martes, 27 de mayo de 2025

Historias de la oficina (IV)

Otros funcionarios acudían a la oficina siniestra. Entre la clase de tropa —los auxiliares administrativos—, estaba Lola, una señora de mucho porte y seriedad, pese a la modestia de su rango laboral, y, a diferencia de la Carpintero, trabajadora infatigable. Llegaba siempre la primera al despacho y muchos días era la última en marcharse. Hacía muchas más horas de las que le correspondían: allí estaba, mañana y tarde, atornillada a la mesa, tecleando sin parar en el ordenador o punteando interminables hileras de números. Uno pensaba que era imposible que se pasara tantas horas ante la pantalla solo trabajando, y que era muy probable que dedicase parte de ese tiempo a chatear por internet o a jugar al buscaminas, como hacíamos todos. Pero no era así: cuando uno pasaba por detrás de ella y lanzaba una mirada a su pantalla, solo veía números, ristras y ristras de números; o documentos de excel con infinidad de celdillas, llenas igualmente de números; o pedeefes de facturas, de hirsutas y tenebrosas facturas. Lola trabajaba y nunca dejaba de trabajar; trabajaba con furiosa concentración, con tenacidad sisífica; trabajaba como si la salvación de la humanidad dependiese de su trabajo. Pero nadie sabía en qué. Lola nunca había entregado ningún informe que recogiese el fruto de tanto quehacer, ni rendido a nadie los grandes totales de aquellas sumas que remataba con inexorable escrupulosidad. González le asignaba la verificación de unas cuentas —averigüé que era él el que depositaba los papeles en la mesa de Lola— y luego desaparecía, enfrascado como estaba en la comprobación de las cuentas de alguna entidad y en la recuperación o reconstrucción de esas mismas cuentas, inevitablemente extraviadas en el ordenador. Y durante las muchas semanas o meses en que su jefe no estaba presente, Lola se entregaba a la tarea asignada con el ahínco de un toro semental. Pero Lola era ya mayor, y le llegó la hora de la jubilación, que para ella era como la hora de la muerte. Su expresión se contrajo hasta adoptar un rictus agónico. Siguió sumando desesperadamente, hasta el último momento, columnas de números, pero ya no había aquella entereza, aquella majestuosidad, en lo que hacía, sino un sufrimiento apenas disimulado: pronto habría de enfrentarse a la realidad de una vida sin números que sumar, ni facturas que revisar, ni archivadores que ordenar, ni oficinas a las que acudir. Cuando llegó el día fatídico, vació los cajones, limpió los armarios, reunió sus pertenencias, cerró el ordenador y, en medio de un silencio estremecedor, con el abatimiento de un condenado a muerte, salió por la puerta como si, pese a todos sus esfuerzos, no hubiera podido salvar a la humanidad y el fin del mundo hubiese llegado. Sin embargo, y para nuestra sorpresa, por la tarde reapareció. Y también la tarde siguiente. Y las otras. Se sentaba en su antigua mesa y volvía a revolver facturas y papeles. Pero esta vez eran los suyos: le había pedido al jefe que le permitiese acabar en la oficina la declaración de la Renta, que tenía a medio hacer. Así cumplía con sus deberes fiscales y mitigaba, al mismo tiempo, el vacío que la ahogaba. El jefe, misericordioso, le permitió hacerlo.

