Mi madre nació en Chalamera, un pueblecito del Bajo Cinca, cerca de Fraga. Aunque siempre ha sido, tenazmente, pueblo—desde la Edad del Bronce ha habido aquí asentamientos humanos—, no siempre ha sido pequeño: hace un siglo, todavía tenía 457 habitantes, pero, tras sufrir el inclemente proceso de despoblación que ha afectado a tantos lugares de España —agudizado en los años de la emigración masiva, sobre todo a Cataluña, entre 1950 y 1980—, se ha quedado en casi aldea, con poco más de 100 habitantes en invierno, aunque en los meses de verano, como también sucede en buena parte de la actual España vaciada, el municipio se hincha con los emigrantes, o los hijos (y nietos) de los emigrantes, que vuelven de vacaciones, a rememorar raíces o disfrutar de la casa del pueblo. Pero, si retrocedemos aún más, advertimos que Chalamera tuvo cierta relevancia histórica, hoy completamente desaparecida. Los visigodos construyeron un castillo en el altozano que domina la localidad y los templarios lo reedificaron en el siglo XII, a cuyo calor creció la población y la actividad agrícola y comercial. De finales de ese siglo es, justamente, el principal monumento del lugar, la ermita de Santa María, románica, asentada en la ruta del Camino de Santiago proveniente de Cataluña. Pero la Inquisición, a instancias del papa y con la reticente ayuda de Jaime II (el constructor del monasterio de Pedralbes, sobre el que versó mi entrada anterior de este diario), acabó con el Temple aragonés: tras vencer una prolongada resistencia, ocupó los castillos de Monzón y Chalamera, donde se habían refugiado los últimos caballeros de la Orden, y encerró en mazmorras a los supervivientes, entre ellos su comendador, el chalamerino Berenguer de Belvís. La suerte de los derrotados caballeros, no obstante, fue mejor que la de sus cofrades franceses, que sufrieron minuciosos tormentos o fueron, sin más, pasados a cuchillo. De ese castillo que tantos acontecimientos históricos ha contemplado, no queda nada: en la Guerra Civil, un convoy de soldados —que mi madre nunca ha sabido precisar si eran republicanos o facciosos; pero da igual— llegó al pueblo y arrambló con toda la piedra que quedaba, para, se supone, construir casamatas y trincheras. La piedra —la gruesa y ya cortada— era un bien preciado entonces. Mi madre sí recuerda sus correrías, de muy niña, por las salas sin muros de la fortificación, por los cimientos pelados. De aquel edificio ausente, que le resultaba espectral, hoy solo queda el nombre: una elevación vacía, que los chalamerinos se empeñan en llamar el castillo. Los años de la guerra fueron muy crueles en esta zona: el frente anduvo cerca, la agitación política fue alta y la represión franquista, en consecuencia, terrible. Mi abuelo, combatiente rojo, tuvo que huir a Francia para evitar que le dieran pasaporte. Pero dejó detrás, desamparadas, a una mujer y dos hijas pequeñas. Y las nuevas autoridades del lugar, inflamadas de fervor nacionalcatólico, las dejaron más solas aún: ni el Auxilio Social, que se le daba a todo el mundo, les concedieron. No fueron tiempos felices. Mi abuela los resumió con lúgubre laconismo: "Allí mataron a mucha gente". Por dos hechos más, y no solo por las escabechinas que han tenido el pueblo por escenario, conserva Chalamera alguna presencia en los libros de historia: fue el lugar en el que nació, en 1901, el novelista Ramón J. Sender, cuyo padre era el secretario del ayuntamiento (al que mi abuela, nacida en 1905, afirmaba haber conocido en el pueblo), y también el destino putativo de dos centrales nucleares en 1975, cuya construcción —para más inri, y nunca mejor dicho, en el lugar que ocupa la ermita de Santa María— ideó algún iluminado del tardofranquismo, dominado por los tecnócratas del Opus Dei, pero que una decidida oposición popular —en la que militaban famosos cantautores de la época, como La Bullonera, José Antonio Labordeta (el añorado diputado del "¡A la mierda!" dirigido a la grosera bancada popular) y Joaquín Carbonell, que popularizó el "Romance de Chalamera": "En Chalamera, con Chalamera, / ya es hora de gritar: / en Chalamera, con Chalamera, / no queremos central"— consiguió evitar. Del primero queda un busto en el centro del pueblo, una efigie contundente, en la que el escritor aparece con gafas y barbita; y de lo segundo, la canción de Carbonell y el legítimo orgullo de los aragoneses por haber evitado el desmán nuclear. Mis recuerdos del pueblo son parcos: poco tiempo pasé en él de niño, que es cuando los pueblos arraigan en la conciencia de las criaturas urbanas. La casa de la familia, abandonada hacía tanto tiempo, no estaba en condiciones de alojarnos con dignidad, y mis padres optaron por buscar refugio estival en otros pueblos de Huesca. No obstante, algunas imágenes conservo de aquellos días breves: singularmente, la de la gente sacando la mesa a la calle