sábado, 24 de agosto de 2019

La adivinanza del agua

Javier Alcaíns acaba de publicar un nuevo libro, La adivinanza de agua (Cáceres: Javier Martín Santos, 2019), un largo poema en prosa, ilustrado por él mismo. En realidad, todo en este libro es suyo: el texto, los dibujos y el libro propiamente dicho, fruto de la autoedición. Soy, como ya he dicho en otras ocasiones, un decidido enemigo de la autoedición, que se me antoja una concesión casi siempre injustificada a la vanidad (y una forma de condenar la obra a la irrelevancia), excepto en el caso de autores que hayan demostrado su calidad y que no quieran someter el flujo de su creatividad a las limitaciones estéticas, temporales o presupuestarias de las editoriales convencionales. (De hecho, un blog también es autoedición: también aquí damos rienda suelta a la escritura abundante y libérrima). Javier Alcaíns ha compuesto, como suele, una obra primorosa. En la Editora Regional de Extremadura tiene publicados varios títulos, como La locura y las rosas, Teatro de sombras y Memoria de los viajes, y también ha diseñado un buen número de exposiciones para el Plan de Fomento de la Lectura: La palabra pintada, El bestiario de iluminaciones, Fábulas de Oriente: los cuentos de Calila y Dimna y una patrocinada por mí, que tuve el honor de presentar en Extremadura poco antes de abandonar mis responsabilidades, Felicitaciones japonesas. Surimono: poesía e imagen. Recuerdo que, cuando llegué a Mérida, uno de los primeros problemas a los que hube de enfrentarme fue la desafección de Javier, que había sufrido uno de los habituales desmanes burocráticos de la administración. Contribuí a resolverlo, creo, y recuperé al poeta para la causa. De ahí surgió una nueva colaboración, que condujo a los surimonos, y una amistad que perdura hasta hoy. La adivinanza del agua constituye un relato lírico cuyo motivo central es la lluvia. Y esa lluvia espolea o inspira a la memoria, que se esfuerza por recuperar "el agua del origen". La busca de un arquetipo que explique la realidad —la realidad que se ha sido y la que todavía se es—, vinculado a un líquido primordial la sangre, el semen, el agua del que proviene la vida—, despierta rememoraciones y preguntas, que se engarzan en pasajes enumerativos, que pueden identificarse, a veces, como poemas sucesivos, como fragmentos autónomos de un único torrente poético. El trabajo del recuerdo suscita, también, la melancolía, que impregna toda La adivinanza del agua, y asociaciones clásicas, como la del río de la vida. El poema, no obstante, apela a lo cercano, a lo cotidiano, a los paisajes conocidos, entre los que reconozco algunos muy próximos: el Jálama, Eljas, Montánchez (donde presentamos, precisamente, los surimonos). Alcaíns sabe muy bien que, como decía Joan Miró, para ser universal, hay que ser local. El humor está asimismo presente, y cada vez agradezco más el humor, aun —o sobre todo— en los libros más graves o trascendentes. "En la nota del jueves —escribe Alcaíns—, se estrena en el teatro local la obra, al parecer maestra, que todo el mundo está esperando; con los primeros compases, de debajo de los asientos salen los gatos en estampida. En la nota del viernes, el periódico pregona que tanto la crítica como el público están de acuerdo en que la obra es un churro patatero, y más vale que el autor se dedique a otros menesteres" (pág. 30). Abrumado por la lluvia, pero también estimulado por ella, el hombre crece hacia dentro: hacia dentro de sí y hacia dentro de la tierra, con la que se funde. La lluvia, el agua, disuelve los perfiles del ser y lo devuelve a la naturaleza, de la que se convierte en un apéndice más, en una brizna más de esta, pero un apéndice y una brizna sosegados y plenos. El discurso de Alcaíns, bifronte, tiene también un plano visual: veinticinco ilustraciones de su mano, de trazo austero y flexible, lo hilvanan. Son imágenes de paisajes lluviosos, sin figuras humanas: casas —siempre iluminadas en el interior—, árboles, flores, lomas, rayos, lámparas, nubes, postes telefónicos; y las estiradas gotas de agua cayendo como si desgarraran suavemente las escenas, con un desgarro que, en realidad, las completa: las aúna. Esas imágenes nunca se disponen del mismo modo en las páginas: verticales a veces, horizontales otras, circulares otras más, acompañando al texto u ocupando, exentas, la página, obedecen a un dinamismo inteligente, que pretende acicatear el ojo para estimular así, también, la captación de una realidad fluyente e inmoderada, que cifra en el curso multitudinario del agua el propio estallido de la existencia. Pese a tantos elementos significativos, el poeta confiesa en el colofón: "Comenzó en abril de 2018 y le dio fin el primer domingo de junio de 2019, fecha en la que seguía sin saber la solución de la adivinanza del agua". 

Transcribo a continuación un fragmento del libro (pág. 39-42):


Abre la ventana, que el viento meta en casa la lluvia, que la lluvia traiga todos los espejismos al pensamiento, como si trajera el perfume de las violetas que Michelino da Besozzo pintó hace siglos en un libro de horas. Esto trae la lluvia, el olor de las mimosas que entraba por los ventanas de la escuela, trae a la abuela María peinando su cabellera larguísima y blanca sobre una palangana, trae la nana que la madre le canta al hijo pequeño y que duerme antes al hermano mayor, trae el dolor que aun sin querer causamos, trae la luz de un miércoles que resultó glorioso, trae momentos ridículos que quieren atenuar momentos brillantes, trae el miedo y la vergüenza del miedo, trae la redención de alguna valentía, trae la eme con la a ma, trae la quietud de un insecto verde como una hoja de abril que echa a volar de pronto y te roza la frente, trae la lluvia brillando al anochecer ante los faros de los coches, trae la extrañeza de lo que hizo daño una vez y ya no duele, trae lo que no importó cuando vino y luego se hizo necesario, trae la mano del hijo que cae como nieve sobre los ojos del padre que acaba de morir, trae una inicial bordada con hilo rojo en un pañuelo, trae la calle en la que parpadea un anuncio de neón amarillo y azul, y más allá hay un portal y más allá las sombras, trae dos cabecitas locas bajo un paraguas, tras la mano del padre que toca la cara del hijo que acaba de nacer como un pájaro cantarín posándose sobre un cerezo florecido, trae todas las lunas llenas del verano, trae el olor adolescente del comienzo de la noche de invierno, cuando las luces de la ciudad tiemblan de frío, trae un abrazo que olía a ropa mojada, a sudor y a perfume, trae unas palabras que la lluvia se lleva mezcladas con las hojas, trae una respiración honda y fresca como la juventud. Trae también las imágenes de un sueño que se intenta contar, como si se pudiera.

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