También estaba Evaristo. Y subrayo su nombre, Evaristo, porque durante mucho tiempo nadie estaba seguro de cómo se llamaba. Unos pensaban que Guillermo, otros que Ceferino; hubo incluso quien adujo que podría no tener nombre, o que acaso lo había olvidado en algún accidente que le hubiese producido amnesia. Pero todo eran hipótesis sin confirmación. Alguno llegó a dudar de que existiera: quizá fuese un holograma. Por fin, una secretaria, tras muchas pesquisas, exhumó algunos documentos de su expediente personal y nos dio a todos la feliz noticia: tenía nombre, y ese nombre era Evaristo. Evaristo llegaba cada mañana a la oficina y, muy ceremoniosamente, se sentaba en su silla. No decía «hola», ni «buenos días», ni nada; Evaristo no hablaba con nadie: se sentaba y desenfundaba algún expediente, o algún documento en el ordenador, y se abismaba en él. Acorazado en su mutismo, las horas pasaban por sus carnes como los rayos del sol por el cristal. Cuando llegaba la hora sagrada del bocadillo, sacaba una fiambrera monstruosa y se aplicaba a devorar lo que contuviera con la misma silenciosa eficacia con la que atendía sus obligaciones, fueran cuales fueran, en su mesa de trabajo. Cuando, cuatro horas después, llegaba la hora de salir, recogía los bártulos, rescataba la fiambrera vacía de las profundidades del cajón, apagaba el ordenador y se iba, haciendo sonar la tarjeta de fichar en el mismo instante en que la minutera golpeaba la raya de las doce. Y todo ello sin preocuparse jamás de escándalos ni chismorreos. ¿Que unos fanáticos habían estampado sendos aviones en las Torres Gemelas y matado a 3.000 personas? Sin comentarios. ¿Que el Partido Popular, una organización constituida por y para la corrupción, había logrado la mayoría absoluta? ¿Y qué? ¿Qué tenía él que decir? ¿Que Jordi Pujol y su catalana familia, además de católicos practicantes, eran unos facinerosos? Nada que añadir. ¿Que a los funcionarios nos rebajaban el sueldo otra vez? Pues qué le íbamos a hacer. Su mirada resbalaba por el lomo de quienes se hacían eco de aquellos acontecimientos como la de la reina de Inglaterra lo habría hecho por el de un dependiente de zapatería. Evaristo era inmune a la actualidad y a la comunicación humana. Un gusano platelminto era más expresivo que él.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Historias de la oficina (III)

Luego estaba la Carpintero. La Carpintero era una hembra, dilatada como un zepelín, que gobernaba su espacio como una venus atrapamoscas el suyo. Por analogía, tenía una planta, tal vez carnívora, en la mesa de su despacho, que regaba con unción; un suministro incesante de botellas de agua mineral, de las que chupaba también con ahínco, sin que, empero, aquella insistente libación redundase en merma alguna de su figura; y un conjunto de enseres decorativos y domésticos —fotos, cuadritos, colgantillos— que convertían su mesa y su armario archivero en una prolongación del comedor de su casa. De hecho, toda la oficina era una prolongación de su casa. La Carpintero se levantaba a apagar los fluorescentes que la gente hubiera dejado encendidos, o se preocupaba por que hubiese papel higiénico en el baño, o reñía a quien hubiera agotado el papel de la fotocopiadora y no lo hubiese repuesto. Todo eso hacía la Carpintero. Lo que no hacía era trabajar. Los papeles llegaban a su mesa y en ella establecían su residencia. Algunos hasta se jubilaban allí. Si alguien quería que algo no se tramitase —cosa que sucedía a menudo: dejar que los asuntos se pudrieran era la mejor forma de resolverlos—, lo único que tenía que hacer era mandárselo a la Carpintero, que, con diligencia extraordinaria, no hacía nada con ellos. La Carpintero llevaba ocupando el mismo puesto desde la creación de la oficina, dos décadas atrás. Y la auditoría no hace prisioneros: a quien atrapa es aniquilado. La Carpintero había sido paulatinamente anulada por la aritmética y la repetición. No es que hubiese mucho que anular, en cualquier caso, pero la reincidencia la había pulverizado. Un halo de vetustez o esclerosis nimbaba sus carnes espaciosas y su escueta inteligencia. Sus ojos irradiaban el brillo de las telarañas y en su sonrisa tintineaba una delicuescencia maligna. Porque este era otro de los perversos legados de un trabajo devastador: no destruía del todo el raciocinio, sino que lo emponzoñaba. La Carpintero escupía veneno a las recién llegadas que se podían permitir una falda más corta que la suya, que eran casi todas; malmetía meticulosamente en todo corro o cenáculo que se formase, en la oficina o fuera de ella; e intrigaba con no menos énfasis, aunque también con admirable disimulo, desarrollado a lo largo de muchos años de doblez, en cualquier circunstancia de la vida. Pero no se olvidaba de sonreírle al mandamás en las reuniones de trabajo. Ponía en el asiento al lado del suyo un papelito o un bolígrafo para que nadie se sentara allí y le hurtase el privilegio de escoltarlo en el ejercicio de sus funciones. Allí podría apreciar la amplitud de su sonrisa y su adhesión inquebrantable a las instrucciones que diera. Más aún, allí podría rozarle la pierna, y hasta tocarle el brazo, entre cacareos admi(nist)rativos, en un gesto público, y a la vez íntimo, de aprobación y camaradería. Pese a todo, la Carpintero había conocido tiempos mejores. Estuvo casada con un alto ejecutivo de una empresa importante —de cuyos éxitos profesionales y viajes por el mundo no dejaba de presumir en las charlas de ascensor—, hasta que el alto ejecutivo la dejó por una camarera de bar. Ahora bregaba con el prozac, dos hijos adolescentes de carácter tenebrosamente parecido al suyo, y una creciente dificultad para encontrar ropa de su talla.