y cenando a la fresca, bajo lunas brillantes. Durante el día hacía tanto calor que la única forma de sobrellevar el monacato impuesto por el sol era suavizándolo de noche, entre tientos al porrón, rebanadas de pan con tomate y embutido, y mucha fruta: melones, sandías, melocotones. Recuerdo las carcajadas de mi padre, su vociferar a los vecinos. Y el trajín sin pausa de las mujeres, que se afanaban en los portales por sacar el condumio fragante. Y recuerdo también estar sentado debajo de una higuera, cuya sombra es tan fresca, comiéndome a dos carrillos los higos que mi madre no dejaba de bajar del árbol. Conservo en la memoria, antes que recuerdos concretos —los anteriores aparte—, una sensación, una atmósfera: la de un lugar a la vez árido y húmedo, que comparte la sequedad de los Monegros y el agua del Cinca y el Alcanadre; un lugar áspero, de casas de adobe, caminos pedregosos y calores achicharrantes, pero de una aspereza limpia; un lugar desollado, pero extrañamente acariciador. Y quizá esa acedía amable explique el insólito surgimiento de tantos artistas en estas tierras: Sender, como ya he dicho, nació en Chalamera y se crio entre Chalamera y Alcolea, el pueblo vecino, de donde era originario el gran filólogo, profesor de la Universidad de Barcelona, José Manuel Blecua (no llegué a tenerlo de profesor, aunque me habría gustado: se había jubilado poco antes de que yo me incorporara a las aulas); y el tenor Miguel Fleta, muy celebrado en los años 20 y 30 del siglo pasado, voz de la Falange y uno de los portadores del féretro de Miguel de Unamuno en Salamanca, había nacido en Albalate, a pocos kilómetros de Chalamera. (Y todo eso sin remontarnos a Miguel Servet, churruscado en la calvinista Ginebra, originario de Villanueva de Sigena, también a tiro de piedra). Hoy, Chalamera es un lugar tranquilo, tranquilísimo, con una de esas tranquilidades que pueden llegar a lapidarte. Ya no conserva nada de lo que una vez hubo: escuela, colmado, bar —salvo el Hogar Social que mantiene en ayuntamiento, con un horario tan exiguo como el propio pueblo, en su sede—. Pero sigue funcionando la piscina que el consistorio abrió hace unos años, y que ayuda, y cómo, a soportar el tórrido verano, y se puede llegar a la ermita por carretera, en lugar de por el camino de tierra que, por falta de uso, casi ha desaparecido entre las aliagas y las piedras. También sigue siendo un placer remojarse en el Cinca y en su afluente, el Alcanadre, aunque sus aguas no sean tan abundantes como antaño y bajen casi siempre más sucias, y los accesos estén fangosos. La dificultad para acceder enriquece la experiencia: uno se siente como Tarzán, pero un Tarzán a lo Alfredo Landa, abriéndose paso hasta los cauces. La gente continúa trabajando el campo, y no cuesta nada llenar el zurrón de fruta y productos de la huerta. Aunque también esto ha descendido. Antes, por ejemplo, de camino a Chalamera desde Fraga, uno se encontraba con un gran almacén, propiedad de una familia campesina, en el que podía hacerse, a buen precio, con kilos de peras de un blanco lunar, que soltaban agua como fuentes, y melocotones colorados, grandes como peces globo, aromáticos hasta el desmayo. En mi último viaje vi que el almacén había cerrado. Ya no lo guardaba Tigre, un perrillo que vivía atado a su caseta y venía a lamernos los pies en cuanto desembarcábamos en el lugar. Un vecino nos dijo que se lo había comido un perro cimarrón. Pero las golondrinas aún anidan en los balcones y los azores todavía cruzan el cielo para cazar a las golondrinas. Y se oye a las cigarras, desquiciadas, durante el día y a los grillos por la noche (a veces, metidos en las casas, demasiado). Los niños pululan con la bicicleta, como siempre han hecho, pero ahora no solo fatigan los pedales, sino también el móvil. Los mayores charlan, en corros breves, en la plaza o, de atardecida, a la puerta de las casas. Y el minusválido de siempre —el que antes no habría tenido empacho en llamar el tonto del pueblo—, a quien llevo viendo toda la vida sentado con el bastón y las gafas oscuras en el portal de lo que antaño fue el bar, sigue ahí, sentado con el bastón y las gafas oscuras en el portal de lo que antaño fue el bar. La gente mira cuando uno pasa con el coche, y más aún cuando pasa andando: mira con tenacidad, con ansia; escrutar, y sentirse escrutado, es patrimonio de los pueblos. En el cementerio están enterrados mi abuela y mi padre, y allí quiere descansar también mi madre. Yo no me uniré a sus huesos: prefiero volar como ceniza. Pero reconozco en esta voluntad de perdurar en la vida y en la muerte un arraigo que va más allá de la tierra, un arraigo que entronca con el aire transparente, y con el olor a jara abrasada y bosta de vaca, y con la dureza inmisericorde pero nutricia de una existencia descarnada.
A veces la infancia es más larga que la vida.
ResponderEliminar