lunes, 25 de diciembre de 2023

El paseo de Nochebuena

En Nochebuena casi nadie sale a pasear. En Sant Cugat, yo soy el casi. Pero es que me gusta hacerlo cuando nadie más lo hace, porque la quietud de los lugares repletos es una quietud más espesa, más fértil, cuando están vacíos. Las familias se recogen en casa para celebrar la gran cena del clan, y en las calles queda la oquedad de lo desaparecido: la ausencia de lo que siempre es y hoy no. Naturalmente, las calles no transmiten la sensación de apocalipsis que reinaba durante la pandemia. Entonces, el miedo se percibía en los portales, en los escaparates de los pocos negocios que seguían abiertos, en la hosquedad de todo, y una como nube de abandono sepultaba la ciudad: la luz de los semáforos, el asfalto apenas pisado, los insólitos paseantes sólitamente enmascarillados. Hoy, el sosiego de Sant Cugat es una tranquilidad algodonosa, refugiada en mesas abundantes y, quizá, algún villancico desafinado. En mi andar, veo una excepción: la gente sale del monasterio. Ha debido de haber misa. Casi todos asoman con una vela encendida, que jaspea de oro y temblor una oscuridad maquillada por los colores de las luces y de sus reflejos en las ventanas, de los anuncios, de los toldos recogidos, pero todavía toldos. Pienso que estos vecinos son afortunados, porque, confesos y comulgados, irían derechos al cielo si ahora los fulminara un infarto, aunque sean asesinos en serie o se hayan comido a su abuela. La institución del perdón, mucho más que la novedad de que Dios se hiciera Hombre, es la aportación más revolucionaria del cristianismo a la historia humana, la que más ha hecho por que el pobre ser humano sea capaz de sobrellevar sus miserias, y las de los demás, en este mundo al que Dios los ha condenado. Los benditos que veo cruzar la plaza del monasterio se disgregan en pequeños grupos y se pierden por las calles centrales, camino de sus hogares. Yo sigo el mío, mi recorrido habitual, hacia el extremo del pueblo. Por encima de mí se despliega la malla de luces que el ayuntamiento ha dispuesto por las vías principales —esto es, las comerciales— de Sant Cugat. (No me consta que, en punto a iluminación navideña, el ayuntamiento haya competido con otras ciudades del país por ser quien la tuviera más grande; y es de agradecer). También los cipreses de la plaza del monasterio y los restos de la muralla del cenobio están vestidos —o presos— con serpenteantes cables de luces navideñas, que me recuerdan a las bombillas de colores de las verbenas o las terrazas veraniegas: los extremos se tocan, aunque las decembrinas sean doradas y plateadas, y las estivales, polícromas, cálidas, los siete colores del arcoíris. Algo más allá del monasterio, por la avenida de Cerdanyola, hago mi parada habitual: unas almas buenas y desconocidas mantienen en una fachada unos cajones donde depositan los libros de los que quieren desembarazarse. Como suele suceder en estos puestos improvisados y enteramente dependientes de la voluntad popular —como el gobierno de la nación—, predomina la basura: ediciones ignominiosas de títulos más que prescindibles, publicaciones técnicas —del orden de “instrumentos para la contabilidad de balances de las empresas de automoción”— del año de María Castaña, fascículos huérfanos de enciclopedias de la Edad del Bronce, o folletos desorejados. Hoy mismo veo varios volúmenes de las obras completas del ínclito Edward Phillips Oppenheim, un popularísimo hacedor británico de novelitas de suspense, con tramas internacionales de espías, distinguidos aristócratas ingleses, pérfidos aristócratas prusianos y femmes fatales que lucen dijes deslumbrantes, fuman cigarrillos egipcios emboquillados y regalan escotes de vértigo. Pues aquí hay varios ejemplares, polvorientos, con las camisas carcomidas, de estas intrigas elaboradas y huecas, que entretuvieron al paisanaje durante años por unas pocas pesetas. Naturalmente, no me llevo ninguno, pero sí un livre de poche cuyo título se me antoja pertinente en estos tiempos procelosos, aunque el libro data de 1998: Les Identités meurtrières [‘las identidades asesinas’], de Amin Maalouf. Es una edición barata, pero está bien conservada. No tiene bárbaras anotaciones o señales con bolígrafo o rotulador fosforescente, y solo un par de páginas indebidamente dobladas. Las despliego con cuidado y el libro queda listo y curioso. Cruzo después los jardines del Vallès, al final de la avenida, que constituyen la mitad del recorrido, para iniciar el regreso a casa. En los jardines, muy mediterráneos —con pinos, arena, plantas aromáticas y hasta un anfiteatro de aire griego, aunque las gradas de madera, colocadas hace poco, ya se han estropeado—, tampoco hay nadie. Casi siempre me encuentro a un grupito de jóvenes, que ha colonizado uno de los bancos, charlando, fumándose unos canutos, o besuqueándose con las chicas, pero hoy no hay ni un paseante de perros despistado (aunque sí algunos zurullos de los que han pasado ya por aquí [perros, no paseantes]). En la rambla del Celler, de nueva urbanización, los edificios parecen más serios, más compactos, que en el barrio antiguo, más poroso. Y también más aburridos. Los balcones, donde antes cundían aguerridas senyeres, ahora están pintarrajeados por las luces de Navidad, entre las que se cuela algún muñeco de Papá Noel que intenta colarse en las casas con nocturnidad y escalo. Todavía queda alguna estelada, con algún jirón y un poco desteñida, pero testigo resistente del inflamado espíritu patriótico de esta ciudad pija, residencial, empresarial e independentista, que da la casualidad de ser uno de los municipios más ricos de España. Hace frío y apresuro el paso. La energía que gasto me hace entrar en calor. Me cruzo, para mi sorpresa, con alguna sudamericana que habla a gritos por el móvil (los gritos, solos, recrecidos, resuenan derechamente en las paredes) y con un coche blanco que parece llevar mucha prisa: quizá llegue tarde al ágape familiar. No oigo ladridos: los chuchos también celebran la Nochebuena. Para llegar a casa, solo he de seguir las estrellas del Belén con que nuestros munícipes han tenido a bien decorar los plátanos del Parc Central, y, como los reyes de Oriente, arribo por fin a mi pesebre, donde me espera un videoencuentro con Elaine, en el que nos desearemos mutua y amorosamente feliz Navidad, y también una piña rellena de gambas, un benjamín de Codorniu y Elena sabe, una inquietante y excelente película argentina en Netflix. Por suerte, el discurso que un negro le ha escrito al Rey y que este ha leído sin el gracejo gangoso de su progenitor, el añorado emérito, ya ha pasado. Ahora disfrutaré de verdad de la Nochebuena.

2 comentarios:

  1. Mi estimado amigo: me agrada usted, de nuevo, con su pluma ágil y perfecta, que conoce y utiliza a la perfección las normas de la bella escritura.

    ¿Encontró ya un buen poeta de lengua inglesa a quien poder traducir? (Tal y como esperaba, o deseaba, en la carta de fin de año de hace algún curso). Yo podría tener alguna idea al respecto. 2024 es año Byron y el genial Lord bien se merece una misa; perdón: quise decir una buena traducción española de alguna que otra obra suya que está algo descuidada en nuestra literatura patria.

    Mis saludos, querido Eduardo.

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  2. ¡Qué gusto leerte, Eduardo! Ha sido un paseo muy agradable.

    Abrazos y besos.

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