paso por aquí, en el dragón de hierro forjado de la verja de entrada, un exceso, como casi todo en Gaudí, de patas, colas, alas y, creo, cuernos. Caminando, busco la escasa sombra que proporcionan los árboles de la acera, y es escasa porque no se proyecta en ella, sino en la calzada. Bajo, pues, al asfalto, pero vuelvo a subir a la acera cuando diviso un autobús acercándose: prefiero achicharrarme a morir aplastado, aunque, si lo pienso bien, estoy cerca de morir aplastado por el sol. A medio camino, me cruzo con una mujer gorda, con una bolsa del Mercadona en un brazo, apoyada en una pared y rodeada de palomas que comen pan. La mujer no parece del barrio; las palomas, sí. Llego por fin al monasterio, poco antes de que me dé un síncope. Lo primero que hago tras comprar la entrada —cinco eurillos; tres y medio con carné de bibliotecas— es ducharme en el lavamanos de los aseos y comprarme una botella de agua en la máquina de bebidas. Luego, me siento en el primer poyo que encuentro en el claustro, me bebo la botella de un tirón y recupero el aliento. Una brisilla que las galerías del claustro vuelven fresca, contribuye a devolverme a la vida. El claustro es todo lo que voy a poder visitar, porque la iglesia solo abre un par de horas por las mañanas. Así lo ha decidido la pequeña comunidad de monjas clarisas que todavía vive, en clausura, en el monasterio, y bajo cuya responsabilidad queda el templo. Las clarisas —la rama femenina de los franciscanos— han vivido en Pedralbes desde su fundación por el rey Jaime II y su cuarta esposa, Elisenda de Montcada, en 1326. (Obviamente, Jaime era un hombre que no sabía estar solo). Inicio el paseo por el claustro por su capilla más famosa, la de San Miguel, recientemente restaurada —aún huele a madera fresca— con las pinturas del maestro Jaume Ferrer Bassa, llamado "el Giotto catalán", y a quien también se ha comparado, por sus inclinaciones libertinas y su amor por la buena vida, con otro pintor italiano, Filippo Lippi. Por desgracia, Ferrer Bassa murió a causa de la peste que azotó Europa entre 1348 y 1350, pero su obra ha quedado, al menos en esta capilla, plena de finura, serenidad y color, aunque un poco desordenada: la representación de la oración en el huerto y el prendimiento de Jesús queda encima de la anunciación, y el camino al calvario, de la adoración de los Magos y el triunfo de la Virgen. Junto a la capilla de San Miguel se encuentra la tumba de la reina Elisenda, que es bifronte: un sepulcro, en el que yace vestida de soberana, da a la iglesia, y otro, ataviada como viuda y penitente, al claustro. Se conoce que la reina no tenía bastante con un solo sarcófago, sino que necesitaba dos: cosas de la realeza. Las explicaciones del monumento están en catalán y en braille. Siguiendo el claustro —el mayor claustro gótico del mundo, con dos galerías y un tercer piso a modo de buhardilla, y 26 columnas simples a cada lado, de piedra calcárea mezclada con fósiles—, uno va encontrando las diferentes capillas, salas y celdas de las religiosas. Un poco más allá está la farmacia, donde una breve exposición nos recuerda que los tratados farmacológicos más autorizados en la Baja Edad Media, y empleados por las comunidades monásticas como la que habitaba el monasterio de Pedralbes, eran el Liber subtilitatum diversarum naturarum creaturarum, de Hildegarda de Bingen, la sibila del Rin, la profetisa teutónica que alcanzó la dignidad de Doctora de la Iglesia en 2012, gracias a la decisión de su compatriota, el simpático papa Ratzinger, y el no menos célebre Libro de los medicamentos simples, de Abu-l Mutarrif Abd al Rahman ben Muhammad ben Abd-al-Kabir ben Yahyá ibn Wafid, más económicamente llamado Ibn Wafid. Entre la farmacia y el altar de la Crucifixión, de vistosa cerámica, me cruzo primero con el colorido carrito de las señoras de la limpieza, ambas hispanoamericanas (como muchas de las monjas que ahora viven aquí), en el que no falta de nada: lejía, limpiacristales, mochos, guantes de látex, jabón y un hermoso cubo escurridor azul; y luego con un visitante sentado, con gafas de sol y las manos en la cara, que no sé si está rezando o simplemente tan agotado como yo de llegar hasta aquí. En realidad, hay poca gente, y la mayoría