Una tercera figura sobresaliente en el érebo de la auditoria era Moreno. Moreno era el segundo de a bordo de la unidad, y lo era desde hacía varios lustros. Los lustros habían caído en él como la nieve en el campo: enterrándolo bajo una capa de frialdad, que maquillaba con unos modales ceremoniosos y unas corbatas escalofriantes, y arrasando todo asomo de vida. Las corbatas, de hecho, constituían una obsesión para él. Llevar corbata, en el ejercicio de la auditoría, era un signo de distinción del que no cabía prescindir: significaba que el auditor era alguien serio, respetable, alguien en quien se podía confiar. La corbata obraba así el prodigio alquímico de transmutar la materia en significado, aunque quien la portase fuese un tarugo. Lo mismo hacen las banderas, aunque quienes las ondeen sean unos mastuerzos. Moreno llevaba siempre corbata, y con ella transmitía los valores que abanderaba, a saber, el rigor y la constancia: aquel rigor y aquella constancia con los que llevaba liquidando una sociedad, y solo esa sociedad, desde hacía tantos lustros como era lugarteniente; o el rigor y la constancia con que atendía sus negocios inmobiliarios en horario laboral. En esto Moreno había desarrollado una técnica insuperable: con el pretexto de visitar las entidades que estaban siendo auditadas y comprobar que los equipos de auditoría estuvieran cumpliendo con su deber, se escapaba de la oficina para cumplir con el suyo como gestor inmobiliario. Corbata en ristre, asistía a reuniones de vecinos, firmaba contratos de alquiler y compraventa, supervisaba propiedades, recibía y constituía fianzas, y, en resumen, se enriquecía como trabajador autónomo, a la vez que se embolsaba el sueldo de funcionario —que, dado su nivel equivalente al de jefe de servicio, no era bajo—. Pero hay que subrayar que a estas actividades solo dedicaba el tiempo estrictamente necesario: nunca se iba a tomar café, por ejemplo, después de sus ocupaciones privadas: las ejercía, pero, una vez concluidas, regresaba con presteza a la oficina a seguir cuadrando las cuentas de la entidad que llevaba liquidando desde 1997, o a comprobar que todos los empleados llevasen corbata. Quizá por eso, porque sabía cuánto absorbía aquella labor y no quería que otros asuntos distrajesen su atención, llegó a reclamarme en una ocasión que trabajara menos. Le presenté el apartado del borrador del informe que había redactado, de unas cuarenta páginas, lo miró como un entomólogo que acabase de descubrir una nueva especie de coleóptero arborícola, y me dijo: «Esto está muy bien, pero ¿no te parece que se podría resumir un poco? Quiero decir, si el informe en su conjunto tiene 150 páginas, que es a lo que calculo que llegará —y aquí Moreno me lanzó una mirada de inteligencia, como el experto que era—, ¿no quedará un poco desequilibrado?». «¿Me estás pidiendo que trabaje menos?», le pregunté. «No, no, de ninguna manera —respondió con urgencia, removiéndose en el sillón ergonómico—. Solo digo que quizá podría pulirse un poco». «Está perfectamente pulido», contesté yo, sintiendo cada vez más apretado el nudo de la corbata —la mía, no la de Moreno—. El jefe, que acertó a pasar entonces por el despacho de Moreno, dirimió la disputa: «Dejémoslo tal como está». Moreno me devolvió entonces los papeles con un gesto de displicencia, en el que se advertía el malestar por aquella inesperada derrota, pero aliviado, al mismo tiempo, porque la superioridad hubiera resuelto la controversia: Moreno era un funcionario disciplinado y, si el jefe decidía que el informe estaba bien como estaba, el informe estaba bien como estaba.

