La derechización de los intelectuales españoles, si es que aún queda alguno (los llamaremos así, en cualquier caso, por comodidad taxonómica), es un fenómeno general y bien estudiado, aunque no deje de sorprendernos a los que siempre hemos creído que los principios de la izquierda, fundamentados en la idea de que no solo la responsabilidad individual determina la suerte de las personas, sino también las condiciones y las leyes impuestas por el grupo en el que el azar ha hecho que nacieran, constituían una garantía de humanidad —esto es, de compasión— y de progreso ético. Y esa derechización se está trasladando a los medios de comunicación en los que esos intelectuales se expresan, un proceso descorazonador para los que seguimos creyendo en la justicia social y, por tanto, en la necesidad de atenuar las iniquidades de la economía de mercado con una vigorosa actuación de los poderes públicos. El País, en particular, un faro socialdemócrata en un país de agónicas y recurrentes pulsiones conservadoras, cuando no algo peor, que me ha acompañado desde los catorce años y al que he sido —y sigo siendo— fiel (en casa, antes de 1976, solo entraba La Vanguardia, que todos los días compraba mi padre y que yo siempre empezaba a leer por la sección de deportes, una costumbre que mantengo ahora con El País), derrota hacia el conservadurismo en la medida en que lo hacen sus más augustos colaboradores. Algunos siguen esa deriva desde hace tiempo. Mario Vargas Llosa —un buen escritor, aunque su última gran obra fuese La guerra del fin del mundo, publicada en 1981— mudó hace décadas sus inclinaciones comunistas de juventud —llegó a defender la revolución cubana— por una ideología ultraliberal, y lleva sus veinte años de colaboración en El País dándonos la matraca con un conservadurismo cada vez más cerril, que le ha llevado a apoyar públicamente a Keiko Fujimori, hija y heredera ideológica de Alberto Fujimori, el presidente más siniestro que ha tenido el Perú (condenado a veinticinco años de cárcel por allanamiento ilegal, homicidio calificado, lesiones graves y secuestro agravado, peculado doloso por apropiación [malversación de caudales públicos] y falsedad ideológica en agravio del Estado, violación del secreto de las comunicaciones y cohecho activo) y a ese gorila trumpista que es Javier Milei, que habla con el espíritu de su perro para que le diga cómo ha de gobernar la Argentina. (Según esto, Milei gobierna como un perro, y la verdad es que, dicho así, tiene bastante sentido). (No entraré a valorar la relación senil que Vargas Llosa ha mantenido con Isabel Preysler, la mayor cocotte de España desde La Bella Otero, pero sí diré que ese arrejuntamiento con el fascio rosa me parece coherente con su tránsito ideológico). Otro ejemplo de la infiltración del pensamiento reaccionario en El País es nada menos que Juan Luis Cebrián, que fue su primer director, desde 1976 hasta 1988, y que luego ostentó diferentes y altas responsabilidades en el Grupo PRISA, del que depende el periódico. En los artículos que publica de unos años a esta parte se advierte un vehemente alejamiento de los presupuestos socialdemócratas y una crítica crudísima a los gobiernos socialistas de coalición, en una línea de tosca hostilidad y partidismo camuflado que recuerda mucho a la involución de otras grandes figuras del progresismo patrio, como Felipe González o Alfonso Guerra, que han salido de sus sarcófagos para recordarnos que está muy feo pactar con los comunistas y, sobre todo, con los que quieren romper España (aunque no lo consigan nunca, por más que lo intenten). No sé si en este cambio tan radical ha tenido algo que ver que en 2016 se descubriera la vinculación de Cebrián con “los papeles de Panamá” a través de la empresa petrolera Star Petroleum, y que dos años más tarde fuera apartado de todos sus cargos ejecutivos en el Grupo Prisa (aunque se le mantuviese como presidente de honor y se le permitiera seguir