pasea en este momento por el centro del claustro, donde hay un pozo, la fuente del Ángel en un rincón —así llamada porque la culmina la figura de un ángel blanco, de aspecto un poco bobalicón— y la gran fuente central, rodeada de árboles copudos, con nenúfares, peces de colores, un chorrito melodioso y una envidiable sensación de paz. En la fuente del Ángel se lavaban las manos las religiosas antes de pasar al refectorio, donde comían. Hoy este amplio espacio se mantiene vacío, con solo las mesas para el yantar, de mármol, pegadas a las paredes, en las que aún se leen las admoniciones que acompañaban las colaciones: algunas, sencillas y directas: Silentium o Audi tacens; otras, más lúgubres: Considera morientem; otras, en fin, muy elaboradas: Non in solo pane vivit homo sed in omni verbo, quod procedit de ore Dei, o Sive manducatis sibe bibitis sibe aliud quid facitis, omnia in gloriam Dei facite. Mientras las leo, suenan las campanas del monasterio: un sonido cristalino, que se viene repitiendo en este lugar desde hace casi 700 años. Junto al refectorio está, como es natural, la cocina, aunque es difícil imaginársela de época: hay un calentador encima de un lavamanos, varias lámparas, unos enormes fogones y hasta una cámara frigorífica. Cerca se encuentra el lavadero o "claustro de los gatos", donde estos animales se concentraban, gracias a la gatera de la puerta de acceso, que les permitía el paso a donde estaba su principal interés, la comida. El tamaño de estas dependencias no parece corresponderse con la obligada frugalidad de las monjas: en el larguísimo periodo de ayuno, del 8 de septiembre, natividad de la Virgen, hasta Pascua, solo comían una vez al día, salvo los domingos y fiestas de guardar, y nunca carne; y el resto del año, ya desatadas, lo hacían dos veces. Los tesoros del monasterio se exponen en el antiguo dormitorio. En realidad, se trata de un museo sacro, y las colecciones de arte religioso nunca me han interesado en exceso, pero este atrae poderosamente mi atención, porque es el único espacio del monasterio con aire acondicionado. Bendigo al comisario de la exposición y me paseo sin ninguna prisa por la sala, donde admiro un Retablo de la Epifanía, de 1475, en la que destaca la figura de un santo cuyas barbas grises le cubren, como una gran medusa, todo el cuerpo; un Cristo sentado en la roca fría; un conjunto de retablos facticios único en el mundo; un muy colorista Ecce Homo, de un anónimo catalán; una Visión de San Francisco en la Porciúncula, de otro anónimo catalán (que me sirve para enterarme que la porciúncula es el jubileo que se gana el 2 de agosto en las iglesias y conventos de la Orden de San Francisco); y algunas pinturas de Joan Llimona y Josep Maria Tamburini —este pintó a una Virgen y a un Niño negros: la negritud mariana es otra seña de identidad de Cataluña—, de finales del s. XIX, cuando se recuperó el monasterio, al calor de la Renaixença, gracias sobre todo a la dedicación de otra mujer, sor Eulalia de Anzizu. Antes, en otro espacio expositivo, he contemplado un fragmento de una copia de los siglos XIV o XV del libro IV de la Metafísica, de Aristóteles, y no he podido evitar pensar en Jorge de Burgos, ese personaje de El nombre de la rosa —para el que Umberto Eco se inspiró en Borges cuya razón de ser es impedir que se conozca el tratado sobre la comedia de Aristóteles, para que la gente no se ría, porque la risa es mala: deforma una faz que solo debe expresar temor y alabanza de Dios, y nos hace parecernos a monos. Cuando salgo del dormitorio, el puñetazo de calor me retrotrae al momento de mi llegada al monasterio, pero esta vez me sobrepongo más deprisa. Ya solo me queda visitar el piso superior, cuyas claraboyas, de techo artesonado, albergan otro pequeño museo, el museíto, con un excelente, aunque inquietante, San Francisco recibiendo los estigmas, del siglo XVII. Todo visto, apuro la estancia, sentado en el mismo poyete en el que he vuelto a la vida al entrar, hasta el mismo minuto de cierre. Sé que fuera me espera el mismo sol despiadado de la venida. Sé que hace un calor babilónico. Solo espero que las sombras de los árboles se hayan alargado hasta la acera. 

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