viernes, 16 de mayo de 2025

Historias de la oficina (II)

Auditar es volver a hacer lo que otros han hecho. Volver a contar lo ya contado. Volver a sumar lo ya sumado. Auditar es el trabajo más aburrido del mundo, después de hacer fotocopias en una copistería o cobrar peajes en una autopista. Por suerte, estos trabajos están a punto de desaparecer, como tantos otros, sustituidos por las máquinas. Quizá pueda diseñarse también un artilugio que reemplace a los auditores: un aparato en el que se introduzcan por una ranura los papeles que hay que examinar y del que salgan examinados, con todas las cuentas verificadas, por otra. No es imposible: si se han diseñado ya exoesqueletos que permiten andar a los parapléjicos, o relojes que cumplen todas las funciones de una oficina, o trenes de alta velocidad que flotan electromagnéticamente y viajan a 500 km por hora, no veo por qué no se puede inventar una máquina que compruebe la gestión económica de una empresa. La inteligencia artificial ayudará probablemente a acabar con la figura del auditor: será una suerte de compensación por liquidar otras que me son mucho más queridas, pero que también se volverán innecesarias, como la de traductor o incluso la de poeta. El trabajo de auditoría es tan devastador que muy pocos sobreviven a su ejercicio continuado. No se puede estar haciendo sumas y restas (y multiplicaciones y divisiones, más corrosivas todavía) una y otra vez, durante días sin cuento —y valga la paradoja, porque si algo se hace esos días es contar—, sin que algo fundamental se averíe en el cerebro. Algunos compañeros de la oficina acusaban, acaso irreversiblemente, el efecto calamitoso de su labor. González, por ejemplo, se había convertido en un fantasma. No solo había encanecido: la piel, apergaminada, prolongaba aquella blancura aciaga hasta las uñas de unas manos que parecían churretones de carne, y los ojos acumulaban una vidriosidad luctuosa, como si los aguara una tristeza presupuestario-financiera. El contacto de décadas con los ominosos expedientes le había reblandecido la figura, y todo él se me antojaba un ectoplasma lúgubre, constituido por unos miembros exánimes y un apagamiento cerebral. Tan espectral era que parecía deslizarse por la oficina sin tocar el suelo, como los vampiros. Yo le miraba los pies cuando lo veía acercarse a su despacho, contiguo al mío, y no podía asegurar que estuviesen en contacto con el parqué. González, además, no descollaba por su inteligencia. La auditoría tiene eso: que afecta a todos los rincones de la personalidad y destruye al más pintado. La especialidad de González consistía en extraviar archivos informáticos. Su desesperación era entonces homérica. Se había pasado varios meses reuniendo la valiosa información con la que trabajaba y el documento en el que debía estar había desaparecido de su ordenador, o estaba vacío, o, en alguna ocasión, no era la versión que había guardado, sino otra anterior, o defectuosa, o incompleta. Sus amargos lamentos invadían la oficina. «No lo entiendo, no lo entiendo», farfullaba. Cuando, tras revolver Roma con Santiago en el ordenador y hasta recurrir, siempre sin éxito, a los técnicos informáticos, se convencía de que era imposible recuperar lo perdido, empezaba a acumular otra vez la información que había acopiado, y a cotejarla de nuevo, para alcanzar las mismas sagaces conclusiones a las que sabía que había llegado, pero que se habían volatilizado en el averno de silicio al que tenía que enfrentarse cada día. González representaba, así, el summum de la auditoría, su expresión insuperable: repasaba, no las cuentas, sino lo repasado de las cuentas; repasaba lo ya repasado, y lo volvía a repasar. En una ocasión infausta pero memorable, perdió un archivo que ya había perdido antes, con lo que hubo de volver a lo que ya había vuelto antes, y yo rogaba a la Providencia por que lo extraviase una vez más, con lo que habría que repasar lo ya repasado de lo ya repasado de las cuentas, en un bucle prodigioso que podría haberle llevado a la locura, pero quizá también —quién sabe— al paraíso de los auditores, allí donde alcanzan la beatitud de la revisión imperecedera, de la fiscalización eterna. La Providencia, sin embargo, no atendió mis súplicas. Con la parsimonia funcionarial de los fantasmas —que, como ya están muertos, no tienen ninguna prisa por nada— y las semanas o meses que había de dedicar a resucitar lo que extraviaba, González tardaba años en resolver las auditorías. También era célebre por esto. Se acomodaba en las entidades sometidas a su escrutinio como las cigüeñas en los campanarios: para pasar allí toda la vida. Transcurrían los meses, y las estaciones, y los años, y González seguía apilando papeles y cerciorándose de que dos más dos fuesen cuatro, sin que asomase atisbo alguno de que aquella tarea fundamental, que desempeñaba con el esmero de un calígrafo japonés, se acercara a su conclusión. Empresas hubo que desaparecieron sin que él hubiese acabado su trabajo: un buen día llegó a su razón social, y ya no había razón social. En otras lo trataban como a esos indigentes que se refugian en los aeropuertos de las grandes ciudades: alguien que vive ahí, aunque no pertenezca a ese lugar, y que se entretiene paseando carritos de equipaje de una sala a otra, como González se entretenía trasladando expedientes de un montón a otro.