publicando en el periódico, una facultad que ha ejercido con un ahínco que consterna). Juan Luis Cebrián ha pasado de ser una figura legendaria del periodismo nacional a un militante más del neoliberalismo que nos asfixia. Un tercer personaje que demuestra qué mal envejecen algunos cerebros es Fernando Savater, un filósofo saludablemente iconoclasta y lleno de una luminosa acracia en sus inicios —su Panfleto contra el todo constituye una referencia para toda una generación de progres, en la que me incluyo—, y un escritor por el que muchos hemos sentido veneración —La infancia recuperada es uno de los mejores libros sobre literatura y el placer de leer escritos nunca en España—, que ha pasado a suscribir, con disciplina de catecúmeno, el argumentario del PP y hasta pedir el voto para Ayuso, la política más obtusa (quitando a Ortega Smith, a quien no hay quien supere en zafiedad) y una de las más retrógradas del panorama nacional, en su columna de El País. Solicitar el voto para un político concreto, gracias al privilegio de disponer de una tribuna en un medio de este calibre, no solo es una inmoralidad, impropia de alguien que ha hecho de la ética el centro de su pensamiento (y en la que ni siquiera la Iglesia incurre), sino también, y aún peor, un ejemplo de sumisión al poder que, si siempre es denostable, en un intelectual de la talla de Savater da vergüenza ajena. Y no es esa la única inmoralidad que el autor de Invitación a la ética ha cometido en las páginas del periódico: la columna en la que frivolizaba sobre los abusos sexuales a menores en España era repugnante, como también lo fue que dijese que la réplica que le dio el escritor Alejandro Palomas, uno de los violados por curas en el colegio, era “lo verdaderamente escandaloso” y lo que no debería haberse publicado. A Savater, no obstante, quizá se le pueda aplicar la atenuante de haber sido víctima del terrorismo, al que él persiguió, y que le persiguió a él: ser amenazado por etarras, comprensiblemente, perturba, y puede que esa lógica perturbación se haya extendido por su mente y empañado una inteligencia que, durante muchos años, ha alumbrado ideas ampliamente compartibles. Félix de Azúa figura también en la lista de los exizquierdistas, hoy derechistas, aunque él no se decanta por Ayuso, sino por Ciudadanos, a los que ha defendido incansablemente en las páginas de El País y escrito en un artículo publicado en el diario que piensa seguir votando mientras existan. Pues que se dé prisa, porque ya casi han desaparecido. En cada elección, Ciudadanos encoge un poco más, pero al menos sabemos —y nos tranquiliza, porque significa que no vota a un partido aún peor— que Azúa los continúa apoyando. Del dilatado historial regresivo del escritor barcelonés destaca lo que dijo de Ada Colau en 2016: “Debería estar sirviendo pescado”, algo muy parecido, por cierto, a lo que acaba de afirmar la depuesta alcaldesa de Pamplona, de UPN, un clon navarro del PP: “Nunca apoyaría a Bildu. Antes prefiero fregar escaleras”. Aquí se ven el clasismo y la grosería de Azúa y de la señora Cristina Ibarrola aliados contra los perroflautas (y terroristas, a sus ojos) de izquierda. (Y añado: antes que decir “Nunca apoyaría a Bildu. Antes prefiero fregar escaleras”, prefiero votar al PP). A Azúa El País ha tenido el buen juicio de quitarle la columna de la contracubierta y confinarlo en las páginas de Cultura, donde publica ahora un artículo de vez en cuando. Y se agradece, porque fue un poeta estimable y sigue siendo un escritor refinado, cuando quiere, cuyos juicios, en estos ámbitos de la filosofía y la cultura, suelen ser dignos de consideración (aunque nunca deje de colarnos sus pullas cada vez más sectarias). Hay otros colaboradores, más jóvenes y menos afamados todavía (aunque todo se andará), que secundan esta regresión ideológica y prestan un apoyo constante al conservadurismo rampante que no deja de escupir coces, patriotismo y vivas a Adam