A la poeta Ada Salas acaban de concederle la Medalla de Extremadura, el más alto honor que otorga la comunidad autónoma, a través de su Gobierno, que esta vez no se ha equivocado (aunque persista en la tendencia inflacionaria en la que lleva incurriendo muchos años: en 2019 ha entregado siete, el mismo número que el año pasado; entre 2008 y 2010 adjudicó ¡treinta y dos!). Ada es, probablemente, con permiso de Pureza Canelo, la mejor poeta extremeña actual, y también uno de los mejores poetas españoles de hoy. Yo la conocí hace veintitrés años, en un memorable curso de verano, en El Escorial, sobre poesía amorosa. El curso, como creo haber contado alguna vez, iba a titularse «El amor en la boca de los poetas», pero los organizadores juzgaron el título inapropiado para un seminario serio (aunque la mejor forma de infundir seriedad a las cosas sea llamarlas por su nombre) y decidieron cambiarlo por otro más pudoroso, aunque mucho menos preciso. Qué le vamos a hacer. Lo importante es que aquel encuentro reunió a un puñado de poetas, digamos, emergentes —o aprendices de poeta, por decirlo como siempre se había dicho— que, además de aprender muchas cosas sobre lírica amorosa y pasárnoslo estupendamente, fuimos capaces de labrar —lo que no es menguado logro, teniendo en cuenta cómo las gastan los vates por ahí— unas fértiles y duraderas relaciones de amistad. Y Ada fue una de las asistentes cuya obra, entonces todavía incipiente, pero ya destacada, más me llamó la atención. Nuestro contacto aumentó, por razones obvias, durante mis dos años largos como director de la Editora Regional de Extremadura. Coincidimos en el acto público de ingreso de Pureza Canelo en la Real Academia Extremeña de las Letras y las Artes, en el palacio de Lorenzana, de Trujillo, en la primavera de 2016. Y fue una satisfacción que se incorporara, con una magnífica colección de poemas, magníficamente ilustrada, a la colección «El Pirata», que la ERE inició, a propuesta de un grupo de profesores de la Universidad de Extremadura, encabezados por José Soto. También se sumó al elenco de escritores extremeños —con Antonio Reseco y Luis Sáez, entre otros— que participaron en una mesa redonda sobre la situación de la literatura extremeña y española actual, organizada por la Editora en el Instituto Cervantes de Lisboa. La distinción que ha recaído en ella reconoce una trayectoria literaria brillante y sólida, nunca complaciente —su poesía, siempre impecable, ha evolucionado, deseosa de hallar campos o formas nuevas de ejecución—, que se ha extendido a otros géneros, como el ensayo, en el que se ha demostrado, como debe pretender siempre todo ensayista, inquisitiva y lúcida. Me sumo ahora al homenaje que representa la Medalla con que ha sido distinguida, transcribiendo la reseña que, con el título de «Estamos todos muertos», he publicado recientemente en la revista Letras Libres (nº 214, julio 2019, pág. 51-52) sobre su último poemario, Descendimiento (Pre-Textos, 2018):
El diálogo entre la poesía y la pintura es casi tan antiguo como la civilización. Ambas artes hablan como hablarían dos hermanas; de hecho, son hermanas. Los clásicos lo tenían claro, y esa certidumbre, afianzada por las vanguardias históricas, ha perdurado hasta hoy. «La pintura es una poesía silenciosa y la poesía es una pintura que habla», dijo Simónides de Ceos, según Plutarco. Para demostrarlo, Simmias el Rodio se inventó, dos siglos después, el caligrama (como lo bautizó Apollinaire en el s. XX; Simmias lo llamaba technopaegnia). Y en Roma Horacio estableció que ut pictura poiesis. Ada Salas (Cáceres, 1965) actualiza esta milenaria tradición, como deber hacer todo artista inquieto, y ofrece en Descendimiento el resultado de una larga conversación con un cuadro, El descendimiento, de Rogier van der Weyden —no van de Weyden, como por errata se indica en una de las páginas de respeto—, pintado antes de 1443, de la que aflora no solo un análisis pictórico, sino también, y más importante, un análisis de los sentimientos que el óleo despierta. En primer lugar, la conciencia de la muerte. El descendimiento representa la bajada de la cruz de Jesucristo muerto, tras la agonía en el Gólgota. La certeza de ese fin doloroso, que ha de ser el de todos, empapa una visión desesperanzada, pero no exenta de serenidad. Es «la verdad de la muerte», como escribe Salas en el segundo poema del libro; y en el tercero, remacha: «estamos todos / muertos», como ya dijera el venezolano José Barroeta en su mejor libro, Están todos muertos. Un estoicismo sangrante, un abandono inflamado, valga la paradoja, recorre el poemario: nec spe nec metu, parece oírse a cada verso, pero arrebatado, estremecido. Salas lamenta que todo abunde en la muerte: el empecinamiento en el fin; y que no volvamos a vivir, que no haya otra oportunidad, que el corazón no vuelva a latir. «¡Ah, si pudiera volver a empezar!», reclamaba, ya anciano, el gran John Houston.