domingo, 11 de mayo de 2025

Historias de la oficina (I)

A las ocho de la mañana, cuando había de empezar a trabajar, una suciedad blanquecina manchaba todavía las cosas. La luz no se había desprendido aún de la tizne de la noche, y el suelo de las calles olía a mugre tenaz, combatida con poco éxito por los barrenderos. Los manguerazos no disipaban el tufo a madrugada triste: se llevaban los escupitajos, las cajas vacías del McDonald’s con grumos de kétchup, las latas arrugadas de los lateros, la mierda de las palomas y los condones pringosos, pero en el aire persistía un hedor que a mí se me hacía el aroma del mundo. Salía todas las mañanas del metro con la rigidez de un muerto, y cuanto encontraba a mi paso estaba tan tieso como yo: el torno de salida, que nos expulsaba con un eructo metálico; las escaleras mecánicas, que casi nunca funcionaban; y las caras arrasadas de los cientos de personas que emergían del subsuelo y se desparramaban por la ciudad. Muchos días, en uno de los pasadizos más cercanos a la salida, veía yo al mendigo que lo tenía por oficina. Los indigentes se apuestan así: en zonas de uso privativo, donde su jurisdicción no se discute (y, si se discute, se resuelve a bramidos). Era un hombre aún joven, cuya calvicie no parecía el resultado de una pérdida, sino algo añadido, como un casquete, en una silla de ruedas. Allí sentado, exhibía dos piernas embrolladas, cuyas articulaciones habían mudado de lugar: la rótula estaba en el peroné, el escafoides en el calcáneo, el astrágalo en algún rincón sin identificar. Aquellas extremidades destruidas eran finas como pinceles. El mendigo gangoseaba. Pedía, y no dejaba de pedir, «una moneda, por favor». Aquella repetición maquinal se unía a las demás de aquel espacio: también la gente, también yo, éramos una mera repetición, un acto obcecado, sin otro destino que suceder, cada mañana, cada día, en aquella penumbra lechosa, entre olores de basura pegados a las baldosas y al aire. Cuando salía, por fin, al exterior, me esperaba otra fila de menesterosos. En el edificio donde estaba la oficina, se encontraba también el organismo del Estado encargado de garantizar los salarios que hubieran dejado a deber a los empleados las empresas quebradas o clausuradas. No todo el sueldo, desde luego, sino solo aquella parte que les correspondiese, de acuerdo con las leyes empequeñecedoras que regulaban la prestación —y que, además, solo recibirían después de muchos meses de angustiosa espera—. Las leyes están para eso: para coartar, para restringir, para rebañar: para que no nos olvidemos de que estamos sometidos a las necesidades e intereses de seres superiores a nosotros. Yo salía del metro, y la cola de los solicitantes casi llegaba a la entrada de la estación. Y cada día era más larga. Pasaba por delante de una óptica de lujo, una sucursal bancaria y un megacafé de diseño, en cuya terraza se apretujaban, al mediodía, manadas de turistas encantados de pagar un congo por un sándwich de poliuretano o un filete de hacía una semana, reencarnado en albóndiga. Las caras de los que guardaban cola se sucedían como los adoquines de una tapia. Con las manos en los bolsillos y un cigarrillo sombrío en los labios, la mirada de muchos se diluía en las tinieblas encharcadas de la plaza, o moría en el suelo. Algunas se cruzaban con la mía, aunque yo procuraba mantenerla pegada al periódico que había comprado y en cuya lectura me refugiaba. Sentía vergüenza: por tener trabajo, aunque fuese insufrible, cuando aquellos desgraciados no lo tenían; y por haberme podido comprar un periódico, que casi costaba lo que un desayuno. Su lectura, si es que alguna tenían, eran los diarios gratuitos a los que echaban mano en el metro: páginas desteñidas de noticias absurdas, chillonas o irrelevantes. Apenas alguno hablaba con un compañero. Habían de hacer cola porque el CEGAHA —«Centro de Garantía de Haberes»: un nombre, gongorino, en cuyas connotaciones oscuras ningún cerebro de la Administración parecía haber reparado— solo atendía en persona. Y habían de llegar muy pronto, porque su capacidad era limitada y solo si uno estaba entre las primeras decenas de peticionarios gozaría del privilegio de presentar su solicitud o de cumplir cualquiera de los prolijos trámites que exigía el procedimiento. Peor aún me sentía yo al volver a la calle para tomarme un café en la cafetería de al lado. Subía las escaleras con una urgencia entorpecida por la hilera de parados, entraba en la oficina, fichaba y volvía a salir. No había inconveniente en hacerlo así: era la costumbre de todo el mundo, a la que el jefe, que con los años había aprendido, sabiamente, a mirar para otro lado, no ponía reparos. Un café sin prisa, cuando, según el reloj, ya estábamos trabajando, era la forma habitual de empezar el día. Sheila me servía el café humeante, que casi siempre acompañaba con un cruasán, y entonces, en alguno de los aparatosos pero mediocres sillones del piso de arriba, perpetrados por IKEA, podía abandonarme a la lectura del periódico sin la mirada reprobatoria, o simplemente desvalida, de los cegahados. Al regresar a la oficina, había pasado media hora, o cuarenta y cinco minutos, o algunos días de noticias especialmente sustanciosas casi una hora: todo eso que estaba más cerca de irme a casa.

