martes, 27 de mayo de 2025

Historias de la oficina (IV)

Otros funcionarios acudían a la oficina siniestra. Entre la clase de tropa —los auxiliares administrativos—, estaba Lola, una señora de mucho porte y seriedad, pese a la modestia de su rango laboral, y, a diferencia de la Carpintero, trabajadora infatigable. Llegaba siempre la primera al despacho y muchos días era la última en marcharse. Hacía muchas más horas de las que le correspondían: allí estaba, mañana y tarde, atornillada a la mesa, tecleando sin parar en el ordenador o punteando interminables hileras de números. Uno pensaba que era imposible que se pasara tantas horas ante la pantalla solo trabajando, y que era muy probable que dedicase parte de ese tiempo a chatear por internet o a jugar al buscaminas, como hacíamos todos. Pero no era así: cuando uno pasaba por detrás de ella y lanzaba una mirada a su pantalla, solo veía números, ristras y ristras de números; o documentos de excel con infinidad de celdillas, llenas igualmente de números; o pedeefes de facturas, de hirsutas y tenebrosas facturas. Lola trabajaba y nunca dejaba de trabajar; trabajaba con furiosa concentración, con tenacidad sisífica; trabajaba como si la salvación de la humanidad dependiese de su trabajo. Pero nadie sabía en qué. Lola nunca había entregado ningún informe que recogiese el fruto de tanto quehacer, ni rendido a nadie los grandes totales de aquellas sumas que remataba con inexorable escrupulosidad. González le asignaba la verificación de unas cuentas —averigüé que era él el que depositaba los papeles en la mesa de Lola— y luego desaparecía, enfrascado como estaba en la comprobación de las cuentas de alguna entidad y en la recuperación o reconstrucción de esas mismas cuentas, inevitablemente extraviadas en el ordenador. Y durante las muchas semanas o meses en que su jefe no estaba presente, Lola se entregaba a la tarea asignada con el ahínco de un toro semental. Pero Lola era ya mayor, y le llegó la hora de la jubilación, que para ella era como la hora de la muerte. Su expresión se contrajo hasta adoptar un rictus agónico. Siguió sumando desesperadamente, hasta el último momento, columnas de números, pero ya no había aquella entereza, aquella majestuosidad, en lo que hacía, sino un sufrimiento apenas disimulado: pronto habría de enfrentarse a la realidad de una vida sin números que sumar, ni facturas que revisar, ni archivadores que ordenar, ni oficinas a las que acudir. Cuando llegó el día fatídico, vació los cajones, limpió los armarios, reunió sus pertenencias, cerró el ordenador y, en medio de un silencio estremecedor, con el abatimiento de un condenado a muerte, salió por la puerta como si, pese a todos sus esfuerzos, no hubiera podido salvar a la humanidad y el fin del mundo hubiese llegado. Sin embargo, y para nuestra sorpresa, por la tarde reapareció. Y también la tarde siguiente. Y las otras. Se sentaba en su antigua mesa y volvía a revolver facturas y papeles. Pero esta vez eran los suyos: le había pedido al jefe que le permitiese acabar en la oficina la declaración de la Renta, que tenía a medio hacer. Así cumplía con sus deberes fiscales y mitigaba, al mismo tiempo, el vacío que la ahogaba. El jefe, misericordioso, le permitió hacerlo.

También estaba Evaristo. Y subrayo su nombre, Evaristo, porque durante mucho tiempo nadie estaba seguro de cómo se llamaba. Unos pensaban que Guillermo, otros que Ceferino; hubo incluso quien adujo que podría no tener nombre, o que acaso lo había olvidado en algún accidente que le hubiese producido amnesia. Pero todo eran hipótesis sin confirmación. Alguno llegó a dudar de que existiera: quizá fuese un holograma. Por fin, una secretaria, tras muchas pesquisas, exhumó algunos documentos de su expediente personal y nos dio a todos la feliz noticia: tenía nombre, y ese nombre era Evaristo. Evaristo llegaba cada mañana a la oficina y, muy ceremoniosamente, se sentaba en su silla. No decía «hola», ni «buenos días», ni nada; Evaristo no hablaba con nadie: se sentaba y desenfundaba algún expediente, o algún documento en el ordenador, y se abismaba en él. Acorazado en su mutismo, las horas pasaban por sus carnes como los rayos del sol por el cristal. Cuando llegaba la hora sagrada del bocadillo, sacaba una fiambrera monstruosa y se aplicaba a devorar lo que contuviera con la misma silenciosa eficacia con la que atendía sus obligaciones, fueran cuales fueran, en su mesa de trabajo. Cuando, cuatro horas después, llegaba la hora de salir, recogía los bártulos, rescataba la fiambrera vacía de las profundidades del cajón, apagaba el ordenador y se iba, haciendo sonar la tarjeta de fichar en el mismo instante en que la minutera golpeaba la raya de las doce. Y todo ello sin preocuparse jamás de escándalos ni chismorreos. ¿Que unos fanáticos habían estampado sendos aviones en las Torres Gemelas y matado a 3.000 personas? Sin comentarios. ¿Que el Partido Popular, una organización constituida por y para la corrupción, había logrado la mayoría absoluta? ¿Y qué? ¿Qué tenía él que decir? ¿Que Jordi Pujol y su catalana familia, además de católicos practicantes, eran unos facinerosos? Nada que añadir. ¿Que a los funcionarios nos rebajaban el sueldo otra vez? Pues qué le íbamos a hacer. Su mirada resbalaba por el lomo de quienes se hacían eco de aquellos acontecimientos como la de la reina de Inglaterra lo habría hecho por el de un dependiente de zapatería. Evaristo era inmune a la actualidad y a la comunicación humana. Un gusano platelminto era más expresivo que él.

1 comentario:

  1. Tengo esperanza de que este episodio laboral haya concluido. Leyéndote lo he visualizado como una gota malaya. Un abrazo.

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