Pero antes de la muerte, conduciendo a ella, o prefigurándola, encontramos la soledad y el dolor, como los ha encontrado Cristo. «Responde qué hay de noble en / la soledad qué hay de sagrado / en / el sufrimiento // qué de hermoso en la muerte», dice Nicodemo, el fariseo, uno de los que ayudan en el cuadro a bajar a Cristo de la cruz, en uno de los poemas de la segunda parte del libro, «Descendimiento (Oratorio)», coral, casi sinfónica. Y en el penúltimo, todos proclaman: «El tiempo es la raíz / del sufrimiento. / Y es amarga y largo / su sabor. Y siempre sobrevive a / lo que se va». Descendimiento es una larga exploración de los recovecos del dolor —ese que se refleja en los ojos entrecerrados y llorosos de los que asisten a la muerte de Jesús, en los cuerpos caídos o arqueados— y de su asunción silenciosa, como también de una soledad que los personajes —y, con ellos, todos nosotros— rumian, rumiamos, «como una hierba / correosa».
Sin embargo, el amor participa también —y en un lugar principal— en este diorama íntimo y esta contienda de afectos. El amor alienta a quienes sostienen el cadáver de Cristo: el amor los ha llevado allí y el amor los hunde en el padecimiento. El amor representa cuanto no es muerte: sangre, ruido, compasión, ternura, luz. Y ambos, amor y muerte, se enzarzan en una pelea sin resolución, con victorias alternas: nada sobrevive a la muerte, pero la pérdida suscita el amor más hondo; y el olvido se come al amor, pero todo se consuma en la separación. La intensidad de esta brega es tanta que, a veces, desemboca en fusión: «Amar / como morir // y desangrarse». Los enemigos, abrazados, se confunden: el amor se pudre; las muertes nacen sin parar. Sea cual sea la evolución y desenlace de ese conflicto, la poeta proclama su voluntad de regresar a lo puro, a lo inaugural: de revertir el tiempo para que fluya hacia su origen con la misma inexorabilidad con que se encamina a la muerte. «Vuelve / hasta el principio / vuelve / a lo sin mancha», escribe.
En esta dualidad turbulenta, el cuerpo aflora como cristalización del sentimiento y eje del deseo. El erotismo, una de las constantes en la poesía de Ada Salas, taracea Descendimiento y deja visiones perturbadoras: la materialidad del hijo de Dios se despoja de su aura divina, asexuada, y cobra fortalezas carnales. La magnífica irreverencia de la poeta no teme lo anatómico; al contrario, lo busca, lo acaricia con la mirada, y lo expone sin renuencia: «Jesús está desnudo. De pequeña / pensaba / si no tendría frío / luego / las curvas de su vientre / fueron / lo más cercano a lo / voluptuoso. Con sus gotas de sangre. / Cuando el pene se adentra hace sangre». En otra composición, aparecen los pezones del Nazareno, sus pies sangrantes que manchan el muslo de la Magdalena, el pliegue de la ingle, el botón del ombligo: precisiones, geometrías, sugerencias. Y en dos de «Oratorio», donde predominan las voces femeninas, surgen, contrapuestos pero concordes, los pechos y la vulva de las mujeres. Con esta última construye Salas un poema circular, de motivos encadenados: vulva, llaga y boca —sexo, muerte y amor— se identifican con virulencia, pero también con delicadeza. El cuerpo adquiere en la segunda parte de Descendimiento una relevancia singular, hasta formar el tema de varias series de poemas. Las piezas son aquí prietas y resonantes, menos discursivas, más musicales, como en los primeros libros de Ada Salas. En ella, los cuerpos se encadenan a otros cuerpos, y los órganos —lenguas, ojos, dientes, uñas—, a otros órganos. Las palabras se traban igualmente, en repeticiones crepitantes, para reproducir ese deslizamiento o esa unión: «Qué cuerpo / toca un cuerpo / cuando toca otro cuerpo», pregunta el coro; y, dos poemas más allá, canta, como Gertrude Stein a la rosa, a «un cuerpo de otro cuerpo de otro cuerpo».
Descendimiento participa por igual de la vanguardia y el figurativismo. La elipsis, la omisión de los signos de puntuación y los juegos léxicos —«ese vello que ortiga hostiga»— contribuyen a cierta desarticulación sintáctica, que reproduce el propio claroscuro de las pasiones, la dislocación del pensamiento, inducida por el asombro y el dolor. Salas rehúye la linealidad: prefiere lo sinuoso, lo fisurado, lo lacónico y arborescente, y esa preferencia acaso explique la abundancia de incisos (y el «elogio del paréntesis» que concluye la primera parte del libro). Los límites de cuanto constituye Descendimiento son felizmente borrosos: se difuminan las fronteras entre el cuadro y la realidad, entre el cuadro y el yo, entre el cuerpo y el espíritu. Esa borrosidad no le resta tensión; al contrario, se la da. Los poemas conjugan elevación y oralidad, encajadas en un ceñido despliegue retórico, en el que destacan símiles y sinestesias, y se reconoce una aliteración sanjuaniana: «que quiere que tú quieras que no ceje». Por ser una pintura polícroma como la de van der Weyden la desencadenante del poemario, Ada Salas consigna en uno de los poemas, al modo del soneto «Vocales», de Rimbaud, una teoría de los colores: «El violeta une el cielo y la tierra / el gris enlaza el arco el gris / une lo joven con lo viejo. / El blanco es color para la muerte».
Me sumo, Eduardo, al homenaje y a tu lectura de un libro tan deslumbrante. Abrazo.
ResponderEliminar