domingo, 4 de mayo de 2025

Proust y las artes

Soy proustiano desde que, a los dieciocho años, un compañero de la facultad de Derecho que había sido también compañero de colegio, Federico Moncunill Gallo (a quien saludo con cariño desde estas líneas que probablemente no leerá), me recomendó, entusiasmado, En busca del tiempo perdido, un libro —es decir, siete libros— del que yo tenía una vaga constancia, pero que no había leído ni tenía pensamiento de leer. (Ah, qué tiempos aquellos en que estudiantes adolescentes de Derecho se recomendaban, entre clase y clase, heptalogías de autores extranjeros del siglo anterior). La recomendación de Moncunill me cambió la vida, tanto la literaria como la otra. Porque esa es una de las mayores virtudes de À la recherche: que uno crece, muta, se expande como ser humano al leerla. Se comprende mejor, diría yo, porque entiende la sustancia de la que está hecho: el tiempo, que, junto con la incertidumbre, trenza su atribulado paso por este mundo. Proust, cuyos siete prodigiosos ladrillos me leí de un tirón en otros tantos y maravillados meses, pasó a convertirse en mi padre literario —junto con Pablo Neruda, a quien había descubierto unos años antes— y nunca ha dejado de serlo, aunque, desde luego, haya tenido que matarlo, como a todos los padres, e igual que a Neruda, para ser el escritor que soy o que pretendo ser. Por todos estos motivos acudo hoy presuroso a la exposición Proust y las artes, en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, recordando la alegría boquiabierta con que recorría, tantos años atrás, las páginas del escritor francés. A la entrada, me reciben varias fotografías y retratos de Proust niño y joven, como la foto que le hizo Paul Nadar en 1887, cuando solo tenía quince años, con un lazo enorme al cuello (Proust, no Nadar) (de Nadar, por cierto, también encuentro más adelante una foto de la impresionante duquesa de Guermantes, uno de los personajes principales de À la recherche), y el tan reproducido de Jacques-Émile Blanche, de 1892, en el que Marcel aparece con la cara culminando una cuña configurada por el propio rostro y el plastrón que gasta, y clavada en la negrura de la levita y el fondo del cuadro; una negrura solo rota por una orquídea, asimismo blanca, en el costado izquierdo. La raya en medio del pelo engominado, las cejas muy cuidadas y el inevitable bigotillo perfilan una expresión circunspecta que sitúa el cuadro en la tradición del retratismo altoburgués de la Europa decimonónica y que no trasluce el espíritu desenfrenado de un escritor revolucionario. A partir de estas imágenes iniciales, la exposición se entrega a una promiscua mezcla de materiales: cuadros de personajes reales que inspiraron los personajes de À la recherche; cuadros que se sabe que contempló Proust a lo largo de su vida; cuadros de pintores que admiraba el escritor; cuadros que pintan paisajes de su novela o de su tiempo; cuadros de tertulias o clubes influyentes de su época; vestidos de damas cuyos salones frecuentara; fotografías del propio Proust, o de sus amantes, en diversos momentos de su vida, y un larguísimo etcétera. El conjunto resulta, así, un tanto acumulativo —todas las exposiciones lo son, pero algunas consiguen disimularlo y singularizar mejor las piezas seleccionadas— y hasta confuso. Obviamente, los mejores representantes del impresionismo se exponen aquí: Degas, Renoir, Cézanne, Manet y Monet (uno de los pintores que inspiró el personaje de Elstir en À la recherche y que aporta, entre otros, varios paisajes de Trouville, uno de los modelos de Balbec). También muchos otros artistas franceses, desde Watteau y Delacroix hasta Gustave Moreau (cuyo Poeta muerto llevado por un centauro —con una lira a la espalda y un paño oportunamente tapándole los pudenda— se menciona en À la recherche) y Raoul Dufy (su En el Bois de Boulogne, de 1920, recoge uno de los paisajes centrales de la novela), pasando por Léger, Corot o el sorollesco Paul César Helleu. De Camille Pissarro se expone, no sé si provocativamente, el famoso Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia, objeto de un dilatadísimo pleito con el que un heredero del antiguo propietario judío del cuadro, que le fue comprado a este por los nazis, viene reclamándolo desde hace años. El hermoso óleo, por si fuera poco, ha sido elegido por el Museo Thyssen para ilustrar la exposición, y aparece reproducido en los cuadros que la anuncian en las calles y en los pasillos del metro. La colección de pintura universal que refleja los intereses de Marcel Proust abarca a muchos otros autores, como Giotto, Vermeer, Tintoretto o Rembrandt. De mi pintor favorito, y también uno de los preferidos de Proust, Vermeer, admiro el magnífico Diana y sus ninfas, un cuadro de 1653 en el que la diosa le lava los pies a una de las ninfas, y que aparece citado en À la recherche. De Rembrandt son dos célebres autorretratos, uno de joven y otro de viejo, que Proust cita para ejemplificar, al final de su novela, los estragos del tiempo en el cuerpo. Tintoretto forma parte del conjunto de obras dedicado a Venecia, la ciudad a la que viajó Proust en dos ocasiones, y que lo enamoró, un amor largamente expresado en En busca del tiempo perdido. En la sección veneciana encontramos, además de dos retratos de Tintoretto de mujeres gordezuelas, a una de las cuales le asoma un pezón, óleos del inglés Turner —otro pintor en el que recaen las preferencias de Proust y también las mías— y del italiano Marieschi, grabados del estadounidense Whistler y aguafuertes y aguatintas del español Mariano Fortuny Madrazo (del que asimismo se ofrece un autorretrato de 1947), todos ellos sobre los paisajes de Venecia. Por último, se expone aquí una de las piezas más interesantes del conjunto: una túnica de Marcel Proust, diseñada por el mismo Mariano Fortuny, de inspiración copta y color rosa fuerte, tejida entre 1910 y 1920. Hay que imaginarse a Marcel con este trapo fastuoso encima y paseando por los salones de su alojamiento veneciano (y parisino), entre flores, cuadros, canales y amantes. La túnica encarna y simboliza el mundo de lujo y preciosismo en el que vivió Proust, su dandismo ilimitado y su pasión estética, y me paso un buen rato contemplándola: debajo de ella estuvo el cuerpo de Proust (igual que en la mayoría de los cuadros que llevo vistos se posaron sus ojos y quizá hasta su aliento) y es una lástima que el cristal que la contiene me impida rozar la tela que tocó su piel, las hebras delicadas que quizá todavía conserven un ápice de su olor. Proust y las artes incluye también no pocas imágenes de los amantes de Proust: por ejemplo, de Reynaldo Hahn, un compositor y músico venezolano que aparece tocando el piano en un óleo de Lucie Lambert de 1907. Las relaciones entre personajes históricos y literarios que pone de manifiesto la exposición se hacen tupidas a veces. Así, una de las hermanas de Reynaldo Hahn, María (a quien Proust le regalaría su túnica copta), se casó con Raimundo de Madrazo, el cual retrató entre 1880 y 1885 a Laure Hayman, que había sido amante del padre de Proust y que este utilizó como modelo para Odette de Crécy, la cocotte de Swann, uno de los principales personajes de À la recherche, casi coprotagonista de la novela, que tan bien interpretó la sensual y nunca olvidada Ornella Muti en El amor de Swann, la película de Volker Schlöndorff de 1983 (francamente, la Muti me parece mucho más guapa que la tal Hayman). Otro amante de Marcel Proust fue Alfred Agostinelli, a quien tuvo contratado como secretario y chófer. Ambos aparecen en una foto de Anda Toucard, de 1908: Agostinelli, con gorra de plato, al volante de un coche antediluviano (a Proust le fascinaban las máquinas), y el escritor, con un casquete como el de los aviadores de la Primera Guerra Mundial. Agostinelli sería el modelo de Albertine en À la recherche (mientras estoy observando la foto, una visitante a mi lado le dice a su acompañante: “Sí, este fue el modelo de Alphonsine...”) y moriría en un accidente de aviación en 1914, algo que sumió al escritor en una profunda depresión. En otra foto, Proust aparece, con ojeras, bigotazo y una sonrisa entre sutil y viciosa, acompañado por Robert de Flers y Lucien Daudet, de quien también estuvo enamorado. La imagen rezuma homosexualidad; es normal que a la madre de Proust no le gustara nada. El que asoma, en un cuadro de Antonio de la Gándara, Retrato del conde Robert de Montesquiou-Fézensac, de 1892, es la persona que inspiró principalmente (siempre hay que hacer estas precisiones: Proust componía sus personajes no con los rasgos de un solo ser, sino con los de muchos, mezclados) el personaje del barón de Charlus, el arquetipo del homoerotismo en À la recherche. En este caso, los rasgos de Montesquiou son de una extrema finura: bigote, labios, nariz, dedos; todo luce de una delgadez lánguida y exquisita (y es curioso que sea así, porque, en mi recuerdo, yo hacía gordo a Charlus). La actriz Sarah Bernhardt, admirada y seguida por Proust, aparece retratada por G. J. V. Clairin, tumbada en diagonal, de blanco, con un gran perro peludo a los pies, los ojos azules y muy poco pecho. El escritor Anatole France está representado por una pieza de Émile Antoine Bourdelle, de 1919, Busto de Anatole France con el pecho desnudo: el entonces prestigiosísimo France —hoy no tanto— había sido el prologuista de la ópera prima de Proust, Los placeres y los días, de la que se muestra un ejemplar de la primera edición en la exposición, e inspiró el Bergotte de À la recherche. James Tissot pinta en 1866 a los miembros de El círculo de la rue Royale, un grupo de aristócratas y prohombres en el que menudean las barbas luengas y los mostachos morrocotudos, las chisteras, los lazos y lacitos, las levitas negras, las poses displicentes, las columnas dóricas y hasta un perro dálmata, y en el que se reconoce, a un lado, con el bastón al hombro, al crítico de arte Charles Haas, uno de los modelos de Swann en la novela de Proust. De Ignacio Zuloaga, en fin, es el Retrato de la condesa Mathieu de Noailles, de 1913, poetisa y corresponsal de Proust, vestida aquí de rosa intenso y propietaria de una mirada tan lánguida como sus versos. (La selección de todo este arte no le ha gustado nada al crítico de El País, cuya reseña de la exposición se publica casualmente el mismo día en que yo la visito: Tissot es un “relamido pompier”; el retrato de la condesa de Noailles es solo “camp sofisticado”; el de Sarah Bernhardt, “kitsch histérico”; el rembrandt [aunque hay dos], el delacroix, el “feo monet floral” y los tintorettos —que además son “regularcillos”— están metidos con calzador; y hasta el vermeer parece “estar ahí por compromiso o para cubrir el expediente”. Huelga decir que no comparto su despectiva valoración). La exposición se encamina a su final. En las últimas salas, se acopian objetos e imágenes de los años finales de Proust, en los que el escritor, muy enfermo ya —sufría de asma, entre otras dolencias— y agotado de su vida exprimida en salones de alto copete y prostíbulos clandestinos, pero resuelto a reproducirla —a rescatarla del secuestro destructor del tiempo—, se entregó a una escritura furiosa encerrado en su último domicilio, en una habitación con las ventanas tapiadas y las paredes acolchadas para evitar los ruidos, y humedecida por sahumerios constantes que le aligeraban el respirar. En esta parte, encuentro un ejemplar de Monsieur Proust, el relato que hizo su sirvienta Céleste Albaret —la Françoise de À la recherche— de los muchos años dedicados a cuidar a su señor; varias imágenes (fotos de Emmanuel Sougez y Man Ray, y un dibujo de Helleu) de Proust ya muerto, tendido en la misma cama en la que escribía y donde había fallecido, tapado hasta el cuello, con barba y las sempiternas ojeras; y, lo más emocionante, un ejemplar de la primera edición de À la recherche du temps perdu, publicada entre 1913 y 1923 por las Éditions de la Nouvelle Revue Française, y de una prueba de imprenta del primer volumen del libro, con sello del 2 de abril de 1913, plagada de tachaduras y de correcciones y ampliaciones manuscritas de Proust en los márgenes, a su vez plagadas de tachaduras, correcciones y ampliaciones. Cuando no le cabía todo lo que quería modificar o añadir, el escritor pegaba tiras de papel, que a veces se estiraban como pequeños acordeones, a las páginas ya llenas. Estas pruebas no tienen esas inverosímiles prolongaciones, pero siguen siendo un caos. Un caos sublime.