martes, 30 de enero de 2024

Juan-Ramón Capella, maestro

El miércoles pasado murió Juan-Ramón Capella (1939-2024), catedrático de Filosofía, Moral y Derecho de la Universidad de Barcelona. Tenía 85 años. Fue mi profesor de Derecho Natural, en primer curso, y de Filosofía del Derecho, en quinto, y el único al que, en aquella facultad, pude llamar maestro. No hubo más: el resto de profesores eran simplemente eso, profesores, y, más a menudo de lo que me habría gustado, mediocres o anodinos. La estampa del Capella, como lo llamábamos los estudiantes, era impresionante: paseando sus casi dos metros de altura por el estrado del Aula Magna, con una mirada redonda, que sus gruesos lentes magnificaban, y una voz honda, aterciopelada, milagrosa, desarrollaba un discurso, siempre crítico, que planteaba preguntas, desmontaba prejuicios —la tarea más ardua de un maestro— y asumía riesgos. Lo recuerdo esgrimir, desde nuestros primeros días de clase, los principios de la filosofía analítica aplicada al derecho y combatir la noción misma de la asignatura que impartía, Derecho Natural, propia del escolasticismo que asfixiaba la filosofía del derecho —y, en general, la filosofía— en España desde Cánovas del Castillo. El derecho natural, decía, es un oxímoron, porque el derecho no es una creación de la naturaleza —no hay nada en ella que pueda considerarse jurídico—, sino del ser humano. Debería llamarse, pues, derecho humano, pero entonces sería una redundancia. De Capella se decía —aunque yo siempre he sospechado que esto es apócrifo— que la única pregunta que había puesto en un examen final había sido “Describa las relaciones jurídicas entre los peces de una pecera”. La respuesta era, claro, que entre los peces de una pecera no había relaciones jurídicas, porque estas solo existen entre los hombres. También recuerdo muchas de las cosas que nos enseñó, como que el trabajo es una relación con la naturaleza; que la fuerza ciega de la ley debía sustituirse, para acelerar la emancipación social, por las normas de moralidad positiva que regían en algunos pueblos primitivos; o aquel irónico corolario de la ley de Murphy, impregnado de optimismo marxista vuelto del revés, según el cual no debíamos cometer “el craso error de pensar que las cosas no pueden ir peor: las cosas siempre pueden ir peor”. Juan- Ramón Capella no tenía miedo de comprometerse ni de decir lo que sabía que muchos —y yo mismo— considerarían una abominación: en una clase nos confesó que, para él, el futuro de las sociedades radicaba en una organización semejante a la que habían implantado los regímenes comunistas en el sudeste asiático. “Qué quieren que les diga”, concluyó, un poco resignado, “así lo creo sinceramente” (y razonadamente, añado yo: sus ideas, aunque equivocadas, se apoyaban siempre en un minucioso análisis de la realidad). En Filosofía del Derecho, cuando ya estábamos a punto de licenciarnos, desveló la razón por la que, inconscientemente, me (nos) había cautivado desde el principio: “Pronto serán ustedes abogados. Y lo serán porque en esta casa les habrán enseñado un lenguaje”. El derecho no es más que un lenguaje, en efecto, un código con su propia lógica y sus normas particulares que basta con dominar para lograr los objetivos que se persigan. De eso, precisamente, trata la tesis con la que Juan-Ramón Capella se doctoró: El Derecho como lenguaje, publicada por Ariel en 1968. Su interés por el lenguaje como base de la razón y el poder humanos explica también su interés por la literatura. En clase, nos recomendó que leyéramos e incluso nos invitó a colaborar con Mientras Tanto, una revista de pensamiento emancipador, como a él le gustaba llamarla, precursora en España de la reivindicación ecologista y feminista, cuyas páginas finales siempre estaban reservadas a un poema. Además, Juan-Ramón Capella fue traductor de autores tan destacados como Gramsci, Russell, Marcuse, Pasolini, Weil, o C. P. MacPherson (cuyo La teoría política del individualismo posesivo nos recomendó vivamente) y escribió una obra ensayística y narrativa sobresaliente. Entre otros libros, en 1993 publicó Los ciudadanos siervos, un punzante análisis de los mecanismos de poder, tanto ideológicos como materiales, que someten a los miembros de la comunidad; en 2005, publicó La práctica de Manuel Sacristán. Una biografía política, la biografía del pensador marxista español probablemente más importante, de quien había sido discípulo; y en 2011, Sin Ítaca. Memorias: 1940-1975, una espléndida autobiografía de juventud en la que narraba sus dificultades, que fueron las de muchos otros de su generación, para vivir bajo el sórdido franquismo —al que combatió como miembro del clandestino Partido Comunista—, y revelaba, con mucha delicadeza, cómo había descubierto su homosexualidad en el París en el que, expulsado de la universidad, tuvo que refugiarse. Yo hablé con él, a solas, en varias ocasiones. Primero como delegado de curso —en primero; en segundo me derrotó un zopenco del Opus Dei que iba para notario—, como cuando fui a pedirle disculpas porque la clase hubiera salido de estampida cuando el bedel dio la hora (entonces los bedeles, uniformados, entraban en el aula y gritaban: “¡Doctor, la hora!”), antes de que él hubiese acabado su exposición, y luego en una visita que le hice a su casa, en la calle Aribau de Barcelona, muy cerca de donde yo mismo vivía, en Muntaner. Me recibió con mucha amabilidad en aquel amplio caserón del Ensanche, donde me pareció que vivía solo: no observé ningún detalle que me hiciera pensar que compartía su intimidad con nadie. Me ofreció un agua tónica y charlamos ya no recuerdo de qué. Sí que él me habló de un antiguo maestro suyo, don Alejandro, al que él había acudido, cuando estudiante, como yo entonces acudía a él. Volví a verlo, por casualidad, en una calle de Barcelona. En 2015, yo vivía en Londres y había regresado unos días a la ciudad para atender a mi madre, vecina también del Ensanche. Cerca del Hospital Clínico, pasé por delante de la terraza de un bar y allí lo vi, sentado y nuevamente solo. Hacía un crucigrama. Su interés por el lenguaje no había disminuido. Estaba mayor, pero no se había olvidado de mí, es más, se acordaba de mí en unos términos que me parecieron elogiosos, y no porque hubiese ido a sus clases, sino por razones literarias. “Yo fui alumno suyo [siempre nos tratamos de ‘usted’], soy Eduardo Moga”, le dije, venciendo, por la cercanía que habíamos tenido hacía tantos años, el pudor que me suele impedir acercarme a gente conocida. “Ah, Eduardo Moga, el poeta”, respondió con una sonrisa. Me hinché un poco, debo admitir. Conversamos brevemente, y otra vez se me ha olvidado de qué. Pero no tiene importancia: lo importante es que seguíamos siendo, tantos años después y en un lugar tan desaborido como aquella calle barcelonesa: él, un hombre inteligente, amable, responsable, bueno, alguien capaz —y esto es infrecuente— de estimular la inteligencia de los demás, de motivarlos a aprender, a reflexionar y a debatir; y yo, un antiguo alumno suyo, aún maravillado por su luz intelectual y humana. Descanse en paz, querido maestro.

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