Smith y Milton Friedman en nuestro país, pero no hablaré de ellos. Los primeros espadas del fenómeno ya han quedado representados en esta entrada. El País justifica su presencia por la necesaria pluralidad de opiniones, reflejo de la pluralidad de opiniones de la sociedad, que el periódico quiere ofrecer a sus lectores. Y recientemente he leído alguna carta al director en el que un comprensivo lector aplaude la pluralidad que representan Vargas Llosa, Cebrián, Savater y Azúa, entre otros (que no es pluralidad, en realidad, sino unicidad: la del pensamiento de derechas, tan monolítico como cualquier otro), y celebra poder disfrutarla de primera mano. Pues, mira, yo no. Yo, si quiero conocer lo que opina la derecha más bravía, leo cualquiera de los muchos periódicos —El Mundo, ABC, La Razón— o de las muchas cadenas de radio o televisión —la COPE, El Toro TV, Trece TV— que la encarnan (por no hablar de la fachosfera digital, desde El Español hasta OK Diario): ahí me enteraré, sin cortapisa alguna, de lo que piensan esa caterva de luminarias que son Isabel San Sebastián, Arcadi España, Federico Jiménez Losantos, Salvador Sostres, Jorge Bustos, Carlos Dávila o Pedro J. Ramírez, entre tantos otros (y donde, por cierto, es improbable que encuentre a colaboradores que canten las bondades de la economía centralizada, despotriquen de Feijóo, pidan el voto para Pedro Sánchez, aplaudan la amnistía o expliciten su apoyo a Sumar). Yo quiero un periódico que pueda seguir reconociendo como mío y que conserve la sensibilidad social y la coherencia ideológica, lo que no significa que desee una sola voz, un diario petrificado o un muermo repetitivo. Por eso me gustan los artículos de Ignacio Peyró, de Javier Cercas (aunque en su último artículo dominical llamaba a la rebelión contra los políticos actuales y propugnaba que se eligieran por sorteo: espero que a él no lo afecte también el virus de la derechización), de Antonio Muñoz Molina, de Xavier Vidal-Folch, de Elvira Lindo, de Víctor Lapuente, de Josep Ramoneda o de Ana Iris Simón, entre otros. Celebro la crítica y la discrepancia, pero también la ecuanimidad y la moderación. Lo que desde luego no celebro es que quienes gozan del privilegio de escribir en el periódico más importante de España, el mío, lo conviertan en una hoja parroquial de la derecha española, tan ultramontana como siempre, tan nacionalcatólica como siempre, tan incomprensible como siempre, tan sobrecogedora como siempre.
Te aplaudo el artículo con todo mi entusiasmo. Estamos a tres telediarios de añorar a Franco. Yo también fui progre en los sesenta y luché por la despenalización del aborto, por el fin de la guerra sindical y por el sindicato de estudiantes. Me parecía que todo eso había acabado. Pues no. Sigue en su mejor momento junto con la cosificación de las mujeres que no para de criticar Najat el Hachmi.
ResponderEliminarGracias por este espléndido artículo. Bien escrito, conciso y claro.
Un gran abrazo
Gracias, anónimo, por tu mensaje. Y haces muy bien en mencionar a Najat el Hachmi, a la que debería haber incluido en mi nómina personal de colaboradores ecuánimes y valiosos. Lo hago ahora. Un abrazo y feliz 2024.
EliminarY lo que nos queda por ver. Como dice Anónimo, nos vemos echando de menos a Franco y alzando la mano derecha . Ojalá más intelectuales se mojaran como tú. Gracias por este maravilloso artículo. Es de lujo.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, querido Eduardo.
Gracias, Blanca. Muchos besos y que se cumplan todos tus deseos en 2024.
EliminarSe puede decir más ancho, pero no más nítido... Y de los últimos nombres, no sé yo si ya (no) andan escorados, pero se reiteran en exceso, que es otra forma de conservaduría o conservación... Feliz año, Eduardo, y no pierdas estas mañas
ResponderEliminarGracias por tus palabras, José Miguel. Te mando un fuerte abrazo y mis mejores deseos